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jueves, 9 de mayo de 2013

Sonidos de mi mente - Capítulo III




Capítulo III
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“Y engendra su mundo mil atrocidades. Temibles, lisonjeras, traidoras. Vidas fragmentadas, apariencias. De pies, de manos, de cabezas. De ojos, de corazones diabólicos nadan. Los negros terrores en el deleite de la sangre.”

Cerré los ojos. Había algo cómplice, si podía decirse así, en las letras de éste autor. William Blake expresaba algo doloroso, una especie de silencioso y desgarrador grito que clamaba por una comprensión que nadie sabría entregarle. Como si dentro de una persona cuyo exterior no era muy diferente a las demás, se agitara un ser destructivo y maligno, arañándole el alma. Como me sucedía a mí.

Abrí nuevamente los ojos y rebusqué un poco más en ese libro. Sabía justo la página que quería abrir, esa que me identificaba más que ninguna con sus versos. Hace algunos años los escribí, y los pegué en la pared de mi habitación como una especie de recordatorio para no olvidar jamás lo que había en mí. Mi madre me obligó a quitarlos.

“—Eres hermosa Arien ¿Porqué te haces esto?”

Había sido su pregunta.

Y que podía decirle, ella no lo entendería. Mi madre únicamente veía en mí lo evidente, un sedoso cabello castaño, unos ojos profundos claros y almendrados que podían cautivar a quién quisiera, y una piel clara a pesar del sol de éste lugar. No, ella no lograba ver el oscuro vacío que llevo en el corazón.

—Estás enferma, ¡oh rosa! El gusano invisible, que vuela, por la noche, en el aullar del viento —leía, apenas en un susurro— …tu lecho descubrió de alegría escarlata —escuché crujir la madera del piso de la entrada— …y su amor sombrío y secreto consume tu vida.

Alcé la mirada, oculta en aquel rincón de la tienda que me daba la suficiente luz para leer, pero también la sombra suficiente para que no me notaran. Un chico entró, no levanté la cabeza, sólo la mirada para evitarlo si llegaba a verme.

Comenzó a recorrer la tienda con ojos ansioso, como si quisiera abarcarlo todo. Le sería difícil con la cantidad de supercherías que tenía mi madre aquí. Quise enfocarme nuevamente en el libro pero no era capaz de retomar la lectura, la presencia de ese chico se me hacía aplastante. Sabía exactamente en qué momento daba un nuevo paso, y en qué lugar de la tienda se encontraba. Volví a levantar la mirada y lo vi acariciando con los dedos la cubierta de una mesa. Casi me echo a reír cuando mi madre le habló, y él estuvo a punto de chocar contra aquella gaita que a mí me había dado más de un golpe ya, al punto que evité pasar por esa zona.

—¿Le ayudo en algo? —preguntó mi madre.

—Hola…  estoy recorriendo un poco —le escuché responder.

Y su voz sonó en mi interior como un eco. Fuerte, clara.

—Bien, si necesita algo estaré por aquí —ofreció mi madre.

Me puse lentamente en pie sin que ninguno de los dos me notara.

—Gracias —volví a escuchar su voz.

Y comencé a observarlo.

Se acercó a un expositor de joyas. En él había algunas cosas demasiado recargadas para considerarse de buen gusto, pero claro, esa era mi opinión como lo dejara en claro mi madre más de una vez.

Me escondí tras un gran armario que tenía sus puertas de cristal abiertas y me permitía observarlo tras ellas. Su rostro era pálido, casi tanto como el mío. Aún no podía ver el color de sus ojos. Sus labios ideales, decorados con un piercing al igual que su ceja y su nariz. Era curioso ver a un chico tan joven en una tienda de antigüedades. Normalmente nuestra clientela estaba por encima del medio siglo, y casi siempre buscando alguna pieza perteneciente a su familia.

Él continuó avanzando, observaba las joyas. Se detuvo frente a aquel anillo que me gustaba tanto, como me atemorizaba. Miró con ahínco, y movió la cabeza queriendo comprender algo. Se dio la vuelta en la dirección que mi madre había tomado y comenzó a buscarla. Yo lo seguí aún oculta, ayudada por la enorme cantidad de objetos que albergaba la tienda. Miró en mi dirección, y me quedé muy quieta tras la estantería de libros. Sólo cuando lo escuché avanzar, volví a buscar su figura.

—¿Hola? —preguntó con suavidad.

Y su voz nuevamente se me filtró por las venas como agua caliente. Me acerqué un poco más hasta mirarlo a través de una alta cortina hecha de cuentas de madera. De alguna manera comenzaba a importarme menos que me viera. Cuando se giró en mi dirección, deslicé la mano por aquella cortina, dejando que los pequeños trozos de madera chocaran entre sí.

—¿Hola? —insistió.

Yo no respondí de inmediato. Podía verlo a través de los espació que me dejaban los muebles y las lámparas, objetos tan pegados unos  a otros que bien podían parecer una pared con pequeñas grietas. Cada vez que aparecía nuevamente podía comprobar que seguía mis movimientos y eso me resultó agradable, repentinamente cálido, como si reconociera la sensación de ser observada por sus ojos que aún no podía ver claramente.

