Capítulo XI
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Llevaba toda la mañana paseándome de un lado a otro de mi
habitación, recorriendo incansable los tres metros que tenía de ancho. Cada
pocos minutos observaba el espejo y me encontraba con mi propio reflejo.
Suspiraba, miraba por la ventana y volvía a pasearme.
Esta tarde sería el funeral de Adrián. Notaba una presión
tan fuerte en el pecho que sentía que me iba a ahogar, y Bill no llegaba. Me
había dicho que vendría, pero no aún no lo hacía.
Estaba agotada.
Caminé hasta mi cama y me dejé caer sobre ella, necesitaba
descansar aunque no era el cuerpo el que me pesaba. Mi mente no había
descansado desde que todo había sucedido, ni siquiera lo lograba en sueños, ya
que las imágenes se repetían una y otra vez ¿Y si lo llamaba? ¿Quizás si lo
volvía a intentar podía tener suerte?
Me puse de pie y fui hasta el cuaderno en el que estaba el
número que Bill me había dado. Tomé el teléfono y lo marqué, escuchando una vez
más la voz de aquella grabación que me repetía sin cansarse que el número no
existía. Me quedé con el teléfono entre las manos y lo observé como si tuviese
que darme una respuesta, pero obviamente nada pasaba.
—¿Kissa?...
Escuché su voz a mi izquierda, y pasé de la sorpresa al
alivio. La tensión que se había instalado en mis hombros pareció relajarse
momentáneamente.
Caminé hacia el espejo casi sin pensarlo. Me quedé de pie
mirando a Bill.
—Hoy es el funeral de Adrián —le dije sin mucho preámbulo.
—¿Irás? —me preguntó él, abrazándose a sí mismo. Frotaba sus
brazos por encima de la chaqueta que llevaba.
Lo miré y no alcancé a responder, las lágrimas comenzaron a
salir.
—Oh —expresó apenado, avanzando ligeramente hacia el espejo—…
no llores.
Su mano se apoyó suavemente sobre el espejo. La miré,
deseaba tocarla y sentir su calor. Necesitaba el consuelo que pretendía
brindarme.
—No quiero ir —le confesé, bajando la mirada.
—No tienes que hacerlo —contestó, retirando su mano.
En ese momento lo miré.
—Nadie puede decirte nada por no hacerlo —continuó.
Yo asentí, para luego pasar una mano por mi rostro y recoger
las lágrimas.
—Así puedo imaginar que se ha ido de viaje —intenté sonreír
ante aquella idea.
—Sí —intentó sonreír—, un viaje largo que no sabes cuándo
terminará.
—De ese modo lo extrañaré, pero…
—Será menos doloroso —terminó la frase por mí.
—Sí —murmuré en medio de un suspiro— al menos hasta que me duela menos la realidad.
—Sí.
Ambos nos quedamos tan silenciosos que por un momento me
pareció que estaba sola nuevamente.
—No me has contado a quién perdiste tú —dije, sin cuestionarme
si eran adecuadas o no mis palabras.
Se mordió el labio y miró al suelo. Le constaba hablar,
podía notarlo.
—Si no quieres no me lo cuentes—yo mejor que nadie sabía
cómo costaba hablar.
Me miró.
Creo que por primera vez desde que lo veía, reparé en la
expresión suavemente dolorosa de sus ojos y en lo expresivos que eran.
—Mi hermano —dijo entonces, soltando el aire con aquella
corta frase como si se quedara completamente vacío. Yo asentí.
—¿Mayor o menor?—continué preguntando. Era consciente en
todo momento, de que el tiempo para ir al funeral de Adrián se me estaba
pasando.
Bill esbozo una entristecida sonrisa.
—Mayor —respondió, y yo asentí—, diez minutos.
En ese momento me sorprendí.
—Gemelos… —concluí lo obvio, comprendiendo su sufrimiento.
—Idénticos —agregó, y pude entender su cercanía con el
dolor.
—Lo siento —fue lo único que me salió decir.
Él asintió.
—¿Quieres contarme? —le pregunté, con sincera preocupación.
Arrugó el ceño ante mis palabras como si le hiciera daño con
ellas.
—Sólo si quieres —le aclaré. No iba a presionarlo.
