Capítulo L
He buscado por tantos caminos el matiz que le diera sentido a todo lo
que tengo dentro. Cada camino, como un laberinto, termina en un alto muro que
no me deja paso, pero aun así he insistido porque la fuerza de la vida que me
habita no me permite nada más.
.
Dejé escapar un nuevo suspiro, entre una calada y otra del último
cigarrillo que me quedaba. En algún momento debía dejarlo, no sería hoy. Llevaba
horas esperando alguna llamada, alguna señal. Tom y yo nos habíamos reunido en
mi apartamento, seguramente él pensaba en encontrar algún signo de lo que había
pasado con Bill, algo que yo hubiese omitido, pero no había nada. La luna llena
se asomaba por entre los edificios, iluminando una noche que para mí era
lúgubre. Por un instante imaginé no volver a ver a Bill, que se esfumara de mi
vida, y el peso de una realidad sin él fue tan grande que me encorvé sin
quererlo, mi cuerpo se resintió y parecía como si me hiciera más vieja ante el
dolor de esa idea.
—No podemos seguir esperando —exclamó Tom, poniéndose en pie y
recorriendo de un lado a otro, los cuatro metros de sala que tenía mi
apartamento.
—Yo no sé qué más hacer —acepté. La derrota en mis palabras era
evidente.
Tom dio un par de paseos más y se detuvo en seco, tomó la caja de
cigarrillos que teníamos sobre la mesa y la dejó caer nuevamente al comprobar
que estaba vacía.
—Ni siquiera sabemos lo que ha pasado —cuestionaba—. No es la primera
vez que desaparece
—No, no lo es —tenía que darle la razón—, pero esta vez es diferente
—aseveré, volviendo la mirada a la luna.
—¡En qué! —discutió, era lógico, Tom necesitaba creer en algo fácil y
que le devolviera a su gemelo, la incertidumbre se lo estaba comiendo.
—No sé explicártelo Tom, llámalo presentimiento —apagué el cigarrillo
en el cenicero y caminé hasta mi bolso—. Vamos a tu casa, vamos por ese
teléfono.
Entre las últimas fotos que habían llegado al buzón de la casa de los
Kaulitz, había un teléfono, y llegamos a la conclusión de que aquello podía
darnos un hilo que seguir.
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—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Seguro que lo recuerdas. Yo
estaba de pie a un lado de la zona vip de ese club de Hamburgo que tanto te
gustaba visitar. Ibas al menos dos veces al mes, cada vez que la agenda de
trabajo te lo permitía. Oh, eras tan hermoso por entonces. Cómo me gustaba tu
cabello oscuro con esas mechas blanquecinas que llevabas ¿Recuerdas? —Michael
hablaba como si yo no estuviese atado y no se tratara de un monólogo.
Llevaba un largo tiempo sumergido en la oscuridad que sólo era clareada
por una vela que ahora mismo estaba a punto de apagarse ¿Cuánto tiempo podía
durar una vela? Esta era la segunda que encendía desde que yo había despertado.
—¿Sabes? Lo primero que me gustó de ti fue tu perfil; es tan perfecto,
tan armónico. El modo en que tu nariz da paso a la hendidura de tu labio —dice
aquello mientras recorre con el índice mi nariz y luego mi boca. Hago un gesto
de evasión cuando su dedo se posa entre mis labios, separándolos.
—Déjame —le digo de forma casi refleja ¿Cómo es posible que no entienda
lo que me está haciendo? Entonces detengo mi indignación y razono sus palabras—
¿Hamburgo? —¿desde cuándo me conocía?
—Te parece extraño, ya lo sé, lo es un poco —se sinceró. Yo no pude
evitar que la angustia se acentuara aún más, me recordó a los peores momentos
de acoso que vivimos en Alemania, pero no, aquello no podía ni acercarse a
esto.
Debía pensar, dejar que las ideas se ordenaran por encima de los
eventos y salir de esto.
—Michael, suéltame, me duelen las manos —intente disfrazar la
agitación, no obstante notaba un fino temblor en la voz.
—Oh, claro, debe molestarte la cuerda —parecía reaccionar y eso me daba
un pequeño espacio para la esperanza.
Él salió de la habitación oscura en la que me mantenía, más allá de la
puerta que abrió había luz artificial y casi me pareció reconocer una lámpara
¿estábamos en su ático? Probablemente. Noté la agitación que sigue al
descubrimiento ¿Ahora debía encontrar el modo de avisar que estaba aquí?
Michael volvió a entrar y se me acercó con un bote de crema en las
manos, me sonrió mientras se untaba los dedos con parte del contenido y tomó mis
manos unidas por la cuerda, que a su vez estaba atada por otra que daba a una
de las patas de la cama, las descansó sobre sus piernas, para comenzar a
masajear las muñecas enrojecidas. Por un momento pensé en que la humectación
podría ayudarme a liberar las manos, pero después de terminar su labor, la que
llevó a cabo con mimo y en silencio, tomó otra cuerda del bolsillo trasero del
pantalón y quiso atarme las manos.
