viernes, 7 de diciembre de 2012

Cápsulas de Oro - Capítulo I


Capítulo I
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“El de la locura y el de la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles, que nunca puedes saber con seguridad si te encuentras en el territorio de la una o en el territorio de la otra.”
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Hay ciertos pasos en la vida que te llevan irremediablemente al que será tu camino.
No estaba demasiado segura de cuáles eran los pasos que me habían llevado  por el mundo de la medicina. Mi padre se dedicaba a la administración, una carrera en la que había comenzado muy joven y desde muy abajo. Siempre que podía, hacía mención del modo en que había estado por tres meses repartiendo la correspondencia interna en la empresa, en la que ahora era encargado de un departamento completo.
Trabajaba de sol a sol y mi madre, que era profesora de nivelación para niños con problemas de aprendizaje, solía quejarse de ello. Mi hermano, él era un asunto aparte. Había pasado de videojuego en videojuego, desde que tenía doce años. Así que ahora estaba estudiando diseño y desarrollo de éstos, y parecía feliz. Así que, con una familia que se consideraba bastante normal, la diferente era yo. Ellos no comprendían, aunque aceptaban, que a mí me apasionara la medicina, pero no la que suele reparar huesos o diagnosticar un edema. No, a mí me entusiasmaba la mente humana, el modo en que un individuo podía disfrazar la realidad hasta convencerse a sí mismo de aquel disfraz. Aunque inclusive en este ámbito de la medicina, los casos habituales eran tan simples como reparar un hueso o diagnosticar un edema.
Probé nuevamente el café que tenía entre mis manos, pero aún estaba demasiado caliente como para beberlo.
Sabía que era cruel desear encontrarme con un caso clínicamente interesante, como era cruel encontrarse con una enfermedad del sistema inmunológico, por ejemplo. Pero ahí era dónde entraba la mente del especialista. Esa que era capaz de aislarse de la parte humana y sólo tratar la dolencia. Mecánicamente. Del mismo modo me llevé el café hasta la boca y me quemé la lengua.
—Estás aquí —escuché la voz de Benjamín desde la puerta. Lo miré mientras intentaba calmar mi lengua contra los dientes.
—Sabes que siempre estoy aquí a esta hora —le respondí aún molesta. Él entró y se sentó en una silla junto a la mía.
—Tienes razón, debería saberlo, eres demasiado predecible —dijo aquello, extendiendo hacía mí una barra de cereales de la máquina expendedora que había en el pasillo. La observé con desprecio fingido.
—¿Qué se supone que es esto?, ¿intentas hacer las paces conmigo con una barra de cereal? —le pregunté, manteniendo mi actitud de desprecio, tomando lo que me ofrecía.
—Es tu desayuno, y no te me pongas exigente que no vuelvo a alimentarte —respondió, simulando indignación. Un pequeño juego que se nos daba muy bien.
Desde que Benjamín y yo habíamos coincidido en clase de ética, durante el segundo año de la carrera, no habíamos dejado de ser amigos. De eso hacía ya ocho años. Él era de las pocas personas que aceptaba mi carácter tal cual, sin ponerme limites, ni presionarme. Con él me sentía yo misma.
—Lo recibiré, porque soy una mujer educada, pero no creas que me lo comeré —continúe con nuestro juego, rompiendo el envoltorio a pesar de mis palabras.
—Estoy seguro que tu orgullo no te lo permitirá —contestó riendo, mientras yo le daba el primer mordisco a la barra.
No pude responder, ya que tenía la boca llena y muchas ganas de terminarme la barrita. Benjamín no se equivocaba, era mi desayuno. Lo primero que llenaba mi estómago, además del café.
—Mañana habrá una reunión en casa de Anne —comenzó a explicarme, en tanto yo masticaba. Le hice un gesto con los ojos para que continuara, lo que él interpretó perfectamente—, deberías venir, la última vez no quisiste.
Suspiré con la boca llena, sabía que tenía razón. Es extraño, o quizás no tanto en realidad, pero siempre me había costado relacionarme con las personas. Más veces de las que desearía, me sentía incomoda y confusa en medio de las doctrinas sociales. Y digo, es extraño, porque justamente son aquellas conductas asociadas con la normalidad hacia las que yo debía guiar a mis pacientes.
—Bien… —me chupé el índice y el pulgar— iré…
—Perfecto —sonrió él, como si fuese un hermano mayor que ha conseguido que su hermanita consentida haga algo.
—Pero con una condición —me apresuré a aclarar. Él movió sus manos, indicándome que hablara—, no tienes permitido dejarme sola… nada de irte con alguna de las compañeras de Anne.
