Capítulo IV
.
Me había pasado toda la mañana y parte de la tarde anterior
en la casa abandonada. Esperaba, quería comprobar si aquella aparición en el
espejo era real, o simplemente un delirio de una mente que comenzaba a trabajar
mal. Y bien sabía yo que no estaba en mi momento de mayor lucidez.
Hasta ahora no había obtenido resultado.
Sarah y Frederick compartían la mesa conmigo mientras nos
servíamos uno de los guisados que ella había preparado. Ambos comían carne,
para mí había un suculento festín de verduras al horno. De no ser por la sal
que tenían y las gotas de aceite adicionales, no me habrían sabido a nada, pero
me las comía en silencio.
—¿Está bueno? —me preguntó Sarah, con aquella expresión
maternal que no era la primera vez que le veía durante los tres días que
llevaba aquí.
—Sí —asentí, bajando nuevamente la mirada al plato.
Hubo un instante en el que sólo se escucha el sonido de los
cubiertos contra los platos.
—¿Bill? —me habló Frederick. Alcé la mirada hacia él— ¿Te
gustaría acompañarme al invernadero?
Negué con una sonrisa de aquellas que eran apenas una mueca.
—Prefiero quedarme aquí, gracias—volví a mirar el plato y un
nuevo silencio nos envolvió.
—¿Vendrá Georg? —preguntó entonces Sarah. La miré.
—No ha llamado —volví al plato, para ese momento las
verduras ya se me estaban atragantando. Quizás no tenía hambre.
Nuevamente nos encontramos en medio del silencio. Comencé a
ponerme en pie.
—Gracias —dije, levantando mi plato a medio vaciar.
—Déjalo ahí, no te preocupes —dijo Sarah, acepté con un
gesto
—Permiso —comencé a caminar hacía el pasillo en dirección a
la habitación que ocupaba.
—Bill —la voz de Frederick me detuvo, me giré y lo miré—. Dice
Sarah que pasas mucho tiempo en la casa de los Meier.
—No sé de quién es la casa —respondí.
—Claro —sonrió Frederick con cierta ironía –. Me refiero a
la casa abandonada.
—Está vacía, no molesto a nadie —me defendí sin saber muy
bien por qué.
Él bajó la mirada a su plato y removió un poco la comida que
aún le quedaba.
—No es un buen sitio —agregó—, no hay una buena historia
ahí.
—Pero ahora ya no vive nadie ¿No? ¿O tiene dueños? —quise
saber.
Curiosidad ¿Comenzaba a experimentarla?
—Tiene dueños, pero no han vuelto por aquí desde —en ese momento
Sarah tocó su brazo y Frederick la miro— … desde hace mucho —concluyó, tocando
la mano de su mujer.
Comprendí que no querían contarme toda la historia.
—Lo consideraré —acepté. Lo que no significaba que dejaría
de ir a esa casa.
De ese modo salí de la habitación. Me recosté en la cama y
miré mi teléfono. Tenía dos llamadas perdidas, una de Georg y otra de Gustav,
más un mensaje de mi madre.
“Llámame, te quiero”
Una madre casi siempre quería a sus hijos, eso era una
especie de ley de vida. Supongo que habría excepciones. Casos en los que la
madre tenía sus preferencias por afinidad o por su propia proyección a través
de la vida de los hijos. Mi madre siempre se mostró equilibrada en su cariño
hacia nosotros, aunque no podía negar que se comprendía mejor con Tom. Entre
ellos las palabras fluían con libertad, en cambio conmigo siempre hubo ese
exceso de protección que me convertía en una especie de pequeño al que había
que cuidar ¡Por Dios! ¡Si eran sólo diez minutos!