—¡Qué haces! —puse resistencia, contrayéndome, pero entonces sacó algo
más de su bolsillo, era un arma, y la depositó a su lado.
—Aún no lo entiendes, pero sólo conmigo estarás bien —habló con
dulzura, mientras atraía mis manos hacia él nuevamente.
Lo observé con curiosidad y rabia a la vez, lo terrible es que podía
comprender cómo funcionaba su cabeza y aquello debía ser un infierno.
Sentí la fuerza de la nueva atadura, mis manos ahora estaban rígidas y
aquello tensaba mis brazos y mis hombros. La segunda vela estaba a punto de
consumirse, en ese momento quedaría a oscuras, me notaba cansado, pero no me
iba a dormir, aunque la cama en la que me encontraba resultaba cómoda. Michael
se puso en pie, me ofreció algo de beber en un vaso con pajita, yo lo rechacé.
—Es sólo agua —dijo, sorprendido— ¿Quieres algo más fuerte? —me
ofreció.
No podía creer el mundo que parecía gestarse en su cabeza. Un
escalofrío me recorrió la médula, cerré los ojos en busca de calma. Michael
tenía una visión distorsionada de la realidad y un loco cree lo que ve.
De fondo escuché la melodía de un móvil, era una canción nuestra, Down on you. Estuve a punto de echarme a
llorar.
.
.
Estábamos llegando a casa de Bill y Tom, habíamos hecho el camino hasta
aquí en tiempo record y en total silencio. Tom sólo había hablado una vez,
exponiendo su plan de ir a hablar directamente con Luther para saber qué había
hecho con Bill. Cuando le conté lo que descubrí de Michael, él también había
encajado las piezas. Quise calmarlo, aplacar en algo la necesidad que sentía de
encontrar respuestas en cualquier parte, yo también sentía la misma necesidad,
pero había que mantener la cabeza clara, aunque doliese el corazón. Toda esta
historia ya estaba causando demasiado sufrimiento. Haríamos esa llamada y luego
decidiríamos, yo misma encararía a Luther, o a su hijo, de ser necesario.
Tom aparcó el coche sin quitar la llave y entró en la casa casi
corriendo. Yo quité el contacto del motor y lo seguí. Bill ya llevaba más de
doce horas fuera de mi radar, desde que lo había dejado en mi apartamento a
medio vestir, con el pelo mojado y una taza de café en la mano. La imagen de
aquella escena se me había quedado grabada como lo más hermoso que podía ver en
ese momento; ahora me dolía el pecho ante el recuerdo y la idea de que ese
fuese el último momento…
Sacudí mi cabeza, no podía permitirme emociones inútiles, debía
utilizar toda mi energía en encontrarlo.
Al entrar en casa, Tom ya venía por el pasillo y traía en la mano el
papel que contenía el número. Tomó el teléfono, me miró como si buscara apoyo,
así que asentí y él comenzó a marcar.
No somos conscientes de los segundos que componen un minuto, hasta que
de ese minuto pende tu vida entera.
Tom me miraba, mientras esperaba a que alguien respondiera.
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Michael respondió la llamada, pero en lugar de ponerse él al teléfono,
me lo acercó al oído.
Hola, hola —escuché la voz de
Tom.
—Tom ¡Tom!—grité. Michael apartó el móvil—¡Ático de Michael! —alcancé a
reaccionar. Michael tapó la entrada de audio.
—Shhh… —me reprendió, como haría con un niño pequeño y acercó el arma
que tenía sobre la mesa un poco más hacia él. Aún escuchaba a Tom vociferar a
través del teléfono, pensé en volver a gritar de todos modos, pero Michael
cortó la llamada— Cuánto escándalo, ya no puedes darle tu número a nadie.
¡Quise responder, decirle que era un loco, que estaba más que loco, que
le faltaban todos los tornillos! Pero me quedé en silencio, un ápice de cordura
me decía que era mejor un Michael calmo que uno desesperado. El corazón me
latía frenético ¿Me habría escuchado Tom? ¿Sabría buscarme?
El teléfono volvió a sonar y esta vez Michael se limitó a mirarlo.
—¿Será ella esta vez? —preguntó, mirándome— Ya sabes, tu doctorcita
—No sé, por qué no respondes y lo averiguamos —me atreví a sugerir,
quizás eso me diera unos segundos más para decir algo.
Michael miró nuevamente el móvil, y deslizó el dedo por la pantalla
para que dejara de sonar. Mi esperanza se apagó junto con la llamada.
—Sabes, cuando te conocí me pareciste radiante —comenzó a decir,
mientras encendía una nueva vela, con la última llama de la que moría—,
brillabas del mismo modo que lo hace esta vela —continuaba, mientras hacía
girar la vela delante de sus ojos—, tu luz era capaz de iluminar todo entorno a
ti, sólo porque existías. Por eso ella te eligió.
¿Hablaba de Seele? ¿A quién se refería?
—¿De quién hablamos? —pregunté, queriendo parecer despreocupado,
tirando de la conversación para que él bajase la guardia.
