Capítulo IX
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La pastilla recorrió mi garganta con dificultad, mientras
metía la otra en el bolsillo de mi pantalón. Tomé una chaqueta de encima de una
silla, y puse la mano en el pomo de la puerta. Sentía el corazón agitado, el
miedo mezclándose con el deseo, creando una sensación desbordante.
Abrí la puerta sin problema. Me asomé con cautela, notando
que el pasillo estaba desocupado. Un siseo a mi izquierda llamó mi atención.
Michael me hacía señas desde el final del corredor. Comencé a caminar con calma,
para terminar el trayecto con una carrera que mis zapatillas amortiguaron.
—Sigue corriendo —me indicó, en cuanto llegué junto a él.
De ese modo atravesamos el resto del pasillo y salimos por
una puerta lateral que daba al parque. A esa hora el lugar estaba completamente
vacío.
Nos resguardamos en la penumbra que se generaba bajo un
árbol.
—¿Y ahora? —pregunté, notando como mi cuerpo y mi mente se
iban revigorizando.
Michael sonrió, sus ojos claros me dejaron ver la diversión.
—Por acá —indicó.
Con un par de pasos, nos encontramos recorriendo un estrecho
pasillo que se formaba entre un edificio desocupado, y la alta pared que
resguardaba el centro de la calle. Las enredaderas que crecían en aquel espacio,
cosquilleaban en mi rostro y cuello, dificultándome el paso.
Michael se detuvo en mitad de aquel corredor al aire libre.
—Sigue mis pasos —comenzó a indicarme—, luego te cuelgas y
te sueltas.
¿Escalaríamos el muro?
Mi pregunta encontró una respuesta inmediata. Michael
comenzó a subir, enganchando los pies en agujeros hechos en la pared.
No sabía cuánto tiempo tendría este centro en
funcionamiento, pero estaba claro que alguien había “abierto” un camino a la
libertad antes que nosotros.
Seguí los pasos de mi guía, con la mayor precisión posible.
La pastilla que me había tomado, comenzaba a darme cierto júbilo que me hacía
sonreír. Cuando llegué a la parte alta, me senté en el muro y visualicé el
suelo. La altura se acercaba a los dos metros y medio, así que era salvable.
Michael era la prueba de ello. Él observaba en todas direcciones, asegurándose
de que nadie nos viera.
Me colgué del muro y me solté. Michael me recibió, presionando
sus manos en mis hombros.
—Bien… ahora caminaremos como dos chicos normales —me
alentó—. Vamos.
Comenzamos a andar.
—¿A dónde iremos? —quise saber.
—A un club —sonrió—, mis amigos esperan ahí.
El lugar era un collage de luces, música y personas. Llevaba
poco tiempo fuera de la vida nocturna, así que no me costó sentirme cómodo en
ese ambiente. No me costó sentirme en la piel de los diecisiete años.
—Vamos por un trago —me dijo Michael, tirando despacio de mi
ropa.
Cruzamos por entre la gente que bailaba al compás insistente
de un sintetizador. Michael se detuvo en medio del mar de personas, y comenzó a
dar pequeños brincos. Me incitaba a que lo siguiera, pero no lo hice. Le sonreí
y lo empujé hacia la barra. Nos acercamos a pedir un trago.
Mientras esperábamos turno, yo miraba casi embelesado el
ambiente. Experimenté la emoción de un descubrimiento, quizás por la pastilla
que me había tomado, quizás por la pequeña dosis de euforia que me recorría.
Los colores parecían más brillantes, las personas más desinhibidas.
—¿Qué pedimos? —sentí el aliento de Michael en mi oído. Lo
miré, encontrándolo a muy poca distancia, pero no me preocupó.
—Algo con whisky —le sonreí.
En cuestión de minutos, tuvimos cada uno su vaso en la mano.
Nos acercamos al grupo de amigos de los que había hablado Michael.
—¿Puedes conseguir un cigarrillo? —le pregunté, después de
las presentaciones con el grupo.
—Claro —contestó, pidiéndole uno a sus amigos.
Aspiré la primera calada, y sentí un agradable bienestar
cuando el humo me recorrió la garganta. Las risas, el alcohol y la diversión
llenaban los rincones. Todo a mi alrededor proyectaba la libertad que conocía.
Una libertad efímera, pero necesaria.
—¿Te has tomado las pastillas? —preguntó Michael, sentado
junto a mí, acercándose debido al ruido.
—Sí —no le conté que me había tomado sólo una. Sabía que
sería suficiente para obtener el empuje necesario para escaparme.
—¿Quieres más? —hizo otra pregunta, parecía inquieto
¿Necesitaba más él?
—No —me miró. Se mantenía muy cerca.
—¿Estás seguro? —insistió. Su mirada delineó con rapidez la
forma de mi nariz, deteniéndose en mi boca. Yo acaricié la pastilla que
permanecía en el bolsillo de mi pantalón.
—Sí —aseguré.