Me giré en la cama, apoyando el peso del cuerpo en el
costado izquierdo. Observé las maderas de las paredes sin mirarlas en realidad,
perdido en mis pensamientos. Recordaba el modo en que mamá siempre le pedía a
Tom que cuidara de mí, desde que éramos pequeños para ir a la escuela, hasta
que nos cambiamos de lugar de residencia con veintiún años. Cerré los ojos un
momento, buscando descansarlos. Notaba poco a poco el sopor del sueño. Vi ante
mí los ojos grises de aquella chica en el espejo. Escuché su risa que me hacía
sonreír igualmente, como si lograra contagiarme con aquella alegría que parecía
poseer. Pero entonces me sentí angustiado cuando esa risa alegre se fue
convirtiendo en llanto, y sus ojos enrojecidos frente al espejo reflejaron mis
propios ojos, llorosos y cansados. Las lágrimas me mojaban las mejillas y tuve
que cerrarlos, cuando me abracé a mi mismo sentado en el suelo. Sollozaba y
gemía débilmente de dolor, esperando a que alguien, a que, Tom viniera y me
abrazara para calmar la tristeza tan profunda que sentía.
Respiré profundamente cuando comprendí que sólo había
soledad, y fue ese mismo respiro profundo el que me trajo de vuelta del sueño.
La habitación estaba casi a oscuras. Yo mantenía los brazos en torno a mi
torso, buscando un refugio que no encontraría. Me toqué con los dedos helados
las mejillas mojadas, no sólo estaban húmedas, estaban completamente empapadas.
Aún podía notar la tristeza dentro de mí, y un par de
lágrimas más brotaron por su causa, apagando poco a poco el sentimiento. Ceñí
más mis brazos contra el cuerpo, esperando retener las sensaciones. Suspiré,
una vez más estaba vacío, carente y apagado.
Me senté en la cama, observando por la ventana. El atardecer
se había apoderado del bosque. La casa al otro lado casi no se distinguía, en
unos minutos estaría completamente oscuro. La chica del espejo lloraba conmigo
en mi sueño ¿O era mi llanto el que se reflejaba en ella?
Sí, podía reconocer esa pequeña punzada de curiosidad
intentando brotar.
Salí hacia la sala, encontrándome con Sarah en uno de los
sillones. Tenía una madeja de lana en las manos e iba tejiendo algo, con un
movimiento acompasado de sus muñecas.
—¿Qué haces? —quise ser amable.
—Una bufanda —me respondió, mirándome por encima de los
lentes que tenía puestos.
Me senté frente a ella junto al calor de la chimenea que
había encendida.
—¿Cuánto tiempo te toma? —continué.
—Normalmente una semana, a veces menos —me sonrió con su
gesto maternal.
Entonces reparé en algo que no había preguntado.
—Tu hijo ya no vive contigo ¿Viene a verte?
Sarah me miró, se quitó los lentes y suspiró acomodando la
lana en una cesta que tenía en el piso junto a ella.
—Veo que no lo sabes —comenzó a decir—. Mi hijo murió hace
años.
Me miró entonces, quizás esperando una reacción de mi parte.
—Ah… no, no lo sabía —confesé, y esperé por la reacción que
debía llegar, pero que no aparecía. Ni siquiera podía decirle que lo sentía
porque no era verdad. La miré, ella sonrió.
—Tranquilo, ya estoy bien —me contó—, con el tiempo se
aprende a vivir con ello.
Quizás debía considerar aquellas palabras como una especie
de consejo ¿No?
—Iré a preparar un té —me dijo, poniéndose en pie.
—Bien.
Me quedé ahí junto a la chimenea, en medio de la soledad de
la sala. Escuchaba como sonaban las cosas que iba moviendo Sarah en la cocina.
Comprendí la mirada maternal que ella solía darme, quizás de alguna manera le
recordaba a su hijo.
El teléfono comenzó a sonar en mi habitación. Me puse en pie
y lo tomé de encima de la cama. Era Georg, tendría que responder en algún
momento.
—¿Sí?
—Al fin te encuentro —se quejó. Yo me silencié, y él pareció
comprender que no quería dar explicaciones—, mañana quiero ir a verte pero
necesito saber cómo llegar.
—Ni yo sé dónde estoy, quizás deberías preguntar a Gordon o
mamá.
—Llevas tres días en el mismo lugar, ¿y no sabes dónde estás? —preguntó incrédulo.
—Sí.