Anne era una amiga que habíamos hecho en la facultad. Luego de nuestros primeros cuatro años de carrera, ella se había decidido por otra rama de la medicina, pero aún seguíamos siendo amigos.
Benjamín suspiró.
—Vaya, esta relación no es equitativa, ¿lo sabías? —se quejó.
—¿Por qué lo dices? —reí, bebiendo al fin de mi café.
—¿Qué por qué lo digo? —preguntó alzando ligeramente la voz—, ¿te parece poco? —continué sonriendo, sin dejar de mirarlo—, no me das sexo, ni me dejas buscarlo por mi cuenta.
En ese momento reí del todo.
—Bueno… —se puso de pie él—tengo que seguir con mi turno.
—Sí, claro… gracias por… —levanté lo que me quedaba de la barrita— el desayuno.
Benjamín miró al suelo mientras sonreía, un gesto muy propio.
—Por nada —me miró nuevamente—. Recuerda que estás comprometida para el viernes —indicó.
—Recuerda tú tu parte del trato.
—¿Cómo olvidarlo? —habló con cierto deje meditabundo, que preferí obviar. Me comí el resto de la barrita de cereal.
Lo siguiente, fue ver a mi amigo perderse al otro lado de la puerta.
Miré la hora en mi reloj, había cumplido mis diez minutos de receso. Bebí un nuevo sorbo de café y tiré el resto. Aún me quedaban tres horas de trabajo en el hospital.
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Caminaba apresuradamente, por uno de los pasillos de la clínica en la que trabajaba durante dos tardes a la semana. El edificio, un antiguo palacio de la parte sur de Los Ángeles, estaba a cerca de una hora de distancia del hospital en el que me desempeñaba por las mañanas. Eso, cuando el tráfico era expedito.
Los tacones que calzaba repiqueteaban, haciendo un pequeño eco al final del pasillo. Tras la puerta doble a la que me acercaba, estaban las oficinas de los especialistas y la del director del centro. La ajustada falda oscura que vestía, me permitía un ritmo de pasos cortos, pero constantes. Metí un poco más la blusa marfil en la cintura de la primera prenda, esperando mantener la apariencia de pulcritud y perfección que buscaba. Para algunos podía parecer demasiado conservadora. Para mí, era el aspecto adecuado para la labor que desempeñaba.
Empujé las puertas dobles y avancé directamente a la oficina de Robert Hayman. Hoy comenzaba con un nuevo caso y me sentía emocionada. No, mucho más que emocionada, sólo esperaba que no se tratara de una nueva adicción solucionable en cinco sesiones. No es que no me sintiese satisfecha cuando podía ayudar a alguien a equilibrar su vida, pero hasta en un trabajo como el mío era necesario un reto.
Me puse en pie frente a la puerta y acomodé mi cabello, asegurándome de que se encontrase en su lugar. Respiré profundamente y toqué la puerta.
—Adelante —escuché y obedecí.
—Buenas tardes doctor Hayman —dije cerrando la puerta. Observé al hombre de cabello ligeramente cano y con algo más de cincuenta años—, perdón por el retraso.
—No te preocupes, entiendo que el tráfico en Los Ángeles es una pesadilla —aceptó mi disculpa—. Siéntate —me pidió.
Yo sólo quería comenzar con mi nuevo paciente, pero de todos modos me senté.
—Hoy empiezo un nuevo caso ¿no? —quise avanzar. El doctor Hayman me miró.
—Tienes que trabajar esa paciencia —respondió, marcando una sonrisa paternal. No me gustan las sonrisas paternales. No me gusta la condescendencia.
Sonreí. Él extendió sobre su escritorio tres expedientes.
—Sé que llevas tiempo pidiéndome un caso que te exija más —comenzó a decir. Noté como se me aceleraba ligeramente el corazón ante la expectación—. Aquí, en estos tres expedientes, hay  dos ‘lunas de miel’ y una ‘ruina’.
El doctor, con ambos codos sobre el escritorio, apoyó la barbilla en sus manos unidas, esperando por mi reacción.
—¿Tengo que escoger? —pregunté, filtrando algo de entusiasmo en el tono de mi voz.
Él sonrió con aprobación. Y yo noté mi excitación, escondida bajo la pulcra apariencia que vestía. Quizás en mi mente también había algo que tratar.
Extendí la mano sobre el expediente del centro. Él había dicho, dos ‘lunas de miel’, el modo coloquial con el que nos referíamos a la segunda etapa de una adicción. Esa parte en la que el enfermo aún se siente enamorado y tocando el cielo con su nuevo estado. Normalmente, un paciente en esta etapa venía aquí para mejorar pronto con un tratamiento más intenso. Pero el doctor Hayman también había hablado de una ‘ruina’, la cuarta etapa, y yo no podía evitar la agitación ante la posibilidad de atender una. Sería la primera y me moría de ganas de trabajar en ella.
Moví mi mano ligeramente a la derecha. Era el movimiento lógico y supuse que él también lo pensaría, así que escogí el de la izquierda. Lo arrastré acercándolo a mí.