—No he hablado con nadie de esto —me confesó.
—¿No tienes familia? ¿O amigos? —quise saber. Él asintió—
¿No hablan contigo?
—Yo no he querido hablar con ellos.
Suspiró, y dejó que su mirada se perdiera en algún punto de
su lado del espejo. Parecía tan solo y vulnerable. Era como si el dolor que
sentía viviera dentro de él como una criatura, alimentándose de toda su
alegría.
Me senté en el suelo frente al espejo y le hablé.
—Siéntate y cuéntamelo —le dije con cierta autoridad que me
pareció que no rechazaría.
Bill me miró desde su altura en ese momento, suspiró y se
sentó frente a mí.
—Vivimos… vivíamos —se quedó en silencio, buscando ordenar
sus propias ideas—… vivo en Los Ángeles —asentí sin interrumpirle—. Mi hermano
y yo vinimos a pasar navidad con nuestra familia.
—¿Vivian solos? —quise saber. Me resultaba curioso, no
parecía un chico demasiado mayor.
Se produjo un nuevo silencio durante el cual Bill me miró
fijamente evaluando mis palabras, no
entendía por qué.
—Sí… somos… éramos músicos —en ese momento titubeo, esperando
alguna reacción de mi parte aunque yo no sabía cuál debía ser.
—Te escucho —lo animé a continuar.
Tragó saliva, respiró profundamente y continuó hablando.
—Bueno —de pronto pareció angustiarse al recordar. Se llevó
una mano al pecho, moviéndola como si quisiera aliviar algo.
Había leído sobre la cercanía que sentían los hermanos
gemelos, y sobre lo mucho que sufrían con la separación. No quería ni imaginar
lo que podía ser la muerte de uno de ellos.
—Nos chocó un coche. Fin de la historia—concluyó de forma
abrupta.
El silencio fue rotundo, parecía estar escapando de la
tristeza que le producía recordar. Y quizás yo no era la más indicada para
ahondar en ello.
—Bill… —hablé finalmente, y luego de varios minutos de
silencio absoluto entre ambos.
—¿Mmm?... —emitió un sonido que se asemejó a una pregunta.
No me miraba.
Sentí el nudo que se formó en mi garganta ante las palabras
que quería decirle. Me miró cuando notó que no hablaba. Sus ojos eran castaños
y estaban perfilados por pestañas igualmente castañas. No lo había notado
antes.
—Gracias —respiré profundamente—… gracias por salvarme la
vida.
Me miró intensamente, tanto que sentí el calor de su mirada
a pesar de estar al otro lado de un espejo, y de de dudar de su existencia.
Había escuchado hablar de portales dimensionales y cosas
así, pero me parecían historias de ciencia ficción que la gente adoptaba como
religión.
—Yo debía conducir ese día —comenzó a hablar—, Tom no quería
hacerlo —debía comprender que Tom era el nombre de su hermano. Lo observé
atentamente, sin romper el contacto visual que él había entablado—. Íbamos a
casa de un amigo y yo tenía sueño, quería dormir —soltó una pobre risa que
intentaba ser irónica—… y creo que en un cruce un coche nos golpeó justo del
lado del conductor.
—¿Hace cuánto tiempo de eso? —pregunté con suavidad. La
misma suavidad a la que yo respondería.
Bill arrugó el ceño.
—Unas semanas, un mes quizás —dijo—no sé ni qué día es…
—Veintitrés de de febrero —le aclaré. Él asintió.
—Cinco semanas entonces —logró dilucidar.
Nuevamente nos quedamos en silencio.
—¿Y si imaginamos que se ha ido de viaje? —quise animarlo.
Lo cierto es que cuando pierdes a alguien no hay mucho que alguien pueda
decirte. Quizás la única ayuda real sea la compañía, y él me estaba acompañando
a mí.
—Nunca nos separábamos más de una semana ¿Sabes? —intentó
sonreír. Yo asentí— Tom solía cuidar de mí, pero yo también lo hacía, también
cuidaba de él —noté como las lagrimas comenzaron a brillar en sus ojos y sus
mejillas. Le haría bien llorar— Éramos un complemento perfecto.