—¿Qué quieres? —pregunté con suavidad, sin dejarme ver aún.

—¿Atiendes aquí? —quiso saber.

Y yo volví a experimentar esa extraña sensación de deseo ante el sonido de su voz. Un deseo profundo, diferente al que se siente de forma física. Era más bien… añoranza.

—A veces —respondí, una vez que me encontré tras una segunda cortina de madera, hermana de la anterior.

Movió la cabeza hacia su hombro derecho, con aquella misma curiosidad con la que había observado todo al entrar. Me buscaba.

—Quiero un anillo —dijo entonces.

Y se acrecentó en mí el sentimiento profundo de anhelo. Por alguna razón sabía qué anillo era el que quería, y el corazón comenzó a golpearme el pecho poco a poco, con más fuerza. Comencé a mover la cortina para verlo. Me sentía como si fuese a reencontrarme con alguien a quién había perdido hacía mucho tiempo, pero sabía que era imposible.

—¿Cuál? —le pregunté, cuando sus ojos se toparon con los míos.

Castaños, profundos, luminosos. Simplemente bellos y, sí, añorados.

—El del engarce azul con el brillante —respondió.

—Te pertenezco… —susurré la inscripción, con la emoción atenazando mi garganta.

Aquella inscripción que nadie hasta ahora, ni el joyero que ayudaba a mi madre en las restauraciones, había sido capaz de definir. Pero que yo sabía. Las letras me parecían definidas con tanta claridad que me resultaba increíble que los demás no pudieran leerlo.

—¿Qué? —me preguntó, confuso, sin comprender. Al igual que yo, que sólo pude mirarlo preguntándome qué era todo esto que oprimía mi pecho.

—Arien —escuché la voz de mi madre tras de él.

La miré, el reproche estaba en sus ojos.

Salí de ahí de inmediato. Necesitaba huir, escapar. Respirar el aire fresco que parecía negarse a entrar en mis pulmones ¿O era yo la que lo contaminaba?

Salí de la tienda, y subí la escalera en dirección  a mi habitación. Los escalones crujieron bajo mis pies pero no me importaba el ruido que pudiera hacer. Abrí la puerta, y el lugar estaba bajo una penumbra que contrastaba con la luz que había en el resto de la casa. Me di unas vueltas abrazándome a mí misma, con la ansiedad pujando por salir de mi cuerpo como si estuviera enjaulada. Me senté en el borde de la cama pero me puse de pie de inmediato, sin poder dejar de pensar en esos ojos y en la fuerza con la que parecían hablarme. Pero yo no era capaz de definir lo que querían decir. Tomé mi bolso que estaba sobre la silla. Miré el interior. Eché un par de billetes en la cartera y salí de ahí con la misma prisa con la que había entrado.

Bajé las escaleras, y cuando me encontré con aquel chico nuevamente, me quedé por un segundo clavada en el piso. Decidí abrirme paso por la tienda todo lo lejos que pudiera estar de él. Había en mi interior un profundo sentimiento de pertenencia a él. Era un completo desconocido, y eso me asustaba porque yo sabía muy bien que no podía pertenecerle a nadie.

—¿A dónde vas? —escuché la voz de mi madre.

—Por ahí —respondí sin mucha floritura. Mientras el camino a la puerta me parecía más largo que nunca. Por alguna razón esta casa me asfixiaba. Había sido así desde el día en que mi madre decidió comprarla y venir a vivir en ella.

“Es una casa fuerte, tiene muchos años y ha soportado muchos malos tiempo”

Casi podía respirar su historia en las paredes.

—¿A qué hora regresarás? —continuó preguntando mi madre.

Nunca, pensé.

—No lo sé  —fue lo que me salió decir desde la puerta.

La reja de la entrada siempre estaba abierta así que no sería problema escapar de ahí, pero justo en la entrada había otro chico. Lo miré y sus ojos, tan parecidos a los del muchacho que ahora estaba dentro de la tienda, me miraron con pánico. No pude dejar de observarlo durante la fracción de segundo que me tarde en pasar junto a él, pero como si el tiempo se cuadruplicara, supe que él había tenido tiempo de ver en mi interior la sombra negra que cubría mi alma.

Comencé a caminar en la única dirección que parecía darme cierta tranquilidad. Se trataba de la casa de mi amiga Léana, que a pesar de lo extraña que podía ser con todas aquellas cosas que su madre Tessa tenía colgadas de las paredes, era un sitio en el que me sentía segura. Y era insólito para mí, ya que no me asustaban los peligros fuera de casa, era lo que había en mi interior lo que me aterrorizaba.

“Tienes el alma herida”

Me había dicho una vez Tessa, y yo lo sabía pero no entendía por qué. Sabía que no tenía una mala vida, pero yo misma me sentía como tierra infértil. Todo lo que en mí se plantaba, se secaba.
.

—Vamos Arien, tenemos que divertirnos un poco —me decía Léana, a pasos de mí, mientras avanzábamos hacia el centro de la ciudad.

