Cápsulas de Oro - Capítulo XXV

Capítulo XXV

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Se supone que el hogar es un sitio en el que sentirse protegido y confiado, un lugar en el que escoges lo que te rodea, buscas cosas que aporten algo a esa seguridad, a esa necesidad enorme de protección que nos persigue desde que nacemos. Cuando venimos al mundo lloramos para que otro ser humano más grande y fuerte que nosotros nos resguarde del peligro que significa vivir.  Mi habitación debía ser el lugar más seguro en el mundo, el espacio más íntimo y custodiado: mi refugio, pero nada de lo que había alrededor me daba esa sensación que mi mente buscaba con desesperación, porque era yo mismo mi mayor peligro; mi enemigo más voraz.

Miré las sombras que se formaban alrededor de la luz proveniente de una lámpara sobre la mesilla. Los claro oscuros descansaban sobre las paredes y los muebles, creando formas redondeadas y afiladas sin distinción. La parte racional de mi mente podía darles una forma más concreta y hasta un nombre pero la otra, esa parte que era capaz de ver más allá, veía a los fantasmas de mi vida; veía los múltiples demonios que habitaban dentro de mí con sonrisas delicadas y seductoras. Demonios que atraían a incautos y los convencían de entregarse en las manos del diablo. Uno de ellos, el más reciente, me sonreía sentado en el suelo justo a mi lado; era un demonio de ojos brillantes y sonrisa amplia, ese que había seducido a una chiquilla para que corriera la misma suerte que yo.

Cerré los ojos y alcé la botella sosteniéndola por el gollete para tragar el alcohol. Ya no me quemaba, no lo hacía después del tercer trago amargo. Ahora se deslizaba como agua por mi garganta y me daba un pobre instante de letargo.

Miré el teléfono sobre la mesilla junto a la lámpara, y pensé en llamar a Seele. Me eché a reír presa de la incoherencia, a lo mejor quería reclamarle algo, así como hacen los amantes despechados, durante una noche de juerga, abarrotados por el alcohol. Pero ni siquiera podía ponerme en pie. Las risas comenzaron a convertirse en carcajadas, me reía por lo absurdo de todo, por mis absurdos miedos, por el absurdo deseo de llamarla; por el absurdo alcohol que ni siquiera me ardía en la garganta. Arrojé la botella contra la pared pero esta fue a dar contra el cristal de la ventana, haciéndola estallar, lo que acrecentó aún más mis carcajadas. Quise ponerme en pie y noté dolor en la palma de la mano, me la miré y me pareció comprender que me había cortado. A pesar de eso volví a intentarlo y el dolor fue mayor.

—¡Bill! —escuché mi nombre, como un explosión, como una metralleta con mi nombre en las balas— ¡Bill! ¡Bill!

Era Tom que insistía en llamarme. Alcé la mano para que me viera, pensando en que quizás no me encontraba en aquel rincón tras la cama.

—¡¿Estás sangrando?! —preguntó. Sonaba alterado.

—¿Sangre? —repetí, mirando mi pecho y mi estómago, hasta que recordé el dolor en mi mano— Ah, sí…

—Mierda —lo escuché gruñir.

Me tomó por el antebrazo, manteniendo mi mano alzada y me levantó del suelo. Notaba el cuerpo pesado, las piernas lentas; los pensamientos erráticos. Miré a mi alrededor, encontrándome sólo con Tom, y sentí rabia por esa soledad. Mis demonios se escabullían ahora que él estaba aquí, me dejaban abandonado a mi suerte, permitían que cargara con los pecados de todos.

—¡Putos cobardes! —les grité— ¡Ahora que está aquí el gemelo bueno, todos se esconden!

—¿A quién le gritas? —preguntó, sentándome sobre la cama.

—¡A todos!... a todos… —indiqué el espacio vacío.

—Mantén la mano en alto —ordenó, hurgando con los dedos en la herida.

—¡Ahh! —me quejé y tiré de mi brazo.

—Quédate quieto —continuó ordenándome—, tienes un cristal.

—Un crist… ¿Cómo... —intenté pensar, pero las ideas fluían lentas y sin coherencia.

—¿Cómo? ¿Me lo preguntas? ¡¿Has visto la puerta al jardín?! —Tom estaba exaltado— ¿En qué estabas pensando?

—El alcohol ya no me quema —logré recordar—… ¡Ahh! —me quejé.

—Ya está, creo que no tienes más —dijo.

