Capítulo VIII
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“El Diablo”
Veía aquel concepto escrito en mi libreta de notas.
Remarcaba mi propia caligrafía, recorriendo cada curva, sin poder quitar de mi
cabeza la sensación de absurdo. Muchas veces las personas recurrían a figuras
abstractas para justificar sus problemas, sus debilidades y sus faltas. Pero lo
que me inquietaba no era eso, me sentía completamente deshecha porque le creía.
Y en este punto mi raciocinio, mi capacidad intelectual de separar lo correcto,
estaba peleándose el puesto de liderazgo con mis sentimientos.
Eché la cabeza atrás y miré el techo blanco de mi habitación.
—¡Ya! Tengo que ser analítica —me reprendí, pero
inmediatamente pensé: ¿Por qué ser analítica significa no ser sentimental?
Resoplé, cansada de mis propias contradicciones.
Me había dedicado a una ciencia que estudiaba la mente humana,
por tanto debía aceptar que todo lo que el ser humano hacía, estaba relacionado
con su mente.
Muchas veces había mirado aquel concepto. Lo había girado y
observado desde todos los ángulos que me era posible encontrar. Y aún me
resultaba demasiado rígido. Las personas somos más que sólo pensamientos. O
quizás nuestros pensamientos son más que simples conexiones neurológicas.
Y llegados a ese punto, era dónde toda ciencia dejaba de servirme
y sólo me quedaba el esoterismo. Esa otra forma de ver la ciencia, abandonada a
través de la historia como poco fiable.
Volví a delinear las palabras en mi libreta. Esta vez las
letras destinatarias de mis mimos, eran las que formaban su nombre.
Bill.
Un nombre tan corto, para un ser tan complejo.
Aún recordaba su forma de mirarme cuando mencionó aquel
tropiezo. Había algo en el ser humano que todos conocíamos como intuición. Una
capacidad poco explorada, y a la que debíamos escuchar un poco más.
Comencé a escribir mi informe.
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—¿Qué más puedes contarme de ese año? —me dirigí a Bill, que
se encontraba sentado en un sillón, fumando un cigarrillo que le había dado.
Parecía tranquilo, casi podría decir que resignado.
—Comenzamos ese año con más fechas que días tenía la semana
—empezó a explicarme.
El cristal de la ventana estaba cubierto por gotas de
lluvia. Últimamente llovía más de lo habitual y la sesión la estábamos
realizando en el interior.
—¿Eso fue posterior al ‘hecho’? —pregunté. Ambos habíamos
decidido avanzar, rodeando el momento que ‘Ella’ había protagonizado.
—Anterior.
—¿Te sentías molesto por ello?
—No. Adoraba todo lo que hacíamos —confesó, dibujando una
sonrisa que no llegó a iluminarlo.
—¿Qué edad tenías entonces? —iba apuntando cada detalle que
me daba.
—Dieciséis…
—Cuéntame cómo era tu vida entonces, qué recuerdas —pedí,
mirando detenidamente el modo en que sus mejillas se hundían al aspirar el humo
de su cigarrillo.
Su postura era relajada. Debía reconocer que, al menos en
ese aspecto, parecíamos haber avanzado.
—Muchas personas, adrenalina, luces, emoción… fiestas —sus
palabras brotaron con fluidez, como si representaran el momento que recordaba—.
Todo sucedía muy rápido, pero la velocidad no importaba.
—¿Te agradaba esa vida?
—Se podría decir que sí…
—¿Se podría decir? —insistí.
Me miró. Una de esas miradas suyas que parecían tan serenas,
pero que dejaban entre ver el peligro en estado puro.
—Entonces, en ese momento, sí —contestó con calma.
—¿Qué cambió?
—Que crecí —se encogió de hombros, regresando su mirada a la
ventana.
—¿Podrías explicarte un poco más? —pedí.
Suspiró, antes de continuar.
—Por aquel tiempo aún vivíamos la maravilla de convertirnos
en artistas. Nos habían vendido la idea de que era un trabajo duro, y que aunque
tuviésemos que robarle horas al sueño, valdría la pena —me sorprendió lo mucho
que estaba hablando—. Pero eso ya lo sabíamos, el problema no estaba ahí…
Esperé un momento a que retomara su diálogo. Insistí cuando
no lo hizo.
—¿Cuál era el problema?
Me miró, y volvió a hablar sin dejar de observarme.
—De pronto, sin darnos cuenta, estábamos rodeados de
extraños —su mirada se hacía cada vez más intensa y oscura—. Personas que se
suponía que nos ayudaban. No dejaban de ser extraños, pero parecían nuestros amigos…
y por mucho que pretendas conocer la vida con dieciséis años… no sabes nada.