—Quizás debería volver a casa —contesté.

El ruido, las personas, las risas, las luces; no me decían nada. No me animaban. Todo parecía una especie de fachada bella para encubrir la podredumbre tras ella.

Mi amiga me tomó la mano y tiró de mí.

—Nada de eso, hoy te diviertes conmigo —exigió.

Yo cerré mi mano en torno a la suya y la miré. Creo que en pocas personas he encontrado la incondicionalidad que me brindaba Léana. Cuando teníamos poco más de ocho años, la pusieron en la misma clase en la que estaba yo, y a pesar de que esta ciudad es mestiza y de que Léana no era una chica negra en su piel se notaba su ascendencia y ese sólo hecho la marcaba para muchos de nuestros compañeros. Ese día le ofrecí el asiento que había junto a mí, uno que siempre estaba vacío porque nadie quería compartir con una chica que en lugar de saludar, gruñía.

Ahora que la llevaba a mi lado, sabía que ella me conocía y que no me dejaría sola por muy mal que estuviera. No lo había hecho dos años atrás, no lo haría ahora tampoco.

—¿Qué se celebra? —le pregunté.

—¿Y qué más da? —se encogió de hombros.

Las personas estaban bailando fuera de los bares, acompañados por la alta música. Alguna banda local animaba con sus instrumentos, bosquejando alguna melodía conocida. El jazz sonaba por los rincones como el infaltable compañero de las noches de Nueva Orleans. Así fuimos avanzando por una de las calles principales, hasta que llegamos a una zona que parecía más acondicionada para personas de nuestra edad.

—Ven —medio escuché, medio adiviné las palabras de Léana que no me soltaba la mano.

Entramos a un bar. La música en el interior era moderna, invitando a bailar, aunque yo no estuviera de humor para ello.

—¿Qué bebemos? —me preguntó.

—Dos sazerac —le pedí al hombre que atendía en la barra.

—Un sazerac —escuché junto a mí.

A pesar de la alta música lo reconocí y no pude evitar mirarlo. Sus ojos se encontraron con los míos, a una distancia demasiado corta para considerarse de seguridad. Yo entreabrí los labios buscando aire, ya me estaba ahogando nuevamente con solo mirarlo.

—Otro para mí, Bill —dijo alguien junto a él, empujándolo ligeramente de modo que su brazo tocó el mío.

La corriente eléctrica fue tan potente que sentí deseos de desvanecerme en aquella intensidad.

“¡Soñé un sueño! ¿Qué quiere decir? Yo era una Reina doncella, guardada por un dulce Ángel: ¡El necio infortunio nunca fue engañado!”

Continuará…

Uff ff ff… nunca he sabido bien cómo lo logra Bill, pero en escenas como esta dónde sólo hay un roce parece que se me condensa la sangre en todo el cuerpo.
Espero que este capítulo les haya gustado
Besos y espero sus comentarios. Me animan mucho.
Siempre en amor.
Anyara.