—¿Sabías que mi padre la quería? —indagó — Bueno, aquello a lo que mi
padre llama amor — yo comencé a sentirme cada vez más tenso. Michael empezó a
pasearse por la habitación, moviendo cosas de allá para acá.
—Me he perdido —confesé, sin perder el tono coloquial de quién habla
del tiempo.
—¿Recuerdas ese maquillaje maravilloso que llevabas por entonces?
—continuó, como si todo guardara relación— Y tus uñas ¡Qué manos tan extraordinarias!
—en ese momento sus palabras se acomodaron en mi mente.
—Tú mandaste esas fotos —aseguré, casi como una acusación.
—¡Claro! —su alegría al ser reconocido resultó evidente. Se dejó caer a
mi lado y sacó del bolsillo una caja con cápsulas doradas— Amenicemos la velada
—ofreció y soltó una carcajada—, la velada ¿lo pillas?
—¿Quién es tu padre? —pregunté, sintiendo el peso de la respuesta como
una loza sobre los hombros.
—Ya lo sabes, nunca te he tenido por tonto, loco quizás —sonrió y luego
rio—, pero ambos lo estamos ¿No? —se giró hacia mí, como si su afirmación nos
convirtiera en iguales. El pecho me iba a estallar y las lágrimas se acumularon
en mis ojos cuando lo entendí.
—Luther —pronuncié el nombre en medio de una exhalación, como si el
sólo mencionarlo me quitara la vida.
—¿Lo ves? No sólo eres hermoso —afirmó, delineando mis labios con un
dedo. Pensé en evadirlo, pero no tenía fuerza.
Finalmente se mantuvo en silencio, perfilando las formas de mi rostro
con un dedo, tocando mis cejas y mis pestañas. Mi mente se esforzaba por crear
una vía de escape, quizás, si lo dejaba creer que estábamos bien, me soltaría,
quizás hasta se durmiese y entonces yo tomaría el arma y saldría y…
—Oh, Bill —suspiró mi nombre y se movió con rapidez, sobresaltándome,
para ponerse a horcajadas sobre mis muslos—. Dentro de mí hay un hambre física,
y de aquí dentro —tomo mis manos atadas y se las pegó al pecho—, de aquí
—indicó su cabeza—, que sólo puede ser saciada por ti ¿Pero cómo? —negó y
perdió la mirada en la oscuridad. Yo no me atrevía a interrumpir su monólogo— A
veces quiero embriagarme con tu piel, enredarme y perderme a mí mismo, orgasmo
tras orgasmo —volvió a mirarme, esta vez directo a los ojos—… otras veces sólo
quiero comerte a trozos, literalmente, devorarte.
No pude contener el escalofrío que me producían sus palabras. Supongo
que la muerte, cuando es una idea, algo que existe por ahí en tu universo, no
consigues tomarle un peso real, puedes imaginar lo que se sentiría —o no— al
morir, incluso qué sentirían aquellos que quedan tras de ti; pero cuando la ves
rondando, realmente rondando, sabes si quieres entregarte a ella o no, y yo
quería vivir.
—Michael —pronuncié su nombre cuando pude encontrar la fuerza. Intenté
que mi voz sonara melódica, sugerente, con el don natural que poseía y que los
años me habían enseñado a utilizar. Si tenía algún arma para usar, debía hacerlo—,
¿por qué no te echas aquí a mi lado y descansamos de todo esto?
Él me observó casi inexpresivo, sólo un suave gesto de sus ojos
delataba sus intenciones. Se inclinó hacia mí y me besó.
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.
—Sabemos que se llama Michael Wulff y que vive en un ático —dije,
buscando esperanza. Recordar el grito de Bill al teléfono me helaba la sangre y
todo el amor que sentía por él, tiraba de mí para salir a buscarlo, así fuese
de forma errática, así diera vueltas sin sentido.
Intento mantenerme tranquila,
pero dentro de mí hay voces rotas por los gritos de mi propia desesperación y
nadie las oye, yo misma no quiero oírlas porque mi propia fuerza comenzaba a
decaer, llevaba ya muchas horas de angustia y no podía permitirme pensar en
cómo estaría Bill, al menos había gritado, estaba vivo, y eso era lo único
importante.
—Mierda —expresó Tom, y con justa razón, no teníamos nada.
Me dejé caer en un sillón de la sala y me abracé a mí misma, debía
contenerme. Intenté pensar en un modo de reducir las posibilidades.
—Deberíamos avisar a la policía —dijo Tom, con justa razón. Resultaba
difícil saber lo que era correcto hacer en una situación como esta.
—Deberíamos —acepté. Él mantenía el teléfono en su mano, pero no se
decidía a hacer la llamada. Ambos éramos conscientes de todo lo que significaba
implicar a la policía, pero se trataba de la vida de Bill.
Tom se quedó mirándome un momento, no necesitábamos decir lo que
estábamos pensando. Se dio un par de golpecitos con el teléfono en la frente,
respiró hondo y comenzó a marcar.
