miércoles, 2 de diciembre de 2015

Cápsulas de Oro / Capítulo XLVII


Capítulo XLVII
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—¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo? —me preguntó Seele, en cuanto salió del restaurante.
—¿Te molesta que esté aquí o que él me vea? —indiqué el interior del restaurante. Encontrarla ahí con ese tal Benjamín me había agriado la sangre.
—No me respondas con preguntas —me increpó. Estaba tensa y molesta
—Sólo quería esperarte, estar un poco más de tiempo contigo —le confesé la verdad sin adornos—, pero veo que estás ocupada —no pude evitar el sarcasmo.
—Esto es obsesivo, Bill —se quejó, mirando al suelo.
—Pero ya sabes que soy obsesivo —me defendí. Ella me miró fijamente, sin un solo gesto que la delatara. Por un momento me recordó a la mujer rígida y pulcra que encontré en las primeras sesiones—. Me iré, si es lo que quieres.
—Harías bien —aceptó. No era lo que me esperaba ¿En qué momento la había perdido? Esa misma mañana estábamos hablando de vivir juntos. El corazón se me comprimió en el pecho y el dolor se hizo tan intenso que tuve que calmarlo con la mano.
—Nunca fui blanco para ti —medité un momento.
—¿Qué? —preguntó, desorientada. En este instante deseaba tener ante mí a la Seele que no me conocía, a la que me consideraba sólo un enfermo al que curar. Anhelé ver en sus ojos la curiosidad por el misterio que yo representaba. Qué triste me parecía el comprender que los demás sólo aman el misterio en mí.
—Ya no importa —retrocedí un paso.
—Bill —a pesar de que intentaba retenerme, su voz era tan dolorosamente severa, que el sonido no me tocó el alma. Negué y le sonreí; era la sonrisa habitual, esa que se había convertido en la única que podía brindar: la que no brilla.
Me di la vuelta y me alejé. Atrás quedó mi nombre, nuevamente dicho y apagado antes de llegar a la última letra. No, Seele no quería detenerme, por mucho que me costara aceptarlo; ella sentía alivio al no tenerme cerca.
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Bill se fue, lo vi alejarse y perderse en la primera esquina. Debí alcanzarlo, debí sostener su brazo y esperar a que me mirase para pedirle que no se marchara; sin embargo, mis sentimientos estaban adormecidos, cansados.
—… de ese modo me acerqué a las drogas, ya sabe, primero empiezas por lo más cotidiano, la marihuana, el alcohol, hasta que ya no te hace nada —intenté centrarme en la chica que tenía frente a mí; una paciente de estado dos, con la que me había reunido un par de veces.
—¿Cuál fue tu primera droga fuerte? —seguí el protocolo de preguntas habitual. Se suponía que este sería un caso fácil; algo que no me complicaría mucho.
No podía evitar recordar a Bill, mientras la paciente iba respondiendo y yo tomaba notas. Se había metido las manos en los bolsillos y encorvado un poco la espalda al alejarse. Sabía que debía sentirme culpable o algo, pero no era así.
—Bien, creo que podemos dejarlo hasta aquí —dije a la chica.
Minutos después, caminaba por  uno de los amplios pasillos del centro y me detuve junto a una ventana que daba al parque interior. Deseaba volver a esas caminatas en las que Bill y yo éramos paciente y psiquiatra; esas en las que él me resultaba fascinante y las emociones que despertaba en mí no me dañaban. Quería volver a ese instante de inocencia en el que no sabes nada. Arrugué el ceño ante mi propia reflexión; era de las cosas más egoístas que había pensado, pero no me sentía generosa, además de no sentirme capaz de dar ni un paso fuera de la línea trazada de mi vida: trabajo, casa.
Por un momento, sólo por un segundo, deseé quitarme la ropa a girones y ser otra persona.
Cerré los ojos, calmando mi mente o quizás sólo adormeciéndola. Mi jornada había terminado, así que volvería a casa y sería nuevamente la chica adecuada que siempre me había sentido inclinada a ser. La sola idea me resultó tan vacía y carente; era como si hubiese despertado a otra yo, a una que arañaba la piel de la que había sido: ya no encajaba en mí misma.