domingo, 24 de marzo de 2013

Sonidos de mi mente - Capítulo II


Capítulo II
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Ese complaciente aroma a limón que aún recordaba de mi sueño volvió a filtrarse por mi nariz, y me sentí de pronto emocionado, anhelando ir más allá. Avancé con rapidez hasta la entrada de aquella tienda, y no supe qué era lo que me hechizaba del lugar pero quería recorrerlo con ansia. Miré a Tom, esperaba encontrarlo tras de mí. Deseaba compartir esta fascinación pero él aún estaba en la puerta, apenas la había cruzado y se mantenía pegado a la parte interior de aquella reja de metal.
—¿No vas a entrar? —quise saber, con cierta curiosidad.
Tom me miró y supe que le pasaba algo. Regresé hasta él pero antes de que llegara, hizo una mueca de fastidio.
—Ve tú —me indicó con un gesto de su mano— …estos lugares me aburren.
De todos modos me acerqué.
 —Pero acordamos no separarnos —le recordé.
Se encogió de hombros.
—¿Qué te puede pasar ahí Bill? En este lugar sólo te encontrarás con alguna ancianita que no podrá hacer nada más que mirarte —intentó bromear.
—No es eso idiota —reí, aunque no dejaba de preocuparme la extraña reacción de Tom.
—Además, ese sitio debe de oler a viejo —continuó—, por eso han puesto tanto ambientador con aroma a limón.
Abrí los ojos, y lo observé sorprendido, mientras él rebuscaba entre sus bolsillos.
—¿Es ambientador? —quise saber.
Me miró, extrañado.
—Eso creo —se encogió de hombros.
Volví a centrar mis pensamientos, que comenzaban a divagar entre el aroma que recordaba de mi sueño y el supuesto ambientador del lugar.
—Vámonos —le dije—, ya vendremos mañana.
Me dispuse a salir. Si Tom no estaba cómodo yo no me quedaría.
Me sostuvo por el brazo. Lo miré.
—Mañana seguirá sin gustarme la tienda —aclaró.
Miré la blanca puerta hacia atrás. Quizás debía de plantearme el no venir, aunque la idea me disgustara.
—Entra —me alentó—. Yo me fumaré un cigarrillo aquí y si al terminar no has salido, entraré.
Eso me animó y creo que él lo notó, porque me sonrió ligeramente. No era lo mismo que Tom me esperase fuera, a que anduviera por ahí solo.
—Sólo será un momento —expliqué.
—No prometas lo que no vas a cumplir —me increpó, dándome un pequeño empujón en dirección a la tienda.
Así que volví a recorrer los metros que me separaban de la puerta y me adentré en el lugar.
Creo que mi capacidad para observar todo, se me hacía insuficiente para la cantidad de cosas que había. Miré a mi derecha, había unas estanterías que se apoyaban en la pared y que estaban llenas de tazas y tazones de diferentes colores y materiales; desde madera a porcelana, e incluso metal. Me quedé un momento observando una que me pareció hecha con el hueso de algún animal.
Continué caminando. Esquivé algunas mesas laterales que parecían muy pesadas. Comprendí  que serían de madera maciza. Había taburetes, pequeñas cajas de madera; relojes que no estaba seguro de si funcionaban.
Mientras miraba todo, escuché la voz de una mujer a mi espalda.
—¿Le ayudo en algo?
Cuando me giré en dirección a aquella voz, tuve que esquivar rápidamente un objeto que colgaba del techo. A continuación descubrí que se trataba de una gaita. Bajo ella encontré un brillante piano lacado, que haría las delicias de Tom. Él llevaba un tiempo practicando con ese instrumento también.
—Hola —saludé a la mujer, que me observó amablemente, manteniendo con una sonrisa cordial— Estoy recorriendo un poco —dije, cuando comprobé que no parecía conocerme.
Aquello se había vuelto algo habitual en mí, cada vez que me dirigía a un desconocido observaba su expresión para saber cómo debía comportarme y cuáles eran las normas de seguridad que debía adoptar. Poco a poco me iba convenciendo que Tom y yo estábamos seguros en el anonimato.
—Claro —aceptó ella, con la misma amabilidad— Si necesita algo, estaré por aquí —indicó un poco el entorno en el que ahora mismo se encontraba.
—Gracias—dije sin más, volviendo a observar a mi alrededor.
Me encontré con un expositor lleno de joyas, y me incliné a mirar a través del cristal. Las piezas que pasaban de la plata al oro, de las piedras a los brillantes. Algunas tenían enormes engarces. Me detuve en una cruz de oro, que poseía cuatro piedras rojas en sus cuatro puntas, supuse que rubíes. Recorrí un poco más el expositor, que tranquilamente tendría tres metros de largo, y vi un anillo de plata envejecida sobre el que se podía ver una calavera. No pensé que una pieza como esa se pudiera considerar como una antigüedad, pero al parecer sí. En ese momento mi mirada se posó en un anillo de plata no demasiado ostentoso, tenía un engarce de color azul que estaba horadado de forma que otro engarce florecía desde dentro de él, con un brillante que parecía iluminar incluso en la noche. Noté que tenía una inscripción en la cara externa que no logré leer por el desgaste. A pesar de su sencillez y de no estar seguro de lo que esperaba leer en aquella inscripción, quería ese anillo.
Me giré para encontrar a la mujer que antes me había hablado, pero no estaba a mi vista. Comencé a deambular por entre los objetos expuestos, esperando encontrarla. Me sentí observado. Miré tras de mí pero sólo me encontré con una enorme estantería, completamente llena de libros. Era tan alta que casi tocaba el techo.
Seguí buscando a la mujer.
—¿Hola? —pregunté, sin alzar demasiado la voz. Tuve la absurda idea de no querer perturbar el lugar. Había demasiadas cosas con la historia de personas que estarían muertas.
Aquel aroma a limón de mi sueño volvió, y tuve que mirar nuevamente hacia atrás. La sensación de estar siendo observado volvía también. Alcancé a ver una mano femenina que se escurría lentamente por una cortina de madera, como si deseara ser vista.
—¿Hola? —insistí.
Hubo un momento de silencio, durante el que pude ver la figura de aquella mujer pasearse con parsimonia por entre los objetos, sin que pudiese llegar a verla claramente.