—Bien —dijo, recogiendo las dos carpetas restantes, para meterlas luego en un cajón de su escritorio.
Abrí el expediente con rapidez y leí; “estado de adicción: cuarta etapa”. Noté como el corazón me daba un salto en el pecho, lo contuve con la misma correa con la que ataba todas mis emociones. Me puse en pie.
—¿Lo aceptas? —preguntó con disimulo.
—Desde luego —respondí, buscando no parecer desesperada, aunque ahora mismo deseaba saltar de gusto.
—Estudia el caso y si tienes alguna duda me la comunicas, si no es así, habla con Amanda para el primer contacto con el paciente —me pidió, con el mismo tono amable y condescendiente de siempre.
—Lo haré. Gracias.
—Seele —me habló y me giré desde la puerta para mirarlo, él me observó por encima de los cristales de sus lentes— ¿No creo que necesite recordarte la privacidad de nuestros pacientes? —negué con un gesto ¿A qué venía eso?— Bien… si tienes problemas, búscame.
—Sí. Gracias.
Salí de ahí con el expediente en la mano. La oficina de la encargada de enfermería estaba al final del pasillo.
—Hola Amanda —le dije en cuanto llegué. Ella era una mujer menuda, muy alegre y de unos treinta y tantos años.
—Doctora Lausen —me sonrió ella—, ¿va con algún paciente?
—No, no aún, pero quería que me dieras la planificación diaria de… —le extendí el expediente, para que ella revisara el nombre.
—Claro —respondió, comenzando a buscar en su computador—. ¿Quiere que se la imprima o se la envió por correo electrónico?
—Un correo estará bien.
—Ahora mismo el paciente está en su hora de paseo —me contó a modo de observación. Yo no respondí— Listo, enviado.
—Gracias Amanda.
Caminé hasta la puerta de mi oficina y entré. Tras el escritorio había una ventana que daba a un jardín interno del centro, iluminando el lugar. Abrí el expediente sin siquiera sentarme, y me mordí el labio ante la expectativa del caso. Comencé a leer.
Trastorno de adicción de nivel cuatro. Descripción: el paciente muestra un estado de ánimo negativo y  propenso a la insatisfacción. Indicios de paranoias. No existen intentos de suicidio registrados. Dos intentos fallidos de rehabilitación. El paciente se encuentra, legalmente, bajo la tutela de un familiar.
—O sea que es tu tercer intento —hablé con mi paciente ausente—. Leamos tus adicciones.
Excesos con el alcohol, antidepresivos, tranquilizantes, estimulantes.
Se recomienda terapia grupal e individual. No tiene autorizada la comunicación con el exterior de forma autónoma. Tiene asignada una medicación preventiva, además de pequeñas dosis de tranquilizantes para nivelar su estado.
Recién en ese momento me senté, buscando en mi bolso la caja con mis cigarrillos. Hablando de adicciones. Encendí uno y continué mirando el expediente. Encontré los dos centros anteriores en los que había estado. La primera vez de forma externa. La segunda en internamiento por un mes.
Aspiré el humo lentamente, mientras se encendía mi computador, abriendo luego el correo que me había enviado Amanda. La planificación de mi paciente decía que dentro de media hora tenía terapia de grupo. Una provisional, hasta que yo lo evaluara. Tomé el teléfono y marqué un número interno.
—Amanda —dije, cuando ella respondió—, ¿podrías pedir que me lleven al paciente a la sala de terapia individual?
—¿En la hora de terapia grupal? —preguntó ella, con justa razón.
—Sí.
—Ya está en la agenda —contestó con diligencia y hasta pude imaginarme su sonrisa.
Me puse en pie y miré por la ventana. Aún quedaban varias horas de sol y los árboles se mecían por la brisa. Algunos de los pacientes paseaban por el parque que se había habilitado en aquel jardín. Algunos leían. Otros simplemente se sentaban, justo como hacía un joven en una de las banquetas de hierro forjado que había. Tenía ambas piernas subidas al asiento y parecía tranquilo. No debía de extrañarme ver gente joven en el centro, muchos de nuestros pacientes no superaban los treinta años.
Me llevé el cigarrillo a los labios y aspiré el humo. En ese momento el joven alzó la mirada, como si supiera que lo observaba. Sus ojos estaban fijos en mí.
Me retiré de la ventana lentamente, con una duda que necesitaba satisfacer. Rebusqué en el expediente, encontrando una foto de mi paciente.
—Así que ese es usted, señor Kaulitz.
Dejé el expediente y regresé a la ventana. El joven ya no estaba.
Continuará…
N/A
Aquí les dejo el primer capítulo de esta historia. Vamos poco a poco situando a los personajes y ya iremos viendo cómo se desarrollan sus historias, y en qué punto se van uniendo.
Muchas gracias por leer.
Siempre en amor.
Anyara