Uno era el cometa y el otro el conductor. Uno el que tocaba
con los dedos el cielo, y el otro quien lo protegía para que pudiera hacerlo.
Noté como sus hombros comenzaron a subir y bajar con la
presión que intentaba contener dentro.
—Llora si quieres hacerlo —lo animé, moviéndome un poco más
cerca del espejo. Esperaba que él sintiera que estaba a su lado—, ya sabes lo
que me ha pasado… yo menos que nadie te juzgaré.
Dejo caer ambas manos contra el cristal del espejo y yo puse
las mías junto a ellas. Deseaba enlazarlas y tirar de él para protegerlo de ese
dolor tan desgarrador que estaba sintiendo.
Por un instante podría jurar que noté en los dedos el
cosquilleo de los suyos.
—Quisiera abrazarte —le confesé.
Él rió tristemente.
—Aún no sé cómo cruzar espejos —quiso bromear, logrando al
menos que yo esbozara una sonrisa.
—¿Dónde estás? —le pregunté, presa de una inquietante
desesperación. Cómo iba a ayudarlo a través de un espejo.
Se rió, con las lágrimas bañando su rostro.
—No lo sé en realidad —confesó, y yo me desesperaba un poco
más.
—¿Cómo no vas a saber? ¿Cómo te voy a abrazar si no sé dónde
estás? —me quejé.
Sabía que mis palabras eran extrañas, pero qué era normal en
todo esto. Él y yo éramos dos personas que se necesitaban y aunque pareciera
imposible la idea, sabía que él… que Bill era real.
Comenzó a bajar las manos lentamente y se quedó con sus ojos
humedecidos, fijos en los míos.
—Dime dónde encontrarte —me ofreció.
Asentí y de ese modo le di los datos del sitio en el que me
encontraba. Sacó del bolsillo de su chaqueta, algo parecido a un móvil y
comenzó a manipularlo.
—No deberías estar muy lejos —me contó, sorbiendo suavemente
por la nariz y secando sus ojos con las manos.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Por el teléfono —contestó, aún enfocado en el aparato.
Escuché dos toques en la puerta, sabía que sería mi madre.
En todo esto mi padre se había mantenido muy callado, quizás pensaba que no
podría darme apoyo.
Me puse de pie rápidamente. Aunque Annie no había visto a
Bill, no podía dejar de sentir pánico ante la idea de que alguien más lo viera.
Él era ahora mismo un sustento del que no quería prescindir, y como todo lo que
no entendemos sabía que intentarían quitarme la posibilidad de tenerlo.
Abrí la puerta y la sostuve para que mi madre no entrara.
—Cariño… ¿No irás al funeral? —me preguntó, con la mayor
delicadeza posible.
Negué con un gesto.
—¿Estás bien? —insistió.
—Sí —afirme, también con un gesto—, pero no quiero escuchar
más llantos —me excusé.
—Mmm… lo comprendo —aceptó, llevando una de sus manos a mi
cabello, acariciándolo.
—Gracias —quería entrar nuevamente, sentir que ese pequeño
mundo que estábamos creando Bill y yo a través del espejo. Sentía que me
liberaba de toda esta tristeza tan enorme que sentía — Me quedaré aquí.
—Bien ¿Si viene Annie le digo que suba? —preguntó, aún
acariciando mi cabello.
—No, ya bajaré yo.
Mi madre asintió y bajó la escalera. Cuando cerré la puerta
me encontré sólo con mi reflejo en el espejo. Respiré profundamente, y me llené
los pulmones con la soledad que lo inundaba todo. Me acerqué a la ventana y
miré el paisaje, pronto oscurecería. En invierno era así, la tristeza se
apoderaba de los arboles, llevándose sus hojas y cubriéndonos con oscuridad la
mayor parte del tiempo.
Me abracé a mí misma, observando el bosque y a lo lejos los
arboles que bordeaban el río más o menos en la zona dónde todo había sucedido.
Arrugué el ceño. Así que Bill tenía un gemelo llamado Tom. Qué triste parecía
¿Habría abandonado el espejo para venir a verme?
En ese momento sentí un latido irregular en el pecho. Un
latido de ansiedad.
Necesitaba verlo. Necesitaba abrazar su dolor y que él
abrazara el mío.
Continuará…
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