—¿Qué quieres? —preguntó, con una suave pero exigente voz.
—¿Atiendes aquí? —quise saber.
—A veces…  —se iba acercando.
Moví la cabeza hacia mi derecha, intentando encontrarla tras otra cortina de madera que la escondía de mí.
—Quiero un anillo —dije, y respiré profundamente a continuación. El aroma a limón se había acentuado.
Ella tocó con sus manos el final de aquella cortina. Sus uñas iban pintadas de un oscuro color rojo. Apareció desde atrás de la cortina, como un felino al acecho.
—¿Cuál? —preguntó, en el momento exacto en que su mirada se clavó en la mía.
“Encuéntrame”.
Escuché en  mi mente y el corazón me latió impetuoso.
—El del engarce azul con el brillante —respondí.
—Te pertenezco… —susurró.
La miré, y mi corazón inquieto como estaba apenas me ayudó a sostener la voz.
—¿Qué?—pregunté, algo confuso.
Ella continuaba mirándome.
—Arien —escuché a la mujer que me había hablado al entrar. Estaba tras de mí.
La chica dejó de mirarme para enfocarse en ella. Luego de un segundo se perdió en medio de la tienda, y salió por una puerta trasera.
—Perdónela, se divierte disgustando a los clientes —me habló la encargada.
Me giré hacia ella en el momento justo en que escuchaba unos escalones de madera crujir, y deduje que la chica estaba subiendo aquellas escaleras.
—No me ha disgustado.
—Me alegro —agregó— ¿Se ha decidido por algo? —preguntó, con la misma amabilidad que había ostentado hasta ahora, incluso en el momento en que nombro a la chica.
Me quedé en silencio un instante, recordando aquel nombre que nunca había escuchado pero que me sonaba poderosamente familiar.
Arien.
—Sí —me apresuré a responder.
—¿Qué es? —insistió la mujer.
—Un anillo.
—Oh, bien —se metió la mano al bolsillo de su pantalón mientras caminaba en dirección al expositor—. Son hermosos artículos los que tenemos.
—Eso he visto —dije, más por amabilidad que por otra cosa.
La mujer se acercó a la zona de los anillos.
—¿Cuál? —quiso saber.
—Aquel, el del engarce azul —le indiqué.
 La mujer giró una llave en la cerradura luego levantó la tapa de cristal del mueble, tomando con delicadeza el anillo. Me lo extendió, y lo puso sobre la palma de mi mano. Sentí el frío metal en contacto con mi piel, como si acumulara la soledad fría soledad de muchos años en desuso.
Lo tomé entre los dedos y quise leer la inscripción.
—Tiene algo grabado —dije.
—Sí, pero no hemos podido descifrarlo —me aclaró.
Me mordí el labio, sin saber porque me resultaba tan importante saber lo que decía.
Escuché nuevamente los escalones crujir bajo unos pasos que se acercaban rápidamente. Levanté la mirada en la dirección desde la que provenían. Sabía de quién se trataba, y la ansiedad se instaló nuevamente en mi pecho.
¿Y si era ella la de mi sueño?
Se detuvo cuando volvió a encontrarse con mi mirada. Enfiló por el otro pasillo que se abría en la tienda. Llevaba un bolso cruzado sobre el pecho. Nos ignoró a ambos.
—¿A dónde vas? —le preguntó la mujer.
—Por ahí.
Respondió secamente la chica, cuyos ojos estaban fuertemente enmarcados por lápiz de color negro.
—Perdone —se disculpó la mujer.
Avanzó de forma paralela a la chica, intentando alcanzarla en aquella especie de carrera que ésta había emprendido.
—¿A qué hora regresarás?—alcancé a escuchar que le preguntó.
Pero ya no supe lo que Arien le había respondido.
El metal del anillo seguía pareciéndome frío.
La mujer volvió a mi lado.
—Lo siento —suspiró.
—¿Es su hija? —me atreví a preguntar.
—Sí, una chica en una edad difícil —respondió ella, con cierta resignación—. Aunque a los veintidós años ya no deberían serlo.
—Claro —dije, sin más.
Por mucho que quisiera comprender lo que acababa de sucederme con esa chica, no podía esperar que una confesión de madre me lo aclarara.
—Pero vamos a lo nuestro —prosiguió la mujer, componiendo nuevamente su apariencia amable de antes— ¿Lo llevará?
—Sí, desde luego —sonreí, intentando infundirle tranquilidad a la mujer mientras que acariciaba el anillo entre mis dedos.
—Por aquí —me indicó ella, y la seguí.
No había dado ni tres pasos cuando vi a Tom aparecer, por entre las piezas de aquella abarrotada tienda de antigüedades.
—Bill —me habló cuando estaba a poca distancia, y noté inquietud en su voz.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Me miró fijamente, como si buscara encontrar algo en mí que yo no entendía.
—Tengo hambre —concluyó finalmente.
Pero yo sabía que no era eso lo que le sucedía. No estaba del todo bien, quizás se le vendría uno de esas gripes estacionales. Su carácter solía agriarse cuando se acercaba alguna enfermedad.
Terminé la compra, con toda la rapidez que me fue posible. Podía notar la forma en que Tom se movía con impaciencia mientras me esperaba.
—Gracias —le dije a la mujer, que me sonrió amablemente.
—Espero que vuelvan pronto —nos invitó.
Y casi podría decir que Tom bufó fastidiado cuando la escuchó.
Salimos de ahí con tanta celeridad, que me estaba preguntando si no debería buscar a un médico para Tom.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté, en cuanto estuvimos fuera de la tienda.
—Este lugar no me gusta —contestó, tajante.
—¿La ciudad o la tienda? —quise saber.
—Ambas.
No pude pasar por alto que a medida que nos íbamos alejando de la tienda, Tom iba relajando el ritmo de su andar.
—¿Recuerdas que te dije que había tenido un mal sueño? —me preguntó entonces.
—Sí.
Comenzaba a comprender la raíz de su extraño comportamiento.
Tom se quedó en silencio un instante, evaluando lo que iba a decirme.
—Soñé que moría…
El corazón se me inquietó. La sola idea de pensar en la muerte de Tom era algo que me angustiaba.
—No quiero saberlo —corté.
El se quedó callado, y yo me sentí culpable por no permitirle desahogarse.
—Bien, cuéntame —le pedí, muy a mi pesar.
Continuará.
Un encuentro casual… un sueño… una pesadilla…
Vamos avanzando con la historia, espero que les guste y que me dejen ese ansiado comentario.
Besos.
Siempre en amor.
Anyara