—¡Espera! —lo detuve, tapando la pantalla del móvil. Había recordado
algo— Mi padre tiene un amigo que es dueño de una inmobiliaria, alguna vez les
escuché hablar de un registro de propiedades.
—No sé si tenemos tiempo para eso Seele —y tenía razón.
—La policía se tomará más tiempo —aseguré—, no comenzarán una búsqueda
de inmediato, ya lo sabes
Tom asintió con rapidez, le estaba dando una alternativa y ahora mismo
era lo único que teníamos.
Busqué mi propio móvil y llamé a mi padre. Se sobresaltó por la hora,
no era habitual que yo me comunicara tan tarde. Le explique el problema que
tenía, callándome casi toda la información, para él yo había perdido a un
paciente y quería encontrar el lugar en qué podía estar. Lo escuché suspirar
profundamente al otro lado de la línea.
—¿Es el chico con que viniste a casa? —quiso saber. A mi padre nunca se
le escapaba nada, él era el intuitivo de la familia.
—Sí —acepté, sabiendo que si él consideraba que para mí era importante,
me ayudaría.
Minutos más tarde, recibí una nueva llamada suya de vuelta.
—Tienes que buscar en la web del conservador de bienes y poner la clave
que te estoy mandando por mensaje —me explicó.
—Gracias papá —quise agradecer.
—Seele —me interrumpió—, se prudente.
Sus palabras sonaban preocupadas, del modo en que un padre le dice a
una hija que espera que todo vaya bien, no sólo hoy, si no siempre.
—Lo seré —aseguré, sin saber si la prudencia tenía lugar en todo lo que
pasaba ahora mismo en mi vida.
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Michael había desperdigado sobre la cama una cantidad escalofriante de
fotografías, no podía decir cuántas eran, no me atrevía a dar un número, y en
todas ellas estaba yo. Había fotografías de diferentes etapas de la banda, de
los comienzos, muchas correspondían al tiempo del incidente con Ella, incluso
alguna había sido tomada aquella misma noche. Entre las imágenes había algunas
actuales, en una de ellas yo permanecía dormido, durante la reclusión en el
centro, además de otras en las que paseaba por calles cercanas a casa. Por
mucho que me resultara perturbador, no quise demostrarle mi inquietud, el
tiempo que llevaba conociendo a Michael me había dado una idea de cómo divagaba
su mente. Sin embargo, la sensación de estar prisionero y ser subyugado era
insoportable, él insistía con los besos y yo los recibía sin mover ni un
músculo. Su respiración se había agitado y notaba la presión bajo su pantalón,
cada vez que movía su cadera sobre la mía, a punto estuve de soltar una arcada
que bien sabía que en nada me iba a ayudar. Lo escuché suspirar, parecía que
finalmente se había cansado. Sostuvo mi rostro entre sus manos, aún con el suyo
muy cerca. Podía vislumbrar sus
facciones, era un hombre atractivo, aunque el deterioro de su cuerpo comenzaba
a notarse en las leves arrugas que se le marcaban bajo los ojos, unos ojos que
me observaban con emoción.
—Sabes Bill —comenzó a hablar en un tono sosegado, casi podría decir
que con una calma que nunca le había visto—, las personas creen lo que quieren
creer. Tú mismo, sabes que te amo, pero tu vanidad no te ha permitido pensar
más allá. Te has sentido bien sabiendo que mi atención es tuya, sólo que no has
reparado en desde cuándo. No —su voz continuaba siendo tranquila —, cómo iba a
preocuparte, soy sólo uno más de tantos que se han enamorado —entonces se
enfocó en mis labios—… pero seré el último.
Mi mente estaba cansada, sus palabras eran una confesión y una amenaza,
no obstante ya no podía ni enfadarme, toda la energía que poseía y la claridad
de mis pensamientos estaba puesta en buscar el modo de salir.
—Déjame ir —le susurré bajito, apelando quizás a esa emotividad que le parecía
brotar.
—¿Para qué? —preguntó, casi con igual tono— Ya te he dicho que estás
más seguro conmigo.
Su retórica me desesperaba cada vez más, era absurda, él no era más que
un loco. Sentía los ojos cansados, el
cuello y los hombros. La tercera vela que ardía sobre la mesa, ya había consumido
la mitad de su tamaño original, cuánto tiempo llevaba aquí, parecían días
completos. Junto a nosotros aún estaban las cápsulas de oro y en ese momento
surgió en mi mente la pregunta.
—¿De qué me proteges? —quise saber, sin olvidar el tono amable, casi
cómplice, con el que yo me obligaba a tratarlo.
—Oh, Bill —la forma en que pronunció mi nombre contenía dulzura y ese
deje comprensivo de quién advierte la inocencia.
—Michael —busqué igualar la emoción de su voz, y alcé las manos atadas
y doloridas, dándole una caricia en la mejilla que resultó incómoda para él
producto de la cuerda. Él tomo mis manos entre las suyas y las frotó con
suavidad— ¿De quién me proteges? —insistí.