No podía permitirme el descontrol. Las pastillas me servían
para deshacerme de lo que dolía, nada más.
—Bien —aceptó finalmente, desviando la mirada a otra zona
del club.
Uno de sus amigos le habló al oído, y luego tres de los
cinco que estaban con nosotros se fueron.
—¿Te gusta bailar? —me preguntó, girándose hacia mí en el
sofá.
—No.
—¿Cómo no te va a gustar? ¿No bailas en el escenario?
—continuó. Su voz iba sonando más inquieta.
—No exactamente —fumé un poco más. Michael no rebatió mi
respuesta.
Lo miré luego de un instante, él permanecía observándome. Su
intención estaba reflejaba en sus ojos. Me reí. Era tan egoísta, que no podía
ocultarlo.
—¿Por qué te ríes? —preguntó divertido. Su pierna se movía impacientemente
¿Cuántas pastillas se habría tomado?
—¿Por qué me miras? —inquirí, entretenido.
Después de todo, el interés que demostraba Michael por mí me
resultaba halagador.
Se acercó un poco más. Y su sonrisa se volvió maliciosa.
—Aún quiero hacerte cosas sucias —dijo, sonriendo como un
sátiro.
Yo solté una carcajada, mirando en otra dirección. Él
pareció ofenderse.
—Te saqué de ese encierro, me debes algo —concluyó.
—¿De verdad? —le coqueteé descaradamente. Me sentí poderoso.
No lo comprendí de inmediato, pero estaba remendando los
trozos desgarrados de mi autoestima.
—¿Me darás algo? —preguntó, con la misma ansiedad con la que
hablara antes de las pastillas.
—Quizás —jugué un poco más. Una extraña sensación me
retorció el estómago.
Él hizo un pequeño gesto con su boca, sin despegar la mirada
de la mía. Noté el desasosiego que le provocaba la cercanía, y el íntimo
pensamiento que ahora recorría su mente.
—¿Conocías este lugar? —preguntó, desviando la conversación.
Yo negué con un gesto— ¿Quieres que lo recorramos?
Me encogí de hombros.
—Me vendrá bien moverme un poco —acepté. El cuerpo comenzaba
a adormilárseme.
De ese modo nos perdimos del grupo, en medio de la gente que
había en aquel club. Michael saludo a un par de personas en el trayecto, con un
palmeo en el hombro y una sonrisa. Nadie parecía extrañarlo, así que supuse que
se escapaba con regularidad. Nos acercamos a un pasillo más estrecho y menos
concurrido. Probablemente el lugar al que miraba anteriormente. Algunas parejas
se pegaban a la pared, besándose. Otros hablaban, o bailaban.
—¿Nos quedaremos aquí? —pregunté. Volvió a mirar mis ojos
directamente. Era igual de alto que yo. Luego sonrió.
—¿Tienes algún plan para el resto de la noche? —quiso saber,
pujando por mi respuesta.
—Dijiste que no me preocupara, que tú te encargarías de la
diversión —le recordé.
Michael continuó sonriendo.
—Espera aquí —dijo, y se metió por el pasillo hasta alcanzar
a dos tipos que hablaban en un rincón.
La escena me resultó tan nueva como familiar. Nunca había
estado con Michael en un club, pero había hecho el mismo negocio que hacía él,
más de una vez.
—Ya tenemos provisiones —dijo, satisfecho, cuando llegó
hasta mí.
Golpeó mi hombro con
el suyo, indicándome que lo siguiera. Avanzamos hasta la barra y volvió a pedir
algo para beber. Removió la mano en su bolsillo y luego se metió algo a la
boca, bebiendo de su botella de agua. Sus ojos me miraron chispeantes. Sabía
que era imposible que la pastilla le hubiese hecho efecto ya, pero Michael estaba
convencido de lo contrario. Su mano volvió a su boca, y me sentí transportado a
otra mirada y otro instante de mi vida. Un flash, apenas un gesto de alguien en
mi pasado. Y de pronto su boca, empujando dentro de la mía una pastilla.
Me eché atrás, despegándome de Michael. Aquello no había
sido un beso, había sido un acto premeditado de posesión. Él me proveía de lo
que creía que necesitaba. Pensé en escupir la pastilla, mientras sus divertidos
ojos claros me observaban. Paladeé la píldora y noté el amargor en ella. La
música que retumbaba en mis oídos parecía arrastrarme al delirio de aquella
noche.
Le arrebaté la botella de agua a Michael y me bebí un trago
largo que arrastró el contenido de mi boca hasta mi estómago.
La sola idea me hizo un poco más libre. Dos pastillas serían
suficientes. Las aguantaría bien.