Lo miré y la tristeza me inundó, fue tan profunda y pesada que quise contarle todo, vaciarme de mentiras. Noté como comenzaba a temblarme el mentón al intentar contener la desesperación tan abrumadora que sentía. Era mi hermano, mi gemelo… yo mismo. Al pensar en ello las lágrimas me quemaron los ojos.

—Tom —le hablé. Él dejó de mirar mi mano y me miró a los ojos. Por un momento nos mantuvimos así, silenciosos. Uno buscando en los pensamientos del otro ¿Por qué nos habíamos alejado tanto? ¿Cómo habíamos roto ese vínculo primordial que nos convertía en un complemento?

—Cuéntamelo —me pidió. Noté como el corazón se me estrujaba en el pecho. Su voz sonaba tan absoluta y clara, como si supiera todo de mí, como si no necesitara mi confesión. Pero la necesitaba.

¿Y si se lo contaba?

Quizás al decirle lo más terrible que había hecho, descansaría. Casi podía notar el aire fresco peleándose por hacer a un lado el rancio que estaba acostumbrado a respirar.

—Tom —repetí su nombre. Buscaba el valor necesario para comenzar. Buscaba la seguridad de que no vería en sus ojos la desesperación. No, no temía a que Tom me rechazara o despreciara, sabía bien que su amor por mí era infinito… y ese era mi miedo real.

Bajé la mirada.

Quizás por eso se lo había contado a Seele, sabía que ella me cuestionaría, que no antepondría su bienestar por sobre el mío.

—Bill… —insistió Tom, oprimiendo levemente mi mano herida para llamar mi atención. Tiré de ella para que me soltara.

—Quiero dormir —le dije, echándome sobre la cama, sin volver a mirarlo.

Un instante de silencio nos envolvió y a mí me pesó como si fuesen kilos y kilos de piedras amontonándose sobre mi pecho. Pensé en llorar para aligerar ese peso, pero no tenía lágrimas. No tenía nada.

—No debiste salir de ese centro —su voz sonó triste. Habría hecho cualquier cosa por quitarle la tristeza.

—No, no debí —acepté.

Tom suspiró.

—Voy por algo para limpiar esa herida —dijo, resignado.

Me quedé solo. Aún me sentía mareado, pero ya no tan confuso. Esa era la maldición de beber, una vez que tu cuerpo se acostumbra al alcohol éste dejaba de ser un escape.

Giré la cabeza y vi mi teléfono sobre la mesilla. Podía alcanzarlo si quería. Podía llamar a Seele y apaciguarme por unos minutos escuchando su voz.

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Estacioné el coche cerca de la cafetería en la que nos habíamos citado Tom Kaulitz y yo. Su llamada había sido, cuánto menos, aclaratoria.

 “Tenemos problemas” Había sido su saludo.

Mentiría si dijera que me había pillado desprevenida, de hecho, sabía que los problemas se habían tardado demasiado en surgir. Bill parecía ser un experto en ocultar lo que bullía en su interior. No me explicaba cómo no había estallado antes.

El sitio no estaba lleno, así que encontrar a aquel chico, arrinconado en una mesa, no había sido tarea difícil. Su gesto al saludarme distaba mucho de ser el amable apretón de manos que nos habíamos dado la primera vez que nos vimos. Eso me dio una ligera idea del juicio que se estaba haciendo de mí.

—Buenas tardes —dije, al sentarme frente a él.

—Hola —su respuesta era tan aclaratoria como su llamada, se estaba ahorrando lo de “buenas”—¿Te pido algo? —preguntó, apuntando a su café.

—Un café —acepté.

Él lo pidió, y a pesar de las ganas que parecía tener de comenzar a hablar de Bill, no lo hacía. Esperó a que yo tomara la iniciativa.

—¿Cuál es el problema que tenemos? —pregunté, enfrentando la situación de lleno.

Tomó aire.

—Bill tuvo una crisis —comenzó. No me miraba a los ojos, se enfocaba en una papeleta de azúcar que tenía en la mano.

—Sabíamos que podía suceder —respondí. Inmediatamente me miró y en sus ojos pude ver el reproche severo.

—Ha roto una puerta de cristal, se ha herido en una mano y ha estado hablando con sus alucinaciones —fue escupiendo uno a uno los hechos, con la voz contenida y los ojos encendidos en cólera.

—¿Se ha hecho mucho daño? —quise saber. Me sentí invadida por el miedo, y ese miedo no estaría presente si yo estuviera segura de los pasos que estaba dando.