Se mantuvo un momento en silencio, sin soltar mis manos. Miró las
fotos, las cápsulas, mis ojos y las manos nuevamente.
—Deben dolerte las manos —enfatizó.
—Un poco —continuaba en su línea de pensamiento.
—Sabes —aún seguía acariciando mis manos—, el suicida se siente
fascinado por el arma que puede acabar con su sufrimiento. La mira, la idolatra
y la ama casi tanto como a su deseo de liberación.
Tomó la pistola que estaba hacia los pies de la cama, a mí se me escapó
un estremecimiento, él marcó una leve sonrisa, inclinó la cabeza hacia su
hombro izquierdo mientras me miraba y descansó el cañón sobre mi pecho, yo
contuve el aliento.
—Tú eres mi arma —remarcó, dando dos golpes con el hierro sobre mí,
respiró hondamente y soltó un suspiro, para luego ponerse en pie, dejando la
pistola sobre la mesa. Sólo en ese momento me permití volver a respirar—.
Quiero que veas algo.
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Minutos más tarde, Michael había puesto un portátil sobre la cama, lo
encendió con calma, puso un disco y se amoldó a mi lado. Tal y como estábamos parecía
que sólo nos faltaba algo para picar mientras veíamos una película.
—Michael —quise detener aquello, volver a suplicar por mi libertad,
quizás si tocaba la tecla correcta él podía reaccionar.
—Shhh… no te pierdas esto —dejó caer su cabeza sobre mi hombro, la mía
ya no era capaz de gestar ideas. No podía pensar en alcanzar el arma y
amenazarlo, la cuerda que me ataba a la cama no me lo permitía y Michael no
parecía dispuesto a dejarme solo. El teléfono no había vuelto a sonar y ya
habrían pasado lo que yo calculaba más de dos horas desde que lo había hecho.
Tenía sed, mucha sed, pero no me atrevía a pedir agua, no me sentía capaz de
confiar en lo que me traería, aunque tal vez eso me daría tiempo de intentar
desatarme— ¡Mira, mira, ahí está!
Su ímpetu me sobresaltó, su mano oprimía mi brazo, mostrando su
emoción. El video comenzaba a visualizarse, al principio sólo como una lluvia
estática que daba paso a una imagen verdosa, como si se tratara de una película
antigua. El primer fotograma apareció y noté el apretón del presentimiento en
el pecho. Me quedé en silencio, incapaz de procesar pensamientos. Estábamos
viendo una habitación vacía, iluminada por la luz baja que provenía de las
mesillas, suficiente para distinguir el espacio con claridad. Los segundos
corrían en una esquina de la escena, junto al día en que había sido grabado.
Noté el aire entrando con fuerza en mis pulmones, como si quisiera ahogarme y
lo contuve hasta que vi a dos figuras acercarse a la cama, para dejarse caer.
—¿Qué te gustó de ella? —preguntó Michael. A mí no me salían las
palabras— No sé si adelantar esta parte —mencionó—, aunque me gusta verla, me
resultas tan… ¿cómo diría?... erótico —se removió un poco y puso una mano sobre
mi muslo, pero aquello apenas podía captar mi atención, ésta estaba puesta en
las imágenes de la pantalla.
Podía ver cómo nos quitábamos la ropa casi sin desabotonarla, mis
pantalones, su vestido, el modo en que ella comenzaba una felación, mi
expresión desvanecida. Cada imagen era también un recuerdo que me estremecía. A
cada segundo que pasaba, a cada movimiento que se gestaba en la pantalla, era
más consciente del momento que venía y la desesperación crecía, atrapada dentro
de mí sin poder gritar, me encontraba paralizado. No quería ver, pero seguía
haciéndolo, hipnotizado, a la espera del inminente desenlace.
—Mira, mira —insistía Michael. Yo había tomado el poder sobre ella en
la cama. Notaba como mi cuerpo se contraía, sabiendo que lo siguiente que vería
era como le rodeaba el cuello con mi cinturón.
—¡Para! —conseguí gritarle a Michael, necesitaba dejar de ver.
—Espera, aún no llega a la mejor parte —respondió, oprimiendo mi muslo.
—Para —supliqué, cerrando los ojos con fuerza.
—No, no —me removió él—, no te tengo por cobarde
No quería hacerlo, intenté evitarlo. Sin embargo, y a pesar de mi
respiración agitada, continúe mirando. Podía ver como entraba en ella con
fuerza, mientras sostenía el extremo libre del cinturón enrollado en mi muñeca.
Distinguía sus manos en mis muslos y sus uñas en mi carne. Ella se retorcía ¿es
que yo no lo veía? La desesperación era cada vez más evidente para mí. La
escena se intensificó y aunque no había sonido, yo podía reproducirlo en mi
mente, hasta que todo culminó, pero no del modo que yo conocía. Veía como me
desplomaba junto a ella, vencido, y como su mano me despejaba el cabello que
tenía sobre el rostro.