domingo, 17 de marzo de 2013

Sonidos de mi mente - Capítulo I



Capítulo I
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Algunas creencias aluden a la existencia de un alma o espíritu que viaja, con el fin de aprender en diversas vidas las lecciones que se pueden llegar a tener durante la presencia en la tierra, de ese modo se llega a un nivel en el que las almas gemelas pueden llegar a reunirse. Siempre que todas las lecciones sean aprendidas.

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Podía notar un suave cosquilleo en el contorno del oído izquierdo, algo tan ligero como la brisa de una tarde de primavera, cálido y relajante. Me giré en la cama con cierta pereza, y abrí los ojos. La habitación se encontraba prácticamente a oscuras, sólo iluminada por una suave penumbra. Y la vi. Su figura esbelta, casi etérea, elevada varios centímetros por encima de mi cuerpo. Me sonrió ligeramente y con voz adormilada le hice una pregunta.

—¿Quién eres?

Su mano suave como un soplo de aire, se poso sobre mi pecho junto a mi corazón. Inhale profundamente, y aunque seguía sin conocer su nombre la reconocí a ella, una parte de mí lo hizo. La vi acercarse, noté el roce primero efímero de sus labios que se fue haciendo más real, más concreto. El toque de su cuerpo, que iba posándose delicadamente sobre el mío, me transmitió su calor. No había notado hasta ese momento que ella estaba desnuda, y también lo estaba yo. Durante una fracción de segundo pensé que aquello no era posible, pero la idea se esfumó del mismo modo que llegó, permitiéndome centrarme únicamente en ella.

—Recuérdame…

Me susurró apenas moviendo los labios. Y sin preverlo me sentí profundamente dentro ella, de un modo pleno. Sólo en ese momento comprendí cuánto la había extrañado, y la falta que me hacía.

—Siénteme…

Volvió a susurrar. La estreché contra mi cuerpo, queriendo impregnarme de ella.

—Te he extrañado…

Murmuré, pegando mi boca a su oído. Noté el fresco aroma a limón que tenía su cabello, un aroma añorado y lleno de evocaciones. Ella tomó mi mano y se la llevó a los labios, besando mis dedos con tanto amor que me emocionó.

—Encuéntrame —me pidió, y pude ver una lágrima brotar de sus ojos—. Devuélveme la vida —suplicó.

Tomó mi rostro entre sus manos, besándome en el instante en que un enorme placer me surcó, logrando en mí un estado de sumisión e ingravidez que casi podría decir que recordaba.

Su calor me abandonó cuando aún estaba inmerso en la levedad de las sensaciones. Creo que en ese momento desperté, aunque mis ojos ya estaban abiertos. Observé los rincones de mi habitación, y vino a mí un susurro que no supe si escuché o mi mente recreo.

“Encuéntrame”.

Me levanté de la cama, comprobando que mi ropa interior no estaba en su sitio. A pesar de que intenté recordar en qué momento me la había quitado, no logré hacerlo. Miré por la ventana, encontrándome con las tenues luces nocturnas de Nueva Orleans.

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Pasaba ligeramente de medio día, un hermoso medio día. Di un par de golpes en la puerta de la habitación de Tom y entré, únicamente porque tenía la absoluta seguridad de que estaría solo.

—Buenos días —hablé alzando la voz de forma leve.

La habitación se mantenía en la penumbra, así que abrí un poco las cortinas para que entrara algo de luz. Miré a mi hermano sobre la cama, que se removió molesto sin dejar pasar el reclamo pertinente.

—Quiero dormir.

Me acerqué.

—Nos estamos perdiendo la ciudad —le hablé a poca distancia de la cama.

Tom contestó oculto bajo la almohada.

—La ciudad estará ahí mismo en tres horas más.

—¡Tres horas! —exclamé

Él se oprimió más la almohada contra la cabeza, como si con ello pudiera evitar mis palabras.

Dejó pasar un momento, en el que yo me mantuve esperando. Se giró, observó el techo un instante, luego tomó la almohada y me la arrojó. La atajé.

—¡Bien! ¡Lo conseguiste! —se quejó.

—No sé de qué te quejas le dije—, has dormido más que yo.

—He tenido un mal sueño —me contó, mientras se sentaba en la cama y se masajeaba la sien.

—¿Quieres hablarlo? —pregunté, cuando tenía malos sueños siempre me servía contárselos a él.

Tom me miró considerando mi ofrecimiento, luego hizo una mueca de molestia y negó.