Caminé hasta mi despacho y dejé mi bata, tomé mi bolso y salí del centro como si me persiguieran. Cuando estaba a pocos metros de mi coche y quité el seguro, experimenté la abrumadora sensación de estar siendo observada. Por un momento pensé en Bill y en que podría estar cerca. Me detuve y giré, buscándolo con la mirada sin encontrarlo. Subí al coche y salí del aparcamiento, encontrándome el semáforo en rojo en la primera esquina. Sentí la vibración de mi teléfono en el bolso y su melodía que apenas se oía. No pude evitar la ansiedad; pensé en que podía ser Bill y no sabía si quería responder, luego pensé en Benjamín a quien definitivamente no respondería. En ese momento se detuvo un coche junto al mío, su movimiento fue tan lento que llamó mi atención; al mirar al conductor me encontré con el rostro conocido de Michael; no pude reaccionar, no era un encuentro casual, lo presentía. Noté el nudo que se formó en mi estómago y la bilis subiendo por mi esófago ¿Me estaba espiando?
El teléfono volvió a sonar y busqué el aparato dentro del bolso, casi a tientas, sin poder quitar la mirada de Michael, que tampoco lo hacía de la mía.
—¿Si? —contesté con la voz cargada de sigilo. El silencio al otro lado fue absoluto.
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¿Cuándo es el momento para reconocer que se ha perdido la batalla? En mi caso una guerra completa. Me sentía tan confuso y cansado de cada paso que daba, de cada curva que tomaba mi vida y del callejón oscuro en el que me había sumido. Si había alguna moraleja que tomar de mi historia era la de no hacer caso a aquellos que te dicen que estás listo para correr cuando apenas has comenzado a gatear.
Mi teléfono sonó por tercera o cuarta vez en lo que iba de la tarde; sabía que era una nueva llamada de Luther, seguramente reclamándome por no estar en el sitio que debía. Lo ignoré, del mismo modo que había hecho antes y me dejé caer en un bordillo de la acera, con la botella que me venía acompañando durante las últimas calles, envuelta en papel. Bebí un trago largo que paré sólo cuando el alcohol me quemó la garganta que para este momento debía estar en carne viva. Parpadeé un par de veces y me enfoqué en el edificio de enfrente, puntualmente en la pequeña ventana que pertenecía al apartamento de Seele. Sentí congoja, rabia y añoranza, todo en un instante. La había perdido, lo sabía y una parte de mí comprendía que no era relevante, que mi vida era una ruina ya desde antes, así que no había nada que lamentar en realidad. Sin embargo, el pecho me dolía de un modo insoportable.
—¡No te alejes de mí ni un paso! —le grité a la luz de aquella ventana, que distaba de mí por demasiados metros para que mi voz la traspasara; o eso pensaba yo— No te atrevas a dejarme vacío de ilusiones —murmuré, sollozando ante la comprensión del artista que fluía cuando mi alma estaba rota—, no conjures palabras en contra del amor que te tengo; porque esto, mi amor, es lo más grande que he sentido —cuánto habría dado por tenerla frente a mí y decirle todo esto. Reí, porque estas palabras jamás serían compartidas; nunca las oiría quién las había puesto en mi mente—…al fin y al cabo qué somos si no sentimientos —terminé, alzando la botella hacia la ventana en señal de brindis.