—Esto… ¿esto es real? —titubee
Michael no respondió, se limitó a esperar, mientras la grabación
continuaba. Al cabo de unos cuántos minutos en los que yo no pude dejar de
mirar, comprobando por momentos que la cronología del tiempo seguía correcta,
una tercera figura apareció y necesité solo un momento para descubrir que se
trataba de Luther.
—Se llamaba Helen —mencionó Michael, mientras la tercera figura llegaba
junto a la chica que dormía, aún con mi cinturón al cuello—. Mi padre la quería
—continuó, mientras en la escena Luther se enrollaba el extremo de cuero de
éste en su mano enguantada—, bueno, aquello a lo que mi padre llama amor.
Lo vi poniendo la mano en la boca de la mujer y tirar de la correa
hasta que Helen dejó la poca resistencia que consiguió poner, yo ni siquiera me
moví. Ambos estábamos demasiado drogados para reaccionar.
Un instante después, Luther se había ido. Todo lo que continuaba yo ya
lo llevaba tatuado en la memoria.
—¿Lo ves? —dijo Michael— Debo protegerte.
Lo miré, nada tenía sentido. Sacó un cigarrillo y lo encendió, la llama
se iluminó cuando dio la primera calada, para ofrecerme otra a mí. En ese
momento reparó en mis manos atadas.
—Espera —acotó, manteniendo el cigarrillo en la boca. Se puso en pie y
rebuscó en una cajonera que había en un rincón. Al regresar pasó un cuchillo
por entre la cuerda y me liberó, sin preámbulos ni advertencia, y acto seguido
me pasó el cigarrillo, que yo acepté sin que me importara saber lo que
contenía.
Mis pensamientos pasaban de un punto a otro en mis recuerdos, creando
líneas que buscaban dar un sentido a todo esto.
—Nos podemos ir lejos —propuso, intentando un tono de alegría y
despreocupación que en ocasiones usaba. Yo lo miré, devolviéndole el
cigarrillo—, no sé, Inglaterra o Francia
—¿Él sabe que tienes esto? —parecía querer huir. Negó con un gesto.
—Pero lo sabrá —sacó el disco del portátil y me lo pasó. Aspiró una
calada más del cigarrillo y arrugó la nariz mientras soltaba el humo—. Necesito
algo más fuerte
Rebuscó entre las fotografías y dio con las cápsulas doradas que aún
seguían en la caja de cristal. Yo puse mi mano sobre la suya, intentando
detenerlo.
—No —le dije, quizás intentando protegerlo también. Sonrió.
—No pasa nada, no son como las que te dio a ti ese día —confesó—, esas
habrían tumbado a un caballo
Sus palabras me sacaban de quicio.
—¿Por qué? —quise saber.
—Oh, Bill. Mi Bill —otra vez el tono dulce—. Porque eres bello y ella
te eligió. Él tuvo su venganza con ambos —la sentencia fue concluyente. Bajó la
mirada hasta mi mano que aún seguía sobre la suya—. Debo cuidarte las manos.
En ese momento vi que entre las fotos había aparecido una en la que
estaba Seele, saliendo de su apartamento, más abajo había otra y otra, en
algunas estábamos juntos, en otras ella sola.
—¿Estas? —señalé las fotos, tomando una de ellas. Michael se encogió de
hombros.
—Quería saber cómo era, qué veías —confesó. Me miró y debió leer mi
incertidumbre. Intento una sonrisa— No lo entiendes —dijo—, me dueles tanto y
es extraño, porque ese dolor me da placer —negó con un gesto y tomó otra de las
fotografías de Seele, la sostuvo con ambas manos— ¿Quieres saber lo que se
siente? —preguntó, comenzando a rasgar el papel lentamente por la mitad—
¿Quieres que te la arrebate para que puedas sufrir como yo?
Me puse de pie con rapidez, pero tuve que sostenerme del borde de la
cama, las piernas apenas me respondían.
—Tranquilo —su voz continuaba siendo calma. Dejó la foto a medio romper
junto a las demás. Se incorporó y caminó hacia mí, quedando a muy poca
distancia—. Eres tan hermoso —me miró directamente a los ojos y delineó una de
mis cejas. Sus ojos transmitían algo que no creí ver. El Michael siempre
ligero, loco y enrevesado, ese Michael había dejado caer la máscara y me
mostraba su derrota— No
confíes en ella, no confíes ni en tu sombra, porque te abandonará en cuanto llegue
la oscuridad.
Liberó su
advertencia y caminó hasta la puerta, dejándola abierta.
—Necesito
algo más fuerte —le escuché a la distancia.
.
¿Cuánto de nosotros mostramos a los demás? ¿Cuántas personas, en
realidad, llegan a vernos de cerca, tal como somos? ¿Llegamos a conocernos a
nosotros mismos? ¿Llegamos a descubrir todas nuestras facetas?
