Capítulo VIII
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No estaba seguro de qué hora era. Me levanté en medio de la
oscuridad, angustiado y con el dolor brotando por cada poro de mi cuerpo. Había
soñado a Tom. Había visto su rostro en el momento exacto en que gritaba mi
nombre, cuando aquel otro vehículