martes, 26 de febrero de 2013

Cápsulas de Oro - Capítulo VII



Capítulo VII
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—No podemos seguir así Bill ¿En qué va a parar todo esto? —escuchaba a Tom, mientras yo quebraba en varios trozos la hoja que había arrancado de un árbol al pasar— ¿Hasta cuándo estarás sin hablarme?
Lo miré ¿Qué podía decirle?
A veces me gustaría tener un poco menos de consciencia. Ser como aquellas personas que viven sus vidas sin grandes dolores. Disculpándose a sí mismos. Promulgando sus derechos, por encima de los derechos de los demás. Personas sin capacidad de mirar atrás y ver las llagas que dejan con sus actos.
Pero a quién quería engañar. Lo que yo había hecho no se borraba con un poco de inconsciencia. Lo que yo había hecho estaba penado por las leyes humanas y divinas.
—La discográfica me está presionando, quieren resultados —hablaba Tom, con cierta angustia—. Dicen que hay fechas que cumplir. No les importa si las letras de las canciones las escribes tú, o el de la limpieza —hizo una pausa—… aún no me explico cómo pudiste firmar un contrato como ese…
Observé por la ventana. Sabía que mi hermano estaba pasándolo mal, pero había cosas que lo harían sufrir más.
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Me encontraba en el parque junto a Michael. El día estaba gris, y parecía que en cualquier momento caería una lluvia otoñal. Seele me había dicho que seguiríamos con las sesiones al aire libre, así que esperaba a que llegara. Michael reía y me enseñaba, a cierta distancia, como uno de los enfermeros, recogía los zapatos que se había quitado un paciente que ahora deambulaba descalzo por la hierba.
Me resultaba interesante hablar con Michael, a pesar de su disociación esporádica de la realidad. Él me ayudaba a comprender la locura, desde el prisma de un desequilibrado. Me hablaba de su padre y su propia locura.
—¿Es más locura la mía por no ser la suya? —me preguntó.
Desde luego era un punto de vista.
Era un tipo egoísta, no preguntaba nada sobre mí, y eso era lo que mantenía nuestra amistad.
—Bill, me gustas —me dijo, desde su lugar, sentado en el banco de aquel parque. Yo lo miré desde mi sitio sobre el respaldo.
—Gracias —le sonreí. No era la primera vez que Michael me lo decía.
—Tengo ganas de hacerte cosas sucias —continuó confesando.
—¿Ah, sí? —sonreí, ante su declaración tan visceral.
Parecía más ansioso de lo habitual. Lo que me llevó a preguntarme si no se las estaría arreglando para conseguir droga. No parecía mejorar demasiado. Yo mismo sentía como iba remitiendo mi propia adicción, aunque lentamente. No así, la razón de ella.
—Sí —casi suspiró—. Si quieres, por la noche, podemos escaparnos por ahí —me indicó un rincón del parque.
—¿Y cómo nos vamos a escapar con los carceleros que tenemos? —pregunté, divertido.
—Oh, Bill… —me habló con condescendencia— todo el mundo tiene un precio.
Sabía muy bien a lo que se refería.
—En eso tengo que darte la razón —acepté, observando a la distancia a Seele que se acercaba.
—¿Qué me dices entonces? —habló, aún más ansioso.
Puse mi mano sobre su hombro.
—Otro día, quizás —intenté calmarlo antes de ponerme de pie. Michael tomó mi mano.
—¿Eso significa que vendrás conmigo? —insistió.
Lo miré, sonreí, y retiré mi mano de la suya.
—Significa que ahora, no.
Para ese momento Seele ya había llegado junto a nosotros.
—Buenas tardes —saludó.
—Hola —respondí, para dirigirme luego a Michael—. Nos vemos más tarde.
Él me hizo un gesto mal humorado, se puso en pie y se marchó.
—¿Se ha molestado? —preguntó Seele, comenzando a caminar.
—Un poco —le sonreí. Ella me miró de reojo, con aquella curiosidad que le había notado más de una vez.
—Mmm… —dejó escapar un sonido reflexivo.
Ambos conservamos un extraño silencio, hasta que ella lo rompió con su habitual tono profesional.
—En nuestra última sesión hablamos de los tranquilizantes.
Aquí íbamos nuevamente. Una nueva conversación que debía de sortear. El problema es que cada vez tenía menos ganas de ocultar la verdad.
—¿No podemos hablar del tiempo? Mira, parece que quiere llover —dije, intentando parecer distraído. Ella me observó, deteniéndose. Yo lo hice también.
—Me parece que estás de muy buen humor —indagó. Me encogí de hombros.
—A veces tengo días buenos —acepté.
—¿Y que influye en esos días buenos? —preguntó, abrazando la libreta que traía contra su pecho.
Por un instante me quedé observando sus ojos. Recordé, como un flash, el modo dulce en que me había mirado aquella noche en medio de mi delirio. Irremediablemente la recordé a ella también.
Me giré y seguí caminando.
—¿No sabes qué influye? —insistió, avanzando junto a mí otra vez.
—Olvidar ciertas cosas —contesté, notando el peso de “esas cosas” en mis hombros.
