lunes, 10 de diciembre de 2012

La sombra en el espejo - Capítulo X




Capítulo X
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Me encontraba sentada en el suelo. Vestida con un traje claro, que no recordaba haberme comprado, era un vestido muy suave casi imposible para el frío invierno del lugar en el que vivía. Estaba sola, la soledad envolvía todo a mi alrededor. De pronto veía la sangre que formaba un charco denso y rojo, cerrándose en torno a mí. Me sentía desesperada, la sangre me tocaría en cualquier momento y sabía que entonces me ahogaría. En ese momento noté el agarre firme de una mano en mi muñeca, fui consciente en detalle del modo en que los dedos se cerraron en torno a mi brazo, y mi mente de inmediato gestó el nombre de Adrián en medio de aquella desesperación. La mano tiró de mí hacia arriba y yo alcé la mirada buscando sus ojos, pero no fueron los ojos de Adrián los que encontré, eran los de un desconocido. Su cuerpo sobresalía a la mitad desde el espejo de mi abuela, que pendía de forma imposible sobre mi cabeza. Me arrastraba con él hasta el otro lado del cristal.
Llené mis pulmones de aire cuando me senté en la cama y me desperté.
Ni siquiera tuve que frotarme los ojos para poder abrirlos, parecía que llevaba despierta horas. Todo mi cuerpo había respondido alerta y yo respiraba agitada, recibiendo de golpe todos los recuerdos.
Adrián, Julián, el río… la búsqueda. Sus cuerpos. La tristeza. El espejo.
Bill.
Miré hacia el espejo que en este momento reflejaba parte de mi habitación. Me preguntaba si realmente existía aquel chico que creí ver antes de dormirme. Observé sobre la mesa de noche de forma casi instintiva, sobre ella estaba el cuaderno en cuya última página había escrito su número de teléfono ¿Lo habría apuntado realmente? ¿O aquella idea sería producto de mi imaginación?
Me costó unos segundos decidirme a tomar el cuaderno, quizás por miedo a que fuese sólo un invento de mi mente, pero tenía que intentarlo. Cuando lo hice lo abrí a la mitad, y deslicé las hojas con pasmosa lentitud, para encontrarme finalmente con la página final. Me encontré, para mi sorpresa, con el número de teléfono que me había dado el chico al otro lado del espejo. Volví a mirar en dirección a él, y me levanté de la cama acercándome lentamente, encontrándome con mi propia imagen. El cabello revuelto, los ojos algo menos hinchados, y más demacrada de lo que jamás me había encontrado en la vida.
—¿Kissa? —escuché la voz de Annie al otro lado de la puerta, acompañada de dos toques.
Me giré y respondí rápidamente.
—Pasa.
Me sentí de pronto como si fuese descubierta en alguna mala acción. Miré desde mi posición a mi amiga entrar, con el cuaderno firmemente abrazado contra el cuerpo.
—¿Cómo estás? —quiso saber.
Me quedé mirándola, no sabía qué responder.
¿Loca?
Fue lo primero que pensé.
—¿Kissa? —insistió, sin cerrar aún la puerta, como si quisiera observar primero la situación al interior de mi habitación para saber si necesitaba que alguien más de la casa viniera.
—Triste —respondí. Me pareció lo más cercano al estado en el que me hallaba. Annie arrugó el ceño observando el cuaderno en mis manos.
—No me extraña —murmuró, cerrando finalmente la puerta y acercándose hacia mí para tomar el cuaderno. Yo retrocedí, casi chocando la espalda con el espejo—. Dámelo, no es bueno que estés leyendo eso una y otra vez.
Me habló con cierta autoridad, como suelen hacer las madres o las hermanas mayores.
—No… no lo leeré… —me alejé de ella nuevamente, tocando esta vez el espejo con la espalda.
Annie me miró fijamente, como si intentara comprender mi reticencia. Luego retrocedió.
—Sería bueno que te dieras un baño —comenzó a decir—, llevas esa ropa desde ayer.
En ese momento me miré y recordé que llevaba la misma ropa con la que había salido en la búsqueda, incluso había dormido con ella.
—Sí —arrugué el ceño—, quizás deba.
No estaba segura de si actuaba por decisión propia, o si simplemente estaba acatando lo que me decían que hiciera.
—Ya verás que te sentirás mejor —me animó.
La miré un momento y asentí suavemente. Caminé hasta el mueble en el que solía guardar el cuaderno y lo metí en el interior junto a la navaja con la que había estado a punto de suicidarme. Era extraño, ese hecho parecía tan lejano que incluso no parecía haberme sucedido a mí.