—No vale la pena —se puso en pie y se estiró como si quisiera tocar el techo, tal como hacía yo al despertar. Bostezó y se rascó la nuca de camino a la ducha.

—Pediré el desayuno —le avisé, tomando el teléfono que había en su mesilla.

—Yo paso —fue su respuesta, desde la puerta del baño.

Lo pensé un momento y colgué. Ya comeríamos algo por ahí, después de todo habíamos venido para ‘explorar’ ¿O no?

Volví a la ventana y observé el lugar. Habíamos visitado muchas ciudades durante estos años, aunque no siempre podíamos recorrerlas. Esta en particular no parecía ser una ciudad de las más visitadas, no parecía tener nada demasiado relevante; pero me gustaba la idea de hacer una parada de un par de días en ella. Quería transitarla, sentirla.

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—¿Crees que podamos encontrar algo interesante aquí? —preguntó Tom, mientras paseábamos por las calles más céntricas de la ciudad.

—Eso espero —confesé, mientras observaba los letreros luminosos que colgaban de las tiendas. En su mayoría eran pequeños sitios que no parecían ofrecer gran cosa, pero había algo en la precariedad y en el deterioro de los rincones que lograban que el lugar me interesara.

En mi mente se repitió la frase de mi sueño, esa que sonó cuando me desperté.

“Encuéntrame”.

—Ya llevamos casi una hora fuera, y a mí me está entrando el hambre —habló Tom.

—No vinimos para encerrarnos ¿O sí? —contesté.

Como Tom no me respondió me giré para mirarlo, y lo descubrí perdido en la corta falda de una chica con unas piernas estupendas.

Lo esperé, cuando volvió a mirarme me reí y continué caminando.

—¿Qué? —me siguió.

Reí un poco más.

—¡¿Qué?! —volvió a insistir, alcanzándome.

—Nada —hice un leve gesto negativo, aún sonriendo.

—Estaba bien —se defendió, refiriéndose a la chica.

—¿Te he dicho algo? —me encantaba molestar a Tom, jugar con su poca paciencia y hacerlo tropezar consigo mismo.

—No, pero… ¿Viste esa minifalda? —preguntó, volviendo a girarse pero para ese momento la chica ya estaría fuera de su vista.

—En realidad vi sus piernas —confesé.

—Bueno, claro… aunque la falda cubre justo el sitio…

—¡Calla! —lo interrumpí.

Ahora Tom rió.

—¿Por qué te escandalizas? —continuó riendo.

—Ya, ya —le hice un gesto con la mano para que se detuviera—… me conozco tus explicaciones gráficas.

—No me dirás ahora que no piensas en el sexo —lo conocía, ya no se callaría.

—¿Te parece que es una conversación para tratar en plena calle? —lo miré.

Se encogió de hombros.

—No creo que muchos aquí hablen alemán —expresó. Tenía que darle la razón.

—De todos modos —me defendí, no le iba a dar una victoria tan fácilmente.

—Qué aburrido te has vuelto —bufó—, hasta los quince no pensabas más que en los rinconcitos húmedos de las chicas —cerré los ojos, lo tenía que decir— y luego se te metió en la cabeza la idea del amor verdadero.

—Cuando madures lo entenderás —me escudé.

—Eso es lo que siempre dices, pero no creo que sea cuestión de madurez —se defendió él.

Comenzaba a acercarse otra chica que vestía provocativamente, sabía que la atención de Tom se perdería en ella.

Y así fue.

—¡Wow! Este lugar mejora por momentos —se animó.

—Me alegro —quise ser amable.

—No me refiero a las chicas —aclaró.

Lo vi caminar delante de mí, y entrar a una pequeña tienda cuya puerta parecía obligarnos a inclinar la cabeza para poder entrar.

—Zapatillas —susurré.

—Sí… —su expresión era nuevamente animada, como un niño feliz.

—Qué aburrido —me quejé, pero mi hermano ya había comenzado a avanzar dentro de la tienda, que no parecía tan pequeña una vez que entrabas.

—¡Ah! Te toca aburrirte por mí —sonrió.

Y tenía razón, habíamos acordado estar juntos en todo momento, como una especie de medida de seguridad. No habíamos querido traer guardaespaldas. Habíamos venido por influencia mía, Tom no tenía precisamente demasiados deseos de conocer esta ciudad. Lo cierto es que yo tampoco tenía muy claro cuál era la razón que me había traído hasta aquí. Hacia algunos días, pasando los canales de televisión en una de esas tardes muertas y aburridas, mostraron un poco de éste lugar. Se comentaba que intentaban llamar la atención del turismo para poder resurgir después de los duros golpes que la naturaleza le había dado. Vi una especie de recuento de los lugares que se podían visitar, y entre ellos nombraron una tienda de antigüedades que desde ese momento he querido visitar.

—Mira ésta —me dijo Tom, atrayéndome nuevamente a la actualidad.

En el expositor había una serie de zapatillas, de diversos diseños y colores.