—Los secretos —apuntó ella.
—Sí.
Nuevamente nos acompañó el silencio.
—¿Tienes un cigarrillo? —le pregunté. Notaba como la ansiedad comenzaba a molestarme.
—¿Hablarás conmigo? —quiso saber.
Medité un momento en las cosas que podría decirle. Muchas veces sentía miedo. Temía que la angustia me hiciera hablar más de la cuenta. Sacudí la cabeza en un gesto negativo ¿Despertaría algún día en otra vida?
—Te diré algunas cosas —acepté, notando la inquietud recorriéndome. Un cigarrillo me ayudaría a recuperar el control. Ese que no debía perder jamás.
—Bien —dijo, comenzando a buscar en el bolso que llevaba— ¿Nos detenemos?
—Claro.
Paramos en un banco que se encontraba junto a un árbol joven. Las hojas comenzaban a caer, desvistiéndolo muy lentamente. Me senté en el respaldo, como era habitual. Ella se mantuvo en pie frente a mí, entregándome un cigarrillo. Lo encendió.
Aspiré el humo, calmándome.
—¿Sabes cuántas veces puede cambiar el punto de vista de una persona a lo largo de su vida? —pregunté.
—Muchas.
—¿Cuántas veces lo has cambiado tú? —continué.
—Bill —su tono fue de reproche. La miré, y sonreí. Sabía que intentaba mantener el control de cada conversación que teníamos, pero yo no podía darme ese lujo.
—Yo lo he cambiado una —le dije, aún mirándola. Su aspecto de mujer centrada, organizada y  rígida, me invitaba a ponerla al límite.
¿Qué tan flexible podía ser en su criterio Seele Lausen?
—Cuando tenías diecisiete años —volvió a retomar la conversación anterior. Hoy me sentía más preparado para enfrentarlo.
—Sí —acepté, fumando un poco más.
—¿Quieres hablar de ello? —¿Cuántas veces me había formulado esa pregunta?
Contuve un momento el humo, y ella pareció contener la respiración. Lo solté lentamente, y Seele soltó el aire. Extendí mi mano con el cigarrillo hacia ella, ofreciéndole fumar.
—No —hizo un gesto con su cabeza. Continuó esperando por mi respuesta.
—Quiero hablar de ello, quiero contártelo todo —le dije. Su expresión se mantuvo intachable, pero sus ojos brillaron con entusiasmo. Se moría por desvelar mis miserias. No podía culparla—… pero no puedo.
Le entregué toda la sinceridad que podía. Sus ojos ardieron por la frustración.
—Creo que está de más que te repita nuestra charla sobre: para qué estoy aquí —me dijo.
Bajé la mirada y sacudí el cigarrillo, dejando que la ceniza adornara la hierba.
—Sé que quieres ayudarme, pero no puedes hacerlo —fumé nuevamente, ella esperó con paciencia a que el ritual del humo completara su proceso—. Sólo si retrocedieras el tiempo, podrías ayudarme —entonces me mofé de mis propias palabras— ¿Sabes qué es lo más terrible? —la miré fijamente.
—¿Qué?
Tragué con dificultad.
—Que probablemente volvería a… —me silencié, por un instante estuve a punto de confesarlo.
—¿A…? —insistió, presionándome como siempre hacía.
Miré el cigarrillo en mi mano, reprochándole que no estaba siendo el cómplice que necesitaba.
—Equivocarme… volvería a  equivocarme —acepté.
—Todos nos equivocamos Bill. Eso no debería dañarnos tanto como para entregarnos al descontrol de una adicción —aseveró ella.
Volví a mirarla.
—¿Quién dijo que no la controlo? —sonreí.
Seele liberó el aire en un pequeño, y disimulado, suspiro.
—Tú piensas que es así, piensas que lo controlas, pero eso es una ilusión —habló la profesional.
Noté una gota tibia cayendo en mi frente. La gravilla del camino ondeante del parque, comenzaba a mojarse.
—Llueve —murmuró—, deberíamos ir dentro.
—¿Podemos quedarnos? ¿Te importa mojarte? —pregunté.
Ella regresó la mirada hacia mí. Luego observó al enfermero que nos acompañaba y que buscaba refugio bajo un árbol.
—Eres estudiante ¿No? —la interrogué.
—Sí —arrugó levemente el ceño.
—Todo lo que hablamos lo revisa un psiquiatra titulado ¿Me equivoco?
—No.
—Así que todo lo que te cuente será visto por él —indagué.
—Todo lo que yo ponga en mi informe, sí —contestó, entendiendo de inmediato mi punto.
La lluvia, a pesar del árbol que nos cobijaba, comenzaba a humedecernos la ropa.
Nos mantuvimos en silencio, sin dejar de observarnos. El agua comenzaba a bañar su rostro, y su cabello férreamente peinado.
—¿Me hablaras de aquella chica? ¿Qué pasó con ella?—quiso saber.
—No quiero mentirte Seele, por eso prefiero no decírtelo —le aclaré.
—¿Qué te impide mentirme? Podrías hacerlo, sólo soy tu terapeuta. Más una molestia para ti que otra cosa —habló con determinación.