En cuestión de un momento, me sentí más despierto. Todo
brillaba más y se movía más rápido. El sonido de la música, y los cuerpos agitándose,
comenzaron a contagiarme. Sonreí, como no lo hacía desde hace mucho. Me dejé
llevar por el ritmo. Los colores comenzaron a llenar mi mente. Cerré los ojos y
los capturé junto con el batir precipitado de mi corazón, que retumbaba con la
misma fuerza que la música. De pronto me sentí transportado a un ritual. Me
sentí en medio de una danza desconocida y liberadora. Quise gritar, y grité. Mi
voz se consumió en medio de las demás voces, y el electrónico sonido que lo
llenaba todo. Bailaba o saltaba en medio de la gente, ya no lo sabía. Michael
se movía junto a mí. Yo me sentía desbocado. Abrí los ojos impulsado por mi
temor al descontrol. Michael continuaba moviéndose al ritmo de la música. Lo
toqué y le indiqué la zona en la que estaban sus amigos.
Comencé a abrirme paso por entre las personas, sin
preocuparme de si Michael me seguía o no. Llegué junto a los dos que quedaban. Estaban
enfrascados en una batalla de lenguas. Me dejé caer en el sofá. Notaba como me
temblaban las manos, además respiraba muy rápido.
—¿Qué te pasa? —Michael se dejó caer a mi lado.
—Me estoy agobiando —respondí con sinceridad.
—Relájate —habló con voz pastosa. Su mano se acomodó en mi
brazo, comenzando a apretar.
Me moví molesto. Eso sólo se lo permitía a Tom.
Michael arrugó el ceño exageradamente.
—Vete a la mierda —masculló entre dientes, y se puso en pie
con cierta dificultad.
La cabeza me daba vueltas y mi estómago comenzaba a pedir
comida. Me dejé caer atrás, apoyando la cabeza en el respaldo. Cerré los ojos.
Recordaba esta sensación. La adrenalina consumiéndome, las ganas de echar a
correr para derrocharla y el miedo a no saber dónde iría a parar.
La música comenzó a escucharse amortiguada, lejana. Parecía
como si me hubiese metido en una habitación aislada. El corazón que antes daba
brincos en mi pecho por las pastillas, ahora estaba calmado. Su piel rozó mi
piel. Sus piernas desnudas rodearon mi cadera. Su boca me besó. Abrí los ojos,
y la habitación era exacta a la que habíamos compartido. Me sentí dentro de
ella. Sus ojos me observaban con aquella fascinación animal, mezcla de deseo y
violencia. Mi corazón retomó el latido agitado, y el calor me incendió el
rostro. La abracé, y le besé la mejilla y el cuello. Extasiado. En ese momento
me encontré con algo, lo reconocí de inmediato. El pánico me vació el estómago
cuando vi mi cinturón rodeando su cuello, y sus ojos vanos observándome.
Salté sobre el asiento, y la música volvió a retumbar en mis
oídos y en mi pecho. Los amigos de Michael continuaban besándose en un rincón
del sofá. Me llevé la mano a la cabeza, me dolía ¿Qué pastilla sería la que me
había dado Michael?
—¿Qué hora es? —pregunté a una chica que había cerca.
—Las tres y veinte —dijo.
Sólo en ese momento comprendí que había perdido casi cinco
horas de mi vida sin darme cuenta. También conocía esta sensación.
Miré a Michael a mi alrededor, pero no lo encontré. Intenté
repasar mentalmente el camino que habíamos hecho desde el centro. Me pareció
que podría hacerlo solo.
Me sentí aliviado cuando el aire fresco de la noche me dio
en la cara. Comencé a caminar. El ritmo de mis pasos iba aumentando cada vez
más. Mi corazón seguía latiendo precipitado, pero al caminar más rápido mi
sistema iba consumiendo lo que había tomado. Las calles estaban solitarias. La
oscuridad pincelaba las esquinas y los callejones. Yo llevaba las manos metidas
en los bolsillos de mi pantalón, y no me había percatado de lo encorvado de
caminaba, hasta que supe que la sentía a mi espalda. Ella me seguía.
Quise mirar atrás, pero el miedo que me invadió fue tan
enorme, que por poco me quedo paralizado.
¿Ya ni las pastillas me servían?
A mi mente llegó el incidente por el que Tom me había metido
en el centro. Supe que nada me ayudaba ya. Ni las pastillas, ni el alcohol.
Nada.
Comencé a correr, y el eco de mis pasos chocaba contra los
edificios.
Escuché mi nombre. Bill, Bill, Bill… y creo que me eché a
llorar. Sentí una mano sosteniéndome por el brazo, con fuerza. Era Michael.
—Tú estás loco —se quejó, jadeando.
Me aferré del brazo que me sostenía. Necesitaba un anclaje.
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Continuará.
.
Bueno… aquí estoy con
un capítulo más. Lo cierto es que Bill no puede escapar de Ella, su lucha es
algo que va más allá de una adicción. Hasta me atrevería a decir que la
adicción es el menor de sus males.
Espero que el
capítulo les haya gustado, a mí se me ha hecho complejo de escribir.
Besos, y gracias por
leer.
Siempre en amor.
Anyara
Yo lo leo,y pues lo que se me viene ahora es Feel it all !! mira por dónde y saliste adivina !!!
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