Salí del edificio en el que vivía Michael, era de madrugada y el eco
que trae consigo la noche era lo único presente en la calle. Comencé a caminar,
notaba el cansancio por la falta de sueño y alimento, pero el aire fresco me
resultaba revitalizador. Esta noche me había liberado de la carga más enorme
que había experimentado en la vida. Una parte de mí sentía alegría por la
redención, otra tristeza por el destino de Helen, otra un odio que parecía no
encontrar final. Sostuve con más fuerza el disco que me había dado Michael, no
sabía qué haría con él exactamente, ahora mismo sólo quería llegar con Seele y
con Tom, abrazarlos y dormir.
Por el camino detuve a un taxi, podría llegar a casa y luego… No pude
continuar el hilo de mi propio pensamiento, ver ante mí un horizonte era algo
que ya no recordaba.
.
.
Qué amplio nos puede parecer el universo cuando lo miramos desde el
silencio, apreciando su infinito y el misterio que encierra para nosotros.
Permanecemos en él como si sólo nosotros, cada uno, tuviésemos una historia y
un fin. Sin embargo, cuando conseguimos mirar la sinfonía de la que somos
parte, las piezas encajan y el silencio es armonía y el infinito cobra sentido.
Bill descansaba junto a mí en la cama, se había dormido pocos minutos
atrás, yo no podía dejar de mirarlo como se mira aquello que es insustituible
en tu vida, aquello que ocupa un lugar tan importante que la estructura de tu
mundo se forma y se reforma en torno.
Tom y yo buscamos el modo de encontrarlo, dimos con un nombre y una
dirección, no era mucho, pero pusimos toda nuestra esperanza en ello. Subimos
al coche, a Tom le temblaban las manos al poner la llave en el contacto.
Intenté calmarlo y él me lo agradeció con una mueca que intentaba ser una
sonrisa. Salimos a la calle y cuando nos disponíamos a partir lo vimos bajar de
un taxi. Creo que en ese momento se desperdigaron por mi cuerpo todas las
emociones que contenía y me eché a llorar sin poder evitarlo.
Bill nos dio una explicación más larga de lo que sus fuerzas parecían
soportar. Los tres vimos el video que le había entregado Michael. Cuando vimos
la escena más relevante, nos quedamos mudos.
Muchas veces al estudiar esta carrera me vi enfrentada a posibles
patrones de conducta que me resultaban increíbles, sabía que si aquellas
especificaciones salían en un libro era porque alguien las había estudiado,
pero aun así me negaba a pensar que existiesen personas perturbadas hasta la
maldad. Sin embargo, acababa de presenciar un acto de maldad por excelencia:
matar a alguien porque podía. Había algo siniestro en la mente de aquel que
comete un crimen sabiéndose impune.
Al terminar de ver aquella escena en el video, el primero en reaccionar
fue Tom. Detuvo la imagen, mostrando a la pareja, cada uno en su lado de la
cama. Luego dijo que grabaría una copia.
¿Qué haríamos?
Esa era una pregunta que había quedado en el aire.
Bill se había metido a la ducha y yo lo había hecho con él. Le puse
shampoo en el pelo y se lo limpié con mimo, permitiendo que mis dedos de
mezclaran con las hebras y la espuma, luego él cerró los ojos y dejó que el
agua lo enjuagara. Yo, simplemente lo abracé y nos quedamos así, en silencio
por un instante que quería hacer eterno. Al salir de la ducha lo sequé, casi
sin mediar palabra, por qué hay momentos en que dos personas que se aman no
necesitan hablar para entenderse, su sensibilidad, su intuición crean un
vínculo que las sincroniza. Nos metimos a la cama, mirándonos, confiando en
aquel entrelazamiento, hasta que él se durmió.
Ahora lo observaba, aún permanecía dentro de mí el miedo profundo a no
volver a mirar sus ojos que desde que lo conocí me han dado tantos matices de
miradas. Miedo a no volver a tocar su boca con la mía, justo antes de
entregarme al amor que siento. Miedo, incluso, a no llegar a transitar otra vez
los espacios de vida que ahora nos componían. Enlacé sus dedos con los míos y a
pesar de la incertidumbre por el futuro, supe que me encontraba en el mejor
lugar del mundo. Probablemente nadie que conociera, sería capaz de comprender
que estando con Bill yo abrazara el riesgo sin cuestionármelo. Nadie que no
hubiese experimentado el amor en múltiples matices podía llegar a entenderlo.
Sin embargo, yo navegaba en lo que llamaba mi zona de certezas, ese espacio en
el que sólo yo sabía que algo, por enrevesado que pareciera, estaba bien y el
amor, como único guía, le susurraba al corazón con la contundencia que sólo se
encuentra en el creer.
Si supiéramos todo lo que nos va a pasar, a cada momento, cuando algo
maravilloso nos toca o cuando alguien que amamos se va, viviríamos cada segundo
en el presente de aquellos hechos, disfrutándolos, integrándolos en nosotros
para que formen parte y de ese modo un día se conviertan en nuestra herencia.
Por eso, yo había decidido vivir cada instante en presente, como el regalo que
era, aunque en el camino se acabaran relaciones, momentos o no alcanzase los
sueños que soñé, para no perderme nada de lo extraordinario que es vivir.