Me quedé observándolo, completamente impactada por la
fuerza, la claridad y la veracidad de sus palabras. Cuando comienzas a creer lo
que te dice un paciente de cuarta etapa, es momento de delegar el caso. O
quizás, darle el alta. Pero aún había tanto por dilucidar en él.
—Entiendo —quise indagar un poco más— ¿Te engañaron?
Bill sonrió con cierta ironía.
—Según la letra pequeña, no.
—¿Lo notaste todo por medio de ‘ese’ hecho?
Arrugó un poco el ceño. Se sentía molesto.
—¿Podemos dejar el tema por hoy? —preguntó, apagando el
cigarrillo.
Una parte de mí deseaba continuar explorando. Investigar en
el fondo de lo que Bill resguardaba a capa y espada. Pero la parte más centrada
y analítica me decía que debía esperar.
Habíamos avanzado.
—Desde luego —marqué un inciso en mis notas— ¿Cómo te
sientes en lo referente a tu adicción? —pregunté. Tenía que evaluar esa parte.
—¿Quieres saber si me desespero por una pastilla? —volvió a
mirarme fijamente. Él también me evaluaba. Siempre me evaluaba.
—Sí, justamente eso —me atreví a romper ligeramente el
diálogo profesional.
Él sonrió. Fue una de esas sonrisas cargadas de travesura,
como la que le había visto junto a Michael en el parque.
—Lo llevo mejor —aceptó—. Los cigarrillos ayudan mucho.
Aquella declaración me pareció un sosegado intento de
agradecimiento. Por un instante me sorprendí deseando pasar horas en su
compañía, hablando de temas importantes; o de cualquier cosa.
—¿Alguna vez te has sentido perdido por las drogas?
—pregunté.
—Que incisiva —dijo, pero no vi muestras de malestar.
—Gracias —acepté sus palabras como un cumplido. Estaba
aprendiendo a interpretar sus gestos, sonidos y silencios.
Bill suspiró, y dejó descansar su espalda en el sillón. Se
ponía cómodo.
—Cuando comienzas, crees que podrás controlarlo, de hecho he
podido hacerlo —me miró intensamente—…aunque tú digas que no —me silencié sin refutar
sus palabras—. Controlas la adicción, pero no sus consecuencias. De alguna
manera comienzas a perderlo casi todo.
Dicho esto se hundió en un profundo mutismo.
—Has sido muy exitoso ¿Qué has perdido? —quise saber. Él se
encogió de hombros, como si se resignara a continuar hablando.
—Bueno… lo primero que pierdes es tu
estomago, las pastillas no son una buena dieta —habló con ironía—. Luego
comprendes que te gastas más dinero que en cigarrillos… pierdes a tus amigos,
tus enemigos… y a ti mismo.
—Y si sabes todo eso ¿Por qué no te
detienes? —sabía la respuesta a estas preguntas, pero ¿las sabía él?
—¿Nunca has tenido una adicción, Seele
Lausen? —me preguntó.
—¿Usas mi apellido para escudarte, Bill
Kaulitz? —lo afronté, evitando la pregunta.
Él sonrió abiertamente, de ese modo tan
dulce y sincero que le había descubierto.
—Siempre hay que tener una forma de
mantener la distancia —aceptó.
—Me parece bien.
—¿Pero no me has respondido? —insistió.
Lo miré con calma. Hoy estaba más relajado,
y parecía estarme contagiando.
—Cuando salgas de aquí hablaremos de mi
vida —le ofrecí.
—Te lo cobraré.
—Siempre cumplo mis promesas.
—¿Eres una persona fiel?
Sonreí, comprendiendo que buscaba
distraerme.
—Lo soy, sí. Ahora retomemos los
papeles.
Bill suspiró, subiendo un pie al sillón
y abrazando la pierna contra su cuerpo.
—Cuando sentías que te perdías a ti
mismo, ¿no pensaste en pedir ayuda? —pregunté.
—Nunca he sido un amante de la
misericordia —sus palabras fueron mordientes.
—¿A qué te refieres?
—¿No he sido claro? —preguntó.
—¿No crees en la ayuda de unas personas
a otras?
Se encogió de hombros, mostrando
desinterés.
—Creo que las personas no deben ser
cargas unas de otras. Todos debemos poder solucionar nuestros problemas… si no
lo hacemos… no somos aptos para vivir.
Sus palabras resultaban dolorosamente crueles.
—Pero tú has tenido problemas —lo
enfrenté.
—Sí.
—¿Eres apto para vivir? —luego de
plantear la pregunta, sentí que no debí haberla hecho.