Se quedó un momento en silencio, como si intentara
comprender la respuesta que le acababa de dar.
—Bueno… mañana estaré por ahí y te sacaré a dar una vuelta—sentenció.
—No necesito que vengas, estoy bien —aseguré, con la misma
tranquilidad con la que le había dicho que hablara con Gordon o mamá.
En realidad me daba igual.
—Bill…
—¿Qué?
Se tomó una pausa.
—Tienes que hablar con alguien —suspiró—. Si no quieres
hacerlo conmigo, hazlo con Gustav o con Andreas… todos hemos perdido a Tom.
¿Qué debía decirle?
—Estoy bien —insistí—, ya te llamaré.
Corté y observé por la ventana. Busqué, en medio de la
abrumadora oscuridad, un pequeño indicio de la casa que había más allá de los
arboles pero no podía distinguirla ya.
—Bill, está listo el té —dijo Sarah desde la puerta.
Dejé el teléfono dentro del bolso en el que traía mis cosas.
Quizás, inconscientemente, quería olvidarme de él.
Esa misma noche, y cuando la casa estaba en completo
silencio, yo permanecía recostado en mi cama en medio de la oscuridad
intentando dormir. Una caja con pastillas para ello, jugueteaba en mi mano sin
decidirme a comenzar a tomarlas. Hasta ahora no las había necesitado, aunque
había dormido tanto en el hospital y en los primero días aquí, que no me
extrañaba que el sueño ya no quisiera hacerse presente.
Encendí la luz de la lamparilla y me senté en la cama. La habitación
ya se había enfriado, así que me abrigué con una manta por la espalda mientras
buscaba mi libreta. No estaba seguro en realidad de qué quería escribir, o de
si lo haría. Me quedé una vez más observando la hoja en blanco y mirando a
través de la ventana, que con la poca luz que había en la habitación, me
permitía observar un poco mejor el exterior.
Quizás podía escribir de la carencia de emociones que estaba
experimentando, pero qué se podía decir de eso cuando te sentías como me sentía
yo. Vacío.
En ese instante me pareció distinguir un destello de luz a
la distancia. Extendí la mano hasta la lámpara y la apagué. Me quedé un par de
minutos observando la ventana y la oscuridad al otro lado de ella, comenzando a
pensar que había sido mi imaginación. Y el destello apareció otra vez,
manteniéndose como una tenue luz justo en el lugar en el que debía estar la
casa abandonada de los Meier.
Encendí nuevamente la luz de la lámpara, y comencé a
vestirme con lo primero que tuve a mano. Salí de la habitación en silencio,
intentando mantenerlo hasta llegar a la cocina. Una vez en ella comencé a
registrar el lugar con la mirada, buscando algo con qué iluminarme en el camino
y luego en la casa. Miré por la ventana de la cocina, encontrándome con que aquella
suave luz aún permanecía en la casa. Abrí una tercera alacena, encontrando en
la parte baja lo que buscaba, una linterna de largo alcance. Le di al
encendido, para comprobar que tenía batería y cuando la luz fluyo, noté cierta
alegría. Tomé mi chaqueta desde el perchero y me la ceñí, abriéndome paso por
el bosque en dirección a aquella casa que me llamaba con su luz.
El camino no se me hizo difícil, tampoco es que fuese
demasiado largo, simplemente había que tener cuidado con las ramas, raíces y matorrales.
Una vez que estuve frente a la casa, miré hacia la ventana
en la que estaba la habitación del espejo. La suave luz seguía ahí ¿Y si era
alguien que se había guarecido por una noche? ¿Y sí era peligroso?
No me importaba, quería subir a esa habitación y saber.
Empujé la puerta que había cedido desde el primer día que
entré. Caminé hacía la sala, con la linterna apuntando hacia el suelo. No
parecía que hubiese alguien, al menos toda la parte baja estaba sumida en la
oscuridad. Antes de subir la escalera comencé a escuchar murmullos en el
segundo piso. Apagué la linterna justo después de tomar en mi mano una de las
piedras que había tirada en la sala.