Bajé la mirada sintiendo la presión de mis males y mis pecados. Por mucho que intentara recuperarme era imposible; cómo podía estar sufriendo por amor cuando los ojos de Ella estaban clavados en mi memoria. Su mirada apagada, gris, oscurecida por la muerte, me perseguía por mucho que la evadiera, por mucho whisky que bebiese y por mucho sexo que tuviera. Volví a alzar la mirada a su ventana; la luz seguía encendida, aunque había cambiado de intensidad. Lo más probable es que estuviese preparándose para dormir. La necesitaba, quería perderme en el calor de su piel hasta que mi mente no pudiese pensar en nada más. Seele era mi adicción, mi droga, la única que lograba que todo en mi interior encontrara un lugar. Metí las manos al bolsillo de mi pantalón y miré el paquete de pastillas que había conseguido hacía un par de horas en un callejón en mitad de la ciudad; sí, la ciudad hervía de sitios como ese: una peluquería, un bar, un callejón. Siempre encontrabas a alguien dispuesto a comerciar con un poco de libertad, aunque lo que tenía en la mano apenas era un caramelo. La volví a dejar en el bolsillo e intenté tomar aire profundamente con la idea de despejarme, pero aquello me mareó más. Me puse de pie y a pesar del vaivén de mi cabeza y mi estómago,  crucé la calle, mirando a ambos lados sólo cuando iba por la mitad. Una vez en la puerta, dejé la botella en el suelo, junto al portal y me quedé mirando el panel con los botones para llamar a cada apartamento. Vacilé un momento, intentando recordar el de Seele y me reí tontamente al comprender que después de horas intentando derribar mi temor de venir hasta aquí, el obstáculo real era recordar el número de su casa. Tendría que llamarla si quería entrar.
Me sorprendí al oír la melodía de mi teléfono ¿Sería vidente?, seguro era Luther nuevamente. Acerqué el dedo hasta uno de los botones del portero y vacilé a la hora de apretar. Me erguí muy recto al escuchar unos pasos provenientes del interior; una chica rubia salió, vestida para disfrutar de la noche.
—¿Vas a entrar? —preguntó, sosteniendo la puerta antes de que esta se cerrara.
—Sí —asentí y sonreí.
De ese modo entré al edificio. El alcohol comenzaba a remitir, dejando en su lugar un funesto dolor de cabeza. Por un momento pensé en volver por la botella que había dejado junto a la puerta, pero desistí. La escalera parecía tener escalones de goma espuma, cada paso que daba se sentía amortiguado y enorme. Al llegar a la segunda planta, di la vuelta y caminé hasta la tercera puerta que era la de Seele, lo recordaba porque ya había estado aquí. De pronto me sentí débil, no era capaz de alzar la mano para tocar; el recuerdo de su mirada severa de horas atrás no me permitía avanzar. Mi teléfono volvió a sonar y esta vez lo saqué con prisa del bolsillo para poder acallarlo y que ella no me escuchara. Me sentí absurdo, quizás porque el alcohol ya no me alentaba. Decidí salir de ahí lo más rápido posible ¿Cómo podía siquiera pensar en arrastrar a Seele a esta vida miserable?
—¿Bill? —la escuché tras de mí, justo cuando iba a girar hacia la escalera. No pude mirarla— Bill —insistió, ya segura de que era yo.
—Anda, entra y has de cuenta que no me has visto —le pedí, apenas girando la cabeza para que me escuchara.
Di un paso más hacia la escalera; el primero que das para alejarte siempre es el que más cuesta. Enseguida la escuché corriendo descalza tras de mí.
—Espera —pidió, tomando mi brazo. Cómo podía un toque tan delicado ser tan fuerte como para retenerme. La miré a los ojos, tenía la mirada cansada.
—No debería haber venido —declaré.
—¿Estás bien? —quiso saber— Tom me ha llamado esta tarde.
¿Era por eso que me había retenido? ¿Para calmar a mi hermano?
—Estoy bien —me removí; buscaba soltarme de su toque, pero a la vez no quería hacerlo. Me tambaleé ligeramente y la miré con miedo a que notara mi estado.
—Ven, por favor —pidió, tocándome con su otra mano, creando un enganche pequeño pero férreo, cuyo candado lo ponía su mirada suave. No, mi corazón no podía resistirse.
Para cuando me soltó la cadena ya estaba asida a mí. La seguí como el perro a su amo, ese ser al que idolatra, que adora por encima de todo: su mundo. En un resquicio de mi mente, atontada por la resaca, se gesto la pregunta ¿Cuándo me había enamorado?
La seguí hasta el interior y me alegré al comprobar que no me había equivocado notando que sólo había una luz baja en la estancia que olía a incienso y algo más que no me preocupé por definir.
—¿Quieres algo? ¿Un café? —preguntó. Su ofrecimiento era la clara señal de que ya sabía que había bebido.
—Café —pedí, siguiéndola con la mirada.
—Deberías llamar a tu hermano —dijo, con amabilidad, mientras encendía la cafetera—dile que estás aquí. Te puedes quedar, si quieres
—¿Quieres tú? —pregunté.
—Bill, lo que pasó… lo que yo —quiso avanzar hasta mí, pero se detuvo; no sabía cómo explicarse.
—No importa, Seele. No debí ir —acepté, haciendo un gesto de retroceso con el cuerpo.
—Quédate —pidió y el tono de su voz estaba matizado de ansiedad, un sentimiento que mi alma comprendió de inmediato.
Se quedó un momento mirándome a los ojos; parecía estar deliberando algo. Se acercó y se paró en puntas de pies para darme un beso. Fue sólo un toque de labios, ni siquiera fue húmedo, pero la presión y el tiempo que duró lo hicieron intenso y cargado de erotismo. La sostuve primero por la cintura, para luego hacerlo desde las costillas. Le abrí la boca con la lengua, con la misma angustia con la que un ahogado busca aire. La humedad de su interior, y un sabor que reconocí, me otorgaron un débil consuelo. Necesitaba aprisionar su cuerpo contra algo: el sofá, la mesa, la cama; cualquier cosa que me permitiera apretarla y sentir algo menos de desesperación. Finalmente di con una pared. Seele se quejó y soltó el aire, comenzando a tirar de mi ropa en respuesta a la excitación que compartíamos. Sus manos tiraban del cinturón y los botones de mi jeans; las mías bajaban su pijama y ropa interior, todo a la vez. Jadeé cuando metió la mano bajo mi ropa y se apoderó de mi sexo. Me apretó sin miramientos, extrañamente decidida y hasta podría decir que fuera de sí; mi mente no podía crear aún la relación.
—Quiero… quiero—murmuré contra su boca, sin poder terminar la frase. Su mano presionaba mi sexo tirando de él, de arriba abajo.
—Y yo —fue la respuesta. Me soltó y se giró quedando contra la pared. La comprensión de su propuesta me mareo más que el alcohol que había bebido. La toqué, comprobando el ángulo de su entrada y acomodé la punta de mi sexo en ella; para ese momento Seele y yo respirábamos agitados y ansiosos—. Hazlo, entra —eran dos palabras sueltas que dentro de este contexto se convertían en fuego.
Me empujé contra ella, sosteniéndola desde el vientre. La entrada fue áspera y algo dolorosa, la segunda embestida fue más suave. Me metí en ella como lo hace el remolino en el agua, abriéndola sin cortesía, hundiéndome para encontrar el fondo. Necesitaba sentirla mía; precisaba saber que el ansia era mutua. Entonces descubrí el olor que escondía el incienso: era hierba.
—¿Estás fumada? —pregunté entre siseos y jadeos, entre divertido y asombrado, entrando en ella con el ritmo del segundero de un reloj. Seele rió.
—Shhh —pidió, buscando mi cadera y enterrándome las uñas para pedir más intensidad.
Un ramalazo de excitación me recorrió y me sentí debilitado. La sostuve, abrazada por el vientre, y me moví un poco más atrás para poder inclinarla mejor. Había una dosis de pasión desgarrada en el modo en que nos comportábamos; era como si en lo profundo supiésemos que no habría más. La penetré y forcé hasta que el dolor y las fuerzas me lo permitieron. Seele gemía y jadeaba, aguantando la presión. Deslicé ambas manos hacia arriba, buscando sus pechos bajo la camiseta; los retuve con los pezones contra las palmas e intenté memorizar su tamaño y consistencia.
—Entra —me exigió y toda el ansia de poseerla que podía haber sentido hasta ese momento, se transformo en un potente deseo por satisfacerla. Quería escucharla gemir, quejarse y gritar, hasta que la voz se le consumiese; hasta que me pidiese que parara.
La embestí tres o cuatro veces más y salí de su interior. Seele se quejó y entre remilgos la senté en el sofá que tenía a pasos de la cama. Me arrodillé frente a ella y le alcé una pierna por encima de mi hombro, perdiéndome en su aroma y en sus fluidos. Lamí, besé y succioné su sexo; hundí mi lengua en ella y volví a succionar y luego a morder. Seele se retorcía y se arrastraba, inquieta, en el estrecho espacio. Escuché como sus jadeos se transformaban en gritos que ahogaba apretando los labios. No sabía si la volvería a tener después de hoy, así que la huella debía ser indeleble para ambos.