—¿Mucho daño? —repitió mis palabras— Claro que sí, es lo que viene haciendo desde hace años. No para de hacerse daño y yo lo metí en ese centro del que tú lo sacaste para evitar que continuara haciéndolo —me recriminó.

—Necesitábamos avances —me expliqué, conteniendo el deseo de replicar, recordándome que aquí era yo quien debía conservar la calma.

—Yo no veo avances.

—Los ha habido.

—¿Cuáles? ¿Dímelos?

—Es información confidencial.

Ambos nos silenciamos un momento. La rencilla crecía y nos enfrentaba como oponentes. Por un momento me sentí traspasada por la misma mirada inteligente y dramática de Bill, hasta encontrarme a punto de suspirar.

—Puedes decírmelo, soy su gemelo —dijo con un tono conciliador que me sonó a condescendencia mal disfrazada.

—No, no puedo, así seas su padre —respondí con el mismo tono conciliador, y quizás el mismo mal disfraz. Tom sonrió sin ganas.

—¿Y si hablo con tu jefe? —me amenazó. No pude evitar el nudo que se me formó en el estómago, el que inmediatamente se transformó en una llama de ira.

—Hazlo, si es lo que crees que debes hacer —tomé mi bolso, mostrando mi intención de retirarme.

—No lo entiendes, somos gemelos —insistió, como si aquella sola definición estuviese cargada de significado—. Las personas vendrán e irán, los problemas también, pero al final estaremos sólo nosotros. Bill lo sabe y aunque ahora lo haya olvidado, yo no lo hago.

Me sentí realmente pequeña ante la fuerza de su declaración. Había leído sobre la relación tan férrea que existía entre los gemelos, pero jamás imaginé que la unión se sintiese tan fuerte.

De todos modos no podía contarle nada a Tom. Bill había pasado los últimos años protegiendo a su gemelo de lo que él había hecho, real o imaginario.

—Él me ha pedido expresamente que no comparta nuestras sesiones con nadie, pero puedo asegurarte que está haciendo avances —quise calmarlo—. Sólo dame un poco más de tiempo —pedí. Esta vez por los tres.

Tom volvió a enfocar la mirada en la papeleta de azúcar que mantenía entre los dedos.

—Tú insistes con eso —habló, un poco más calmo—, pero yo lo veo cada vez peor. Bill necesita un muro de contención y ahora mismo no lo tiene ¿Cómo piensas proporcionárselo? —en ese momento volvió a mirarme a los ojos— Al menos en el centro estaba custodiado, cuidado.

—Las mejorías en estos casos, no son visibles de inmediato —busqué un poco más por esa calma que Tom necesitaba—. Bill es un chico inteligente, sabe el daño que se está causando y está buscando una salida —me observó atentamente, en silencio, evaluándome tal como hacía su gemelo.

A nuestro alrededor la vida continuaba. El sonido de los vasos de cristal, de las tazas de porcelana y de las personas hablando y riendo, contrastaba con nuestro hermético diálogo visual. Ambos nos encontrábamos tensos, con todos los puntos expuestos, francos al máximo posible.

—Dos semanas —sentenció—. Si en ese tiempo no veo cambios, lo volveré a internar y esta vez no habrá argumento que me haga sacarlo de ahí hasta que Bill sea capaz de sincerarse conmigo.

Quise preguntar cómo sabría si Bill era sincero y no lo engañaba, pero supe que el plazo que me estaba dando pendía de un hilo demasiado fino como para cuestionarlo.

—De acuerdo — acepté, terminando de ese modo nuestra conversación. Ahora tenía una sesión con Bill, y esperaba que fuese capaz de explicarme lo que había sucedido la noche anterior.

Si algo tenía claro, es que los problemas desde dentro se viven muy diferente a como los ven quiénes nos rodean. La realidad tiene más versiones de las que imaginamos. En este caso, Tom, al igual que los hombres encadenados en la caverna de la alegoría de Platón, veía las sombras proyectadas en la pared. A veces yo misma me sentía encadenada en aquella cueva y el único portador real del fuego era Bill, pero incluso él podía estar siendo cegado por la luz.

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Continuará.

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N/A:  Bueno, he aquí un nuevo capítulo. Sé que les ofrecí tenerlo antes, pero con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los plazos más largos son fructíferos. Este capítulo no existía en mi cabeza cuando terminé el anterior y me ha gustado mucho su influencia en la historia. Espero que les guste y que me dejen sus opiniones.

Un beso enorme.

Siempre en amor.

Anyara