—¿Quieres que te busque algo de ropa? —preguntó a mi espalda Annie.
Volví a mirarla, ella parecía estar analizando cada gesto de mi rostro.
—Ya lo haré yo.
—Bien.
Nuevamente me giré hasta el mueble y abrí otro cajón. Busqué ropa interior para cambiarme. Todos mis movimientos estaban acompañados de la mecánica habitual, mientras mi mente se paseaba entre los recuerdos de las últimas veinticuatro horas.
Por alguna razón que no llegaba a comprender, la noche parecía el espacio ideal para las depresiones. La luz del día le daba a todo una perspectiva, si no del todo clara, un poco más amplia.
Miré de reojo el espejo, encontrándome con mi reflejo en él y el de Annie que me miró a través de él.
—Los padres de Julián... —comenzó a hablar, observando mi reacción ante aquella frase cortada.
—Sigue… —no dejé de mirarla.
—Van a realizar sus funerales hoy —sentí un enorme vacío en el estómago. De alguna manera ir al funeral de alguien era como aceptar su muerte ¿No?
—Tan pronto… —volví la mirada, apretando las prendas de ropa entre mis manos.
—No quieren esperar.
Podía comprenderlo. Noté como las lágrimas amenazaban con brotar nuevamente, yo les había arrebatado a su único hijo.
—No creo que me quieran ahí —confesé. Annie con su silencio me dio la razón. Luego pasó tras de mí en dirección a la puerta.
—Te esperaré abajo con tu madre —me avisó.
—Annie —hablé con cierto apremio. Ella se detuvo.
Quería contarle lo que me había sucedido con el chico del espejo. Percibí la ansiedad creciendo en mi interior, y las palabras atragantándose en mi garganta. Las ahogué, comprendiendo que ahora mismo no era una persona muy fiable. Annie era mi mejor amiga, a la única a la que podría contarle una cosa como esta, pero en este momento se parecía más a mi madre que a una amiga.
—Gracias —dije finalmente, evadiendo la razón real de retenerla.
—Por nada —me sonrió tristemente antes de salir.
Me quedé de pie ahí un momento más cuando ella cerró la puerta. Intentaba que mi cabeza ubicara la idea de la muerte de Adrián, y el dolor que sentía era tan profundo que me obligaba a respirar con dificultad.
“He perdido lo que más amaba”
Le había dicho a aquel chico, y él me había respondido con un dolor tan penetrante como el que sentía yo.
“Lo sé… yo también”
Miré nuevamente en dirección al espejo, preguntándome a quién habría perdido él. Por qué su tristeza era tan opaca, parecía arraigada en su interior, no como la mía. Yo podía palparla, frotarme el cuerpo con ella.
Pensé en el cuaderno y en el número que había escrito en él. Lo llamaría. Quizás al escucharlo y saber que estaba al otro lado de la línea de teléfono, me serviría para apaciguar un poco la tristeza. Él también sufría, tal vez podríamos sufrir juntos.
Tomé el cuaderno y lo abrí, ya sin la calma de la vez anterior, ahora la ansiedad me guiaba.
Cuando tuve el teléfono en mi mano, marqué el número, notando como mi estómago se estrechaba por la incertidumbre. Escuché casi de inmediato una voz grabada me dijo que el número que marcaba no existía.
¿Lo habría marcado mal?
Lo miré escrito en la hoja con una caligrafía grande y apresurada. Respiré profundamente, y comencé a marcar uno por uno los números con algo más de calma. Quería asegurarme de hacerlo correctamente. Pero nuevamente la voz grabada vino a mi encuentro.
Tuve deseos de arrojar el cuaderno contra la pared, sintiéndome absurda, estúpida quizás. Nada parecía real ahora mismo, ni el dolor, ni la muerte, ni el chico en el espejo. Me dejé caer sobre la almohada con ganas de no moverme más, al menos hasta que el mundo volviese a girar en lugar de estremecerse bajo mis pies.
Algunos minutos después escuche un par de golpes en la puerta, y la voz de mi madre al entrar en la habitación.
—Kissa, Annie te espera —me recordó.
—Ya voy… —contesté con la voz ahogada y el rostro hundido en la almohada.
Sentí su mano sobre mi cabello. Me dolía que mi madre me quisiera, ella no era capaz de ver a la chica que había ocasionado una tragedia tan horrenda. No veía mi muñeca lastimada, que ahora escondía contra mi pecho, y por la que había esperado perder la vida. No, mi madre no veía lo egoísta que era.