—¿Suicidio? ¿A eso te refieres? —no
dejaba de mirarme. Había en sus ojos un despiadado instinto que había
despertado con mi pregunta ¿Sobrevivencia?
—Sí, a eso me refiero —acepté—. Muchos,
con menos de lo que te ha sucedido a ti, lo piensan.
Sabía que estaba en el límite de lo
establecido. Él no había hablado de suicidio, ¿era una idea que debía poner yo
en su cabeza? Sentí escalofrío ante la respuesta que mi consciencia me estaba
dando.
—La muerte es un lujo que no puedo
darme —se puso en pie con un movimiento rápido, como si intentara cortar el
diálogo. Por un momento pensé que debía hacerlo. Yo misma no me encontraba en
mis cabales.
¿Por qué me molestaban tanto sus
respuestas? Eso era algo que no debía responderme ahora.
—Creo que lo dejaremos hasta aquí
—concluí, poniéndome en pie también.
Él se había ido junto a la ventana y
observaba la lluvia.
—Las gotas de lluvia caen con fuerza y
se rompen contra el suelo —dijo. Me mantuve en silencio. Ahí estaba nuevamente
su fragilidad, esa que había colisionado abruptamente en mi interior con su cruel
modo de ver la vida— ¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó.
—Porque sufres una adicción —contesté,
con más severidad de la que debería.
Negó con un gesto, sus manos estaban
dentro de los bolsillos de su pantalón.
Entonces me miró, y me otorgó una visión que no llegaba a comprender; quizás
nunca lo haría. La lluvia chocaba, se rompía, contra el cristal. La luz
brillaba en diminutas luces sobre las gotas que ahí quedaban. Su cabello claro,
ya oscurecido en las raíces, caía por un costado de su cabeza y sus ojos
estaban cargados de un profundo sentimiento.
—No, estoy aquí porque me siento
cansado.
.
.
Me encontraba sentado sobre mi cama.
Ambas piernas cruzadas y la espalda contra la pared. En mis manos mantenía la
tablet que me habían permitido tener, gracias al ligero avance en mi terapia.
No había acceso a internet, ni a nada que los encargados del centro
consideraran inapropiado. Al menos podía escribir y perderme por horas en algún
juego catalogado de “no violento”. Suspiré y dejé a un lado el aparato. Cerré
los ojos, aunque no tenía sueño. Notaba la boca seca, el corazón ligeramente
acelerado. Sabía que la ansiedad estaba ahí. Me acechaba.
Las preguntas de Seele seguían dando
vueltas en mi cabeza, no quería reconocer que me había exaltado más de lo que
debería ante ellas. Pero me sentía muy agotado. A veces, simplemente, deseaba
desaparecer. No quería una muerte teatral, ni dramática. No quería que nadie se
enterara, ni siquiera, de que había existido. Quería borrar mi vida, mi actos…
mi huella. Quería borrarla a Ella.
Las luces se apagaron, lo noté a través
de los parpados cerrados. Pensé en la cantidad de horas que aún me faltaban
para que amaneciera, y respiré algo angustiado al imaginar que Ella viniese
otra vez. Quizás, si mantenía los ojos cerrados, no la vería. O quizás me
sentiría menos violento si lo hacía.
Un par de toques en la ventana me
asustaron, al punto de hacerme brincar en la cama. Miré en esa dirección, con
más miedo que curiosidad. Entonces vi a Michael.
Me sorprendí.
—¿Qué haces ahí? —le pregunté, en
cuanto abrí la ventana. El olor a la tierra humedecida por la lluvia entró
refrescando la habitación.
—Hola —me sonrió.
—¿Te has escapado? —pregunté, mirando
hacia mi puerta.
—Te dije que podía —contestó sonriendo.
Parecía extrañamente alegre—. Toma —me extendió la mano a través de los
barrotes.
Le acerqué la mía, y dejó caer en ella
dos pastillas.
—Trágatelas —me indicó— en cinco
minutos más, el enfermero que me custodia invitará al tuyo un café en la
maquina al final del pasillo.
Me sentí reavivado ante la ilusión de
libertad.
—Pero, ¿qué haremos? ¿A dónde iremos?
—le pregunté, aún con las pastillas en la mano.
Michael sonrió.
—Déjame la diversión a mí —me dijo.
En ese momento, escuché dos golpes en
la puerta.
—Ahí está la señal —me avisó.
Encerré las pastillas en mi mano, y las
apreté.
.
Continuará.
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Ufff…
como ha costado este capítulo. Ha sido muy intenso. Espero que lo disfrutaran,
y que me cuenten lo que opinan.
Besos.
Siempre
en amor.
Anyara.
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