—¿No son iguales a las que hay en la tienda de Los Ángeles que sueles visitar? —pregunté, mientras comenzaba a buscar mi móvil en el bolsillo para jugar un poco, y matar el tiempo.

—¿Qué dices? —se indigno.

Lo miré.

—Sólo pregunto —me encogí de hombros.

—Mira ésta —volvió a pedir, tomando unas de color azul.

—Son azules, como las otras azules que tienes —puntualicé.

—Y tú tienes más de un pantalón negro —contestó, dando en uno de mis puntos débiles.

—Entendido —acepté con voz resignada.

Le tocaba a Tom perder mi tiempo.

En ese momento se nos acercó una vendedora. La observé atentamente, buscando en ella algo que no comprendía del todo. Esperaba que nuestras miradas se encontraran, y cuando sucedió ella me sonrió con amabilidad, pero nada pasó. Entonces miró a mi hermano y él comenzó a pedir algunas cosas, y a sonreír a la chica como si también quisiera llevársela. Yo bajé la mirada a mi teléfono y me senté en un rincón a esperar.

—Insisto, el día mejora por momentos —expresó Tom alegremente, sentándose junto a mí.

—Sólo venimos por un par de días —le recordé.

Tom sonrió.

—Justamente por eso es tan bueno —contestó alegremente.

Liberé una sonrisa irónica.

—Tú no tienes arreglo —le dije.

—¿De verdad no te dan ganas de desempolvarte un poco? —preguntó.

Yo perdí una vida en el juego que tenía en el móvil, pero decidí contestarle con tranquilidad.

—Me controlo.

—A ver, déjame la mano —tiró de mi mano derecha, pero yo tiré en contra.

—Déjame en paz —se me estaba esfumando la tranquilidad.

—Créeme hermanito, eso no puede ser bueno.

Resoplé.

—Me iré a recorrer esto yo sólo —le advertí.

—Tranquilo, ahí viene mi vendedora favorita —volvió a sonreír.

—Te espero aquí —le avisé, pero no se puso de pie de inmediato.

—No puedes decirme que esa no es una delantera excelente —susurró cuando la chica comenzó a acercarse.

La miré fugazmente para comprobar lo que Tom decía, luego volví a la pantalla de mi móvil.

—Buen envase ¿Conoces el contenido? —le pregunté.

Ese era el eterno cuestionamiento que hacía a las aventuras de mi hermano. Quizás no a las chicas que conocía que bien podían ser chicas muy buenas, sino a él; a su poco interés en el fondo de esas mismas chicas.

—Eres un mata pasiones ¿Sabías? —volvió a susurrar— No me extrañaría que esta noche yo durmiese acompañado… ¿Y tú?

Se puso en pie para recibir lo que la chica traía. En mí jugó nuevamente el recuerdo de aquel susurro de mi sueño.

“Encuéntrame”.

Salimos de aquella tienda veinte minutos más tarde, con un par de zapatillas, hambre y un número de teléfono que Tom había guardado en el bolsillo trasero de su pantalón. En el rostro llevaba una sonrisa radiante.

—¿Ahora nos vamos a comer algo? —me preguntó.

Y su ánimo, desde que habíamos salido del hotel, había cambiado completamente.

—Quiero ver una dirección que hay en la calle siguiente —le conté.

—¿La tienda de antigüedades?

—Sí, ya que estamos aquí, podemos aguantar el hambre un poco más.

—Bien, yo voy tan contento que hasta puedo esperarte.

—¿Cómo te pone a ti una cita? —lo miré, divertido.

—Casi cita, todavía no lo es —aclaró.

—Por esta —indiqué la calle a nuestra izquierda.

Nos metimos por ella. Las tiendas no eran muy diferentes a las que ya habíamos visto. Lo cierto es que esta parte de la ciudad había aguantado muy bien los embates de la naturaleza, aunque claro, habían pasado algunos años ya desde aquello.

—Tendría que ser —murmuraba, mirando los números en los edificios que estaban puestos en diferentes tamaños, colores; materiales y diseños—… aquí.

Nos encontramos frente a una casa de dos pisos, con una reja de metal que en su mejor tiempo debió ser negra y que estaba entreabierta. Un pequeño antejardín de no más de cuatro metros cuadrados, y al final de él había unas puertas con cristales y marcos de madera de color blanco que parecían muy antiguas. El interior apenas se distinguía por la escasa luz.

—Esto es un poco tétrico ¿No? —preguntó Tom.

—Es una tienda de antigüedades —respondí, empujando la reja de metal que chirrió con el movimiento y un escalofrío me recorrió la espalda. Me sentí como si pudiera reconocer el pequeño camino que ahora estaba andando hasta esa puerta blanca.

Continuará…

Aquí les dejo el primer capítulo de esta historia y espero que les guste. Muchas veces me cuestiono en si las historias “románticas” no son un cliché, pero en más de una ocasión llego a la conclusión de que intento contar lo que supongo es el amor. Entrega, pasión y un Universo entero cuando lo encontramos.

Un beso, y gracias por la compañía de quienes se animen a recorrer esta historia conmigo.

Siempre en amor.

Anyara