Subí la escalera, temiendo que el crujido de la madera me
delatara pero el ritmo de los murmullos continuaba sin pausa. Me detuve poco
antes de llegar al segundo piso, cuando descubrí que la voz que escuchaba era
la misma que escuchara el día anterior, era la voz de aquella chica. Casi
podría asegurar que el corazón me dio un golpe fuerte contra el pecho.
¿Me había inquietado?
Caminé lentamente hasta la puerta de aquella habitación,
desde ahí salía una suave luz iluminando parte del pasillo. Me asomé en ella, y
me quedé de pie en el umbral cuando pude ver nuevamente la figura de la chica
moviéndose dentro del espejo. Una parte de mi mente comprendía la posibilidad
de estar convirtiéndome en un desequilibrado.
Me acerqué a la imagen, y la observé. Se reía y se movía
junto al espejo. Sólo lograba ver parte de su costado, y su cabello que se
mecía con los movimientos que ella hacía. Parecía contenta, de hecho sus
palabras lo confirmaban.
“Sí, yo también te
quiero”
Al parecer hablaba nuevamente por teléfono. Me quedé en
silencio observando el espejo, como si se tratara de la pantalla de un
televisor.
“… Mañana… ¿irás por
mí al instituto?... ¿de verdad?...”
Instituto, debía de
ser una chica muy joven, en el caso de que existiera claro. Dieciséis,
diecisiete años quizás.
“Espera, que sube mi
madre…”
Una mujer apareció a través del umbral de la puerta.
“Kissa ¿Qué haces?
¿Sabes la hora que es?”
Dijo la mujer. Así que la chica se llamaba Kissa.
“Enseguida me duermo
mamá”
Se defendió ella, intentando ocultar el teléfono tras la
espalda, pero su madre la descubrió a través del espejo.
“Dame ese teléfono”
“Sólo un poco más
mamá… por favor…”
Suplicó. La madre la observó un instante.
“Dos minutos”
Le concedió, saliendo de la habitación.
“Dos minutos…”
Repitió a su interlocutor. Para ese momento yo ya había
decidido sentarme en el suelo, frente al espejo, a pesar del frío que hacía en
aquella solitaria casa.
“Sí, descansa tú
también… sueña conmigo…”
Agregó con una sonrisa nerviosa.
“Te quiero…”
Qué extraño se me hacía escuchar hablar de amor.
La vi dejar el teléfono sobre el pedestal que había en su
mesilla de noche, junto a la puerta. Luego se dejó caer en la cama. Suspiró profundamente,
susurrando algo que no alcancé a comprender. Me arrastré, acercándome un poco
más al espejo como si con ello fuese capaz de oírla mejor.
Volvió a suspirar y se puso en pie de un salto, soltando el
broche de su pantalón mientras iba tirando de él con los pies. Pisó las puntas
de la tela para quitarlo. La observé en todo momento, sabiendo que estaba
ejerciendo de voyeurista, en el caso de sentir excitación o placer al verla. Pero
no había nada de eso ahora mismo, a pesar de estar viendo su brasier volar
hacia un rincón de la habitación. Al parecer intentaba que quedara sobre una
silla, pero cayó al suelo.
“Mierda”
Se quejó y se puso la parte de arriba de un pijama bastante
abrigador. Caminó descalza y casi corriendo para recoger la prenda de ropa. Por
un instante estuvo tan cerca de mí, que me pareció que su cabello iba a
traspasar el cristal y extendí mi mano hacia ella. Noté dentro de mí un pequeño
cosquilleo parecido a la ternura.
Continuará…
Bueno… mi pobre y
amado Bill, de tan insensible como está, ya ni siquiera se cuestiona cosas como
ver a una chica a través de un espejo, o se las cuestiona mínimamente. Mientras
escribo pienso en cómo se siente uno cuando tiene un problema muy grande, o un
dolor, y se entrega completamente a lo que venga sin que te importe mucho qué
puede pasar contigo.
Espero que les guste
como va quedando la historia.
Su comentario es mi sueldo.
Siempre en amor.
Anyara
No hay comentarios:
Publicar un comentario