Sonreí con ironía. Seele me brindaba cierta seguridad. Saber que vendría, que intentaría indagar en mí, hambrienta, era algo que debía molestarme. Sin embargo veía autentica preocupación en ella. Su voz, aquella noche en medio de la confusión, había sido tranquilizadora.
—Estoy cansado de mentir.
La observé detenidamente. Algo advirtió ella en mis ojos, porque desvió la mirada. El parque comenzaba a quedarse vacio.
—¿Sabes por qué me gusta pasar tiempo con Michael? —pregunté.
—¿Por qué te parece atractivo? —se encogió de hombros. Me reí.
—No. Porque es lo suficientemente egoísta como para no interesarse por mi vida.
—¿Y prefieres eso?
—Sí.
—Lo siento, pero no puedo ofrecerte lo mismo que él.
—Es una lástima.
Ambos nos miramos en silencio. Predecíamos un algo que aún no comprendíamos.
—Tengo que presentar un informe de tu caso en unos días —me explicó—. Con tan pocos avances, lo más probable es que te asignen otro psiquiatra.
¿Me estaba poniendo sobre aviso?
—No quiero otro psiquiatra —le informé.
—No es una decisión que pueda tomar yo. Además, podría venirte bien, quizás le cuentes más cosas que a mí —habló resignada.
¿Ella se iba a resignar? La ansiedad parecía regresar.
—Te contaré más cosas —le ofrecí—… unas pocas.
—Bill… —habló suavemente ¿Podía notar mi inquietud?— no es la cantidad de cosas, es la importancia de ellas.
Bajé la mirada, la lluvia remitía.
—Ella viene en mis sueños —comencé a decirle—. Viene a recordarme que le hice daño.
—¿Quién es ella? —se acercó un poco más a mí.
Negué con un gesto. No le diría su nombre.
—¿Y cómo son tus sueños? —continuó.
—Horribles.
—¿Qué sueñas?
La miré. Tenía tantos deseos de gritar cada silaba de mi tortura, pero no podía. Hacerlo sería como dejar caer una pieza del dominó. Luego le seguirían todas las demás.
—Que le hago daño —mientras pronunciaba esas palabras, en mi mente, podía ver sus ojos vacios.
—¿Cómo? —Seele insistía, y su voz tiraba de mí como si fuese mi consciencia.
Tantas veces me había formulado esa misma pregunta ¿Cómo?
Cómo, en mi mundo perfecto, había dejado que  todo se me escurriera por entre los dedos. Me miré las manos, y casi pude ver el oro líquido escapándose. Todo, hasta en ese momento había sido dorado, brillante para mis ojos.
—¿Cómo? Bill —su voz tenaz, con aquella pregunta retórica oprimiéndome el pecho— Bill.
Solté el aire, exhausto.
—A veces quisiera perderme en un abismo de silencio —dije, pensando en lo maravillosa que debía de ser la nada.
—No puedes seguir escapando —sentenció.
La miré y negué. Nunca había escapado, había creado una cárcel a mi alrededor ¿Y si el único barrote suelto era Seele? Me había acostumbrado tanto a la prisión.
—¿Puedo confiar en ti? —le pregunté.
—Claro, soy tu…
—No —negué, categórico. Notando como la realidad me oprimía la tráquea lentamente, como tantas veces había hecho, obligándome a callar— ¿Puedo confiar en Seele?
La miré, derrotado. Esperé para ver la respuesta en su mirada. No me importaba oírla. Necesitaba sentirla.
—Sí puedes —confirmó.
Sus ojos parecieron decirme que era cierto.
Y ante ese barrote suelto, me sentí más prisionero aún. Fui consciente de la miseria en la que me encontraba y de la imposibilidad de decirle lo que había hecho.
Suspiré vencido.
—¿Sabes? Yo amaba la música —comencé a hablar. Sólo hablar. Rodeando deliberadamente lo que no podía decir, pero queriendo decir más de lo que debería—. Amaba escribir letras a las que Tom le ponía melodía con unas cuantas notas de guitarra. Pero ahora quisiera asomarme y mirar otra vida.
—¿Lejos de la música? —preguntó
—No —me apresura a negar—. Una vida llena de música…
—Entonces, amas aún la música —aseguró.
—Sí —asentí, deseando sonreír, pero sin poder hacerlo—… pero dedicarse a ella, no es sólo hacer música. Éste mundo es sucio, beligerante… ruin… pero brilla como el oro, y no siempre aprendes a tiempo que no puedes mirar demasiado ese destello. En éste mundo si te encandilas, tropiezas. A veces te sostiene alguien a quien podrías llamar ángel. A veces el Diablo.
—¿Has tropezado?
—Una vez.
—¿Con ella?
—A causa de ella.
Se abrió una pausa. Ambos nos miramos sabiendo la pregunta y la respuesta que le seguiría. Seele decidió que necesitaba oírla.
—¿Quién te sostuvo?
—El Diablo.
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Continuará.
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Aquí va otro capítulo. Hacer los diálogos se me hace complicado, más que por lo que se dice, por lo que no se cuenta. Espero que sea de su gusto.
Besos

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