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viernes, 13 de diciembre de 2013

Nudo ciego - Drabble


Nudo ciego
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¿Cuántas proposiciones deshonestas pueden salir de una pluma? ¿Cuántas pueden ser elegantes? ¿Cuántas arbitrarias? ¿Cuántas pueden ser el espejo impoluto de un alma? ¿Cuántas el reflejo desgastado de un anhelo no concebido? ¿Cuántas pueden ser realidad? ¿Cuántas pueden hacerse realidad? ¿Cuántas pueden tocar el fondo más oscuro de nuestro deseo y respirar en la superficie sólo por un segundo?...

Bill era mi más absoluta obsesión. Ese pensamiento que me abordaba en cuanto abría los ojos por la mañana, y el último halo de consciencia cuando los cerraba. Bill era mi meditación, mi ejercicio, mi optimismo y mi pesar; mi esencia, mi desvanecimiento: todo lo que conseguía interpretar. Estaba escondido en cada suspiro, en cada roce de mi ropa, en cada luz y en cada oscuridad.

¿Por qué de pronto parecía todo tan vacío?

Había un estado de pesar en mi consciencia. Me sentía como un animalito abatido y abandonado, tristemente abandonado, incapaz de recordar lo que me daba la vida… y es que el amor es así, te arrebata todo lo que posees, te convierte en un deshilachado intento de ser humano. Bill era mi obsesión, mi faro en la oscuridad… mi yo.

Las cámaras lo perseguían, yo lo perseguía; todo a nuestro alrededor estaba lleno de pequeños momentos en los que nos convertíamos en uno: tras una puerta, tras el biombo que usaba para cambiar de vestuario, tras el espejo enorme que había en su camerino. Pero ahora todo había cambiado, en su vida había una nueva persona, alguien que suscitaba sus más bajos instintos y los míos, alguien que desataba la cremallera de su pantalón de anillas y se apropiaba de la firmeza que escondía.

Pero ya no más.

Ahora Bill era mío. Permanecía en un rincón de mi habitación, atado y con frío. El nudo ciego amorataba sus muñecas, haciendo que su piel desnuda pareciera más blanca. Me miraba con los ojos vidriosos, suplicantes; esperando a que yo me apiadara de su existencia y lo convirtiera en un hombre libre. Yo me bebía una copa de vino, una más, una botella más, con la daga sobre la mesa mirando su cuerpo firme y exacto; pensando en qué lugar de su anatomía podía ser más visceral y menos notorio un corte. Sentía el vino recorrer mi garganta y adentrarse en mis venas como la misma sangre, casi podía saborear el metálico dulzor de la suya.

¿De dónde me venía esta sed? ¿Cuándo había surgido en mí el deseo de la posesión por encima del deseo de amor?... ¿Cuándo había despertado la bestia, matando al ángel?

Quizás durante esa primera mirada vacía. O cuando sus ojos miraron a alguien más. Tal vez había sido en el instante exacto en el que acabó en mi boca por última vez y ambos comprendimos que se había terminado. La suplica había dado paso a la venganza y la venganza al plan para ser ejecutada, por eso Bill estaba atado, por eso la soga marcaba su piel de forma tan profunda y dolorosa. Por eso todo el mundo lo buscaba y yo lo mantenía inmóvil en ese rincón de mi habitación; un espacio pequeño, apenas útil para un mueble o una silla, pronto olería mal, olería a sangre y a fluidos corporales descompuestos. A medida que pasaran las horas toda la habitación olería a podredumbre: a la de un cuerpo y un alma, porque él me había abandonado durante esa tarde de junio en la que había dejado los escenarios, a su equipo, y a mí.

“Benditos besos esperados”, decía la canción. Para mí todos eran malditos, porque los había esperado por tanto tiempo que se me habían secado en la boca. Ahora los rumiaba como hierba seca que no volverá a tener jamás el mismo sabor.

Tomé la daga y la arrastré por la mesa de madera, el sonido agonizante parecía el presagio de la melodía que en un momento llenaría esta pequeña habitación. Me acerqué a Bill, pude leer en sus ojos el terror, y me quedé observándolo mientras intentaba coordinar en mi mente la respuesta lógica para aquel miedo. No había nada, no tenía compasión, ni dolor, ni alegría… ni amor…

—Me lo has arrebatado todo —lo acusé, apuntándolo con la daga. Su boca silenciada por un amasijo de papeles que había escrito en su nombre, intentaba modular una súplica.

Acaricié su barbilla con el fino metal que empuñaba. La recorrí, marcando su perfección. Me deleité con cada detalle. Él respiraba agitado, como si el corazón que sabía que no poseía, se le fuese a escapar de un salto por la boca. Se sentía desesperado y angustiado, y yo me deleitaba con esa angustia, porque era tan parecida a la mía que por un momento volvimos a compartir un mismo sentimiento.

La daga se deslizó por su pecho, casi sin proponérmelo, dejando una línea ensangrentada. Bill  se quejó muy despacio, tan bajito como cuando hacíamos el amor ¿Y si le clavaba el corazón? ¿Alcanzaría a quejarse antes de que su sistema colapsara? ¿Alcanzaría yo a escuchar su lamento ahogado entre el amasijo de intenciones que ahora acallaban su boca?

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N/A
Este pequeño salió de la nada, de una frase que comenzó a dar vueltas en mi cabeza y simplemente escribí saliera lo que saliera. De alguna manera creo que habla de lo mucho que anhelamos algo hasta destruirlo. Espero que les guste.

Un beso, y muchas gracias por leer y comentar

Siempre en amor


Anyara