Me acerqué un poco más a Bill y le besé la frente, agradeciendo por
tener este día, y aunque sólo fuera éste.
—Te amo, por todas esas cosas que los demás no comprenden —murmuré y
él, aunque permanecía con los ojos cerrados, oprimió el enlace de nuestros
dedos.
.
A la edad que sea, si dejas de pensar con la neutralidad de la
inocencia y comienzas a ser consciente de la consecuencia de tus actos, en ese
momento abandonas la infancia.
Bill y Tom permanecían junto a los otros dos chicos de la banda, los
había conocido finalmente, Georg y Gustav eran muy agradables y nada más llegar
a Alemania, me hicieron sentir la felicidad de vernos a todos. Llevábamos aquí
un par de semanas y por fin hoy la banda completa había conseguido firmar un
nuevo contrato para un siguiente álbum que en parte estaría financiado por un
sello de música independiente. Bill y Tom llevaban meses trabajando en nuevas
canciones y yo había sido testigo de cómo Bill parecía florecer en medio de la
música. Se pasaba horas divagando en el modo en que todo ello vería la luz,
haciendo bosquejos de arte que representaban el modo en que lo mostrarían al
mundo. Mientras tanto yo había decidido continuar mis prácticas en otro centro
y terminar la carrera en cuanto fuese posible. Luther en cambio, permanecía en
su trono de lealtades compradas, al menos Bill había podido salir de sus garras,
aunque no sin dificultad; la nota final había sido un fotograma del video que
Bill mantenía custodiado. Habíamos intentado contactar con Michael, pero parecía
haber desaparecido.
Detuve mi atención en Georg cuando puso una cinta de cassette en un
equipo de música que había en su casa, me miró y me guiñó un ojo, como si
quisiera mostrarme algo que yo desconocía. Al cabo de unos segundos de espera
comenzó a sonar un bajo, luego una guitarra, para dar paso a una batería y a la
voz de un niño, que a pesar de no haberla escuchado nunca antes, no pude dudar
que era la de Bill, quién comenzó a cantar desde el adulto que era, buscando el
tono adecuado para acompañar a aquel niño que fue. Se giró hacia mí, bailando
de ese modo desvencijado que solía tener, tomó mis manos e intentó que me
moviera junto a él.
— Wir sind
jung und nicht mehr jugendfrei, tut mir leid, ich weiß wir sollen nicht, doch
wir fangen schon mal zu leben an
Somos jóvenes y sin
libertad, lo siento, sé que no deberíamos, pero estamos empezando a vivir
Había tanta vida y alegría en él.
.
.
¿Cuántos latidos guarda un corazón? ¿Nacemos con un número concreto que
marca la extensión de nuestra vida?
Quizás sí, quizás todo lo que nos pasa a través de esos latidos nos va
creando, nos va pintando en el lienzo de esta vida que venimos a vivir.
Esperaba que ella tuviese miles de millones de latidos, que su vida fuese larga
y hermosa y que todo lo que le tocase experimentar no fuese perturbado, jamás,
por el dolor. Sin embargo, sabía que nada de eso estaba asegurado, que abrir
los ojos al mundo nos abre todas las posibilidades que éste trae, y quizás la
vería llorar al caer mientras jugara, o por perder al amor de su vida con trece
años. Sonreí, mis cavilaciones pasaban por tantas probabilidades para su vida y
quería estar en todas ellas, protegiéndola. No obstante, sabía que no podía,
que no debía, tal como me recordaba Seele cada día.
En ese momento la vi tambalearse, como si fuese a caer en medio de su
carrera entre el columpio y el tobogán, me dispuse a socorrerla y Seele me
contuvo, como tantas veces.
—No pasa nada, ella puede —dijo, con el tono certero que siempre la ha
caracterizado. La miré a los ojos y enlacé sus dedos con los míos.
—Cuatro años ya —expresé mi incredulidad, volviendo la mirada al
parque. El tiempo pasa de forma diversa, según cuales sean tus sentimientos.
—Cuatro años —confirmó. A lo lejos se escuchó un pitido, era el tren de
las seis de la tarde.
Recordé el sueño que Seele me contó, algo que resultó premonitorio.
También recordé como me sentía cuando la conocí, estaba tan cansado de
sobrevivir, pero por alguna razón no aceptaba morir, y cuando miro a nuestra
hija, creo que lo entiendo, creo que finalmente comprendo que yo existía sólo
para encontrar a Seele y crear con ella una vida más hermosa que la nuestra,
que heredara nuestros sueños y nuestras experiencias. Nos habíamos conocido para crear a Emma, nuestro universo.
.
N/A
Finalmente está aquí el último
capítulo de Cápsulas, una historia que desde la primera línea habló del amor, y
creo que a lo largo de ella nos muestra como éste puede ser comprendido, según
lo que prima en cada persona a cada momento.
Para llegar hasta aquí, he
repasado un montón fotos y videos, para recuperar al Bill que me enamoró. Espero
que el final les guste y gracias a todos los que me han acompañado hasta aquí.
Anyara