Mi nombre comenzó a flotar en el aire, dicho entre gemidos, entrecortado y roto. Seele comenzó a temblar y se mantuvo así unos cuantos segundos. Intentaba zafarse de mí con una mano, mientras la otra luchaba por retener mi boca contra su sexo. Las convulsiones de su cuerpo alcanzaron un punto máximo y se detuvieron, dejándola desvencijada sobre el sofá. Le di un beso en el vientre y me fui al baño; sentía la boca llena de ella.
Me miré en el espejo, tenía el cabello desordenado, los ojos demacrados y la boca brillante. Eché a correr el agua y me limpié. El dolor de cabeza se hacía más insistente, a medida que la lucidez llegaba del todo.
¿Qué nos pasaba? ¿Por qué era esta la única manera de comunicarnos? Sentía que nuestros lazos eran tan profundos y a la vez tan débiles; estaban hechos para un mundo distinto, quizás una realidad distinta; una en la que yo no fuese el que era.
—¿Quieres? —Seele estaba en la puerta, ofreciéndome del cigarrillo hechizo que tenía en la mano.
—No sabía que fumaras de esto —dije, recibiéndolo. Ella se quedó mirando el modo en que me llevaba el cigarrillo a los labios.
—Vaya médico que estoy hecha —miró al suelo y comprendí la dirección de sus palabras.
—Es sólo una calada, no me hará nada —se lo devolví, pero ella no hizo ademan de recibirlo.
—Tíralo —dijo, finalmente; y eso hice.
Avanzó hasta mí y sus índices se metieron por el borde de la cintura de mi pantalón, a la altura de la cadera y tiraron hacia abajo sin ningún problema. Se ayudó con el pie, hasta que estuve completamente desnudo ante ella. Le quité la camiseta y las bragas, que se había vuelto a poner. Cuando ya no hubo ropa de por medio, ambos buscamos el encuentro de un abrazo. Su cabeza descansó contra mi pecho y la mía sobre ésta. El espejo me enseñaba nuestro reflejo; era una imagen extraña, que mi mente rechazaba y mi alma anhelaba.
—A veces siento que tú eres lo único que me une por dentro —le confesé, antes de dejar un beso en su coronilla. Seele me miró como si quisiera decir algo que la desbordaba, pero no lo conseguía.
Tomó mi mano y me llevó hasta la cama.
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Michael tiró el cigarrillo y cruzó la calle para recoger la botella de whisky que había dentro de una bolsa de papel, al lado del portal. Desenroscó la tapa y cerró los ojos cuando su boca hizo contacto con la botella; se deleitó bebiendo del mismo origen que Bill y el licor le agrió el estómago cuando lo imaginó entre las piernas de ella. Había un morboso dolor en estar ahí, en esperar a que él se saliera del edificio y ver su rostro al hacerlo ¿Estaría feliz? ¿Estaría molesto? Se preguntó qué más debía hacer para que entendiese y finalmente llegara a su puerta del mismo modo que lo hacía a ésta. Bebió otro sorbo de alcohol y se quedó mirando el panel con los botones de llamada ¿Cuál sería el indicado? Se sentó en los escalones y escuchó el clac del metal de la pistola que llevaba en el bolsillo al caer; rió ante su torpeza, debía ser más precavido.
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Continuará.
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N/A
Nos vamos acercando al final de Cápsulas. Sé que me he tardado mucho con los capítulos, pero haré todo lo posible por seguir pronto.
Un beso y muchas gracias por leer y comentar.
Siempre en amor
Anyara

1 comentario:

  1. uf que capitulo, me quede pensando en que sucedió con Michael y Seele después de mirarse, pero tenerlo fuera de su depa y ella fumando "hierba" jajaja que bien sirve para el desestres, creo que me iré a fumar uno churrito quizá me ayude a hacer lo mismo que nuestra protagonista jajaja muy buen capitulo aun no deja su toque de suspenso todo sigue enmarañado

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