2 comentarios:

  1. ¿Te he dicho, primeramente, que me encanta cómo escribes? Pues ya qué, siempre te lo diré porque es inevitable no resaltar ese punto. Me encanta, me encanta.
    Y se nota que la trama es muy interesante, yéndonos por el otro lado, tan llena de misterios e intriga que ya querré saber qué sucede con el paciente Kaulitz en relidad. Y bueno, porqué no decir que ya espero esos acercamientos más que nada con la chica y el paciente, sus tragedias y...
    Yo no sé mucho de estas cosas, aunque me gusté, así que tú me darás otro motivo para seguir sabiendo más acerca del tema, estudiarlo y aprender algo más al día.
    Porque me ha parecido que el tema te envuelve y sugiere mucha seriedad al respecto.
    Eres de lo mejor, Any, siempre quise comentarte pero cuando la página THF.es estaba en condiciones, yo estaba en medio de exámenes, tareas y lo que prosigue; sin embargo, en vacaciones, al fin pude leer, más ahora que sé que tienes tu propio blog y lo haré con mayor tranquilidad de saber que tendré mucho que seguir.
    Me encanta. Me iré a leer el siguiente capítulo porque la historia me ha gustado mucho y...Ojalá que sigas, porque no nos puedes dejar alma en vilo con tanta emoción.
    Un saludo, preciosa. Besitos y abrazo.
    Siempre en amor, como dices tú~
    Se te quiere <3 *--*

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    1. Encontrarme con una maravilla de comentario como este, me deja sin palabras. Muchas gracias por apreciar mi trabajo Katherine, pero por sobre todo, muchas gracias por el cariño que llena tus palabras.

      Cápsulas es un proyecto complejo. Intento contar, a través de una ficción, cosas que me imagino que serán parte de la vida de los chicos. Sus ilusiones y desilusiones. El intrincado mundo de la música. La intriga es la que mantiene el interés en la historia, pero los pequeños detalles que la rodean también son importantes.

      Un beso enorme mi niña. Muchas gracias por tu compañía y apoyo. ♥

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