—Ten paciencia mi niña —me dijo entonces—, verás como todo va pasando.
Giré la cabeza para respirar y mirarla.
—¿Crees que se me pase el amor? —le pregunté.
Mi madre me observó como suelen hacer las madres. Con la mirada de la experiencia. Diciéndome que mis problemas tenían solución, aunque yo no la viera. Podía comprender su mirada pero no lograba sentir lo que quería decirme.
—Me daré un baño —intenté calmarla, no quería que sufriera por mí.
—Bien.
La vi salir de la habitación con la misma sonrisa triste de Annie. Todo el mundo estaba triste por mí. No estaba segura de por qué pero aquello me obligó, me impulsó, a ponerme en pie. Si no podía hacer nada con la mi tristeza, al menos intentaría evitar la de los demás.
Pocos minutos después estaba sintiendo las gotas de agua tibia golpeando mínima e insistentemente mi rostro, llevándose todo lo que externamente me había dejado el día de ayer. Por un instante me sentí ingrávida, completamente fuera de mi cuerpo, dejando que el calor del agua me envolviera.
Adrián y yo nos íbamos a casar, al menos eso era lo que habíamos planeado. Tendríamos dos hijos, yo quería que fuesen gemelos. Desde que nos había tocado dar en clase de biología lo relacionado con ellos, me había apasionado el tema. Me reí en medio de las lágrimas que derramaba y que el baño se llevaba, pensando en lo absurdo que resultaba todo eso ahora mismo.
Me lavé la cara y respiré profundamente mientras cerraba el grifo. Dentro y fuera de la ducha, había un denso vapor que me hablaba de lo extenso que había sido mi baño. Me sequé un poco el cabello y me envolví en una toalla, caminando así hasta mi habitación. Entré en ella y me senté sobre la cama. Permanecí envuelta en la toalla y me miré los pies, moviendo sin mucho ánimo los dedos. Annie seguiría abajo y aunque no sabía muy bien qué esperar del resto de mi día, iría con ella.
Suspiré. En algún momento tendría que ir con los padres de Adrián, así que me decidí a vestirme.
Me puse en pie, extrañamente este día parecía más tranquilo y normal dentro de lo que cabía. Sabía muy bien todo lo que había sucedido, pero poco a poco parecía una historia que alguien me había contado. Recordé cuando había muerto la abuela, el modo en que todos en la casa preparaban las cosas para su funeral y como yo me había encargado de mis primos pequeños, escabulléndome así de lo que sucedía en el resto de la casa.
Llevé mis manos al borde de la toalla, que se cerraba sobre mi pecho, para quitármela y vestirme.
—Kissa.
Escuché mi nombre y miré hacia el espejo. Apresé el borde de la toalla con las manos, ciñéndomela al pecho para que no se cayera.
Y lo vi. Estaba de pie junto al espejo, buscando mi mirada.
—Pensé… —murmuré mientras me acercaba.
—¿Qué no volvería a aparecer? —preguntó con la voz oprimida. Asentí— Yo también pensé lo mismo luego de verte la primera vez.
Ambos nos quedamos en silencio un momento.
—Esto es tan… —volví a intentar decir algo, pero las frases se me cortaban antes de salir. No encontraba el modo de explicarme.
—¿Imposible? —volvió a terminar la frase por mí.
Y yo asentí nuevamente.
—Tienes mejor aspecto —me dijo con cierta alegría.
—Pues tú estás fatal —hablé con sinceridad, él rió suavemente— ¿Cuántas chaquetas llevas?
—Varias —aceptó, llevando un pañuelo de papel hasta su nariz, confirmando lo que sospechaba.
—Te has enfermado —sentencié.
—Un poco —me miró, aún limpiando su nariz.
Un par de golpes en la puerta de mi habitación y la voz de Annie me obligaron a girarme.
—¿Aún no estás lista? —preguntó, asomándose en la habitación.
Yo sentí que el corazón se me paralizaba.
—No.
Fue todo lo que alcancé a articular.
—Se enfriará tu desayuno —me advirtió Annie—, tu madre te preparó tostadas con dulce de leche.
Asentí sin dejar de mirarla. Ella arrugó un poco el ceño y se movió para mirar tras de mí. Yo sabía perfectamente que mi cuerpo no sería capaz de cubrir la superficie del enorme espejo. Pero para mi sorpresa Annie volvió a su sitio y me habló.
—Sigo esperándote abajo —sonrió y salió.
 Yo miré inmediatamente al espejo. Él seguía ahí.
—No te ha visto —dije sorprendida, dudando aún más de mi cordura.
—Eso parece.

Continuará…


Gracias por leer.

Siempre en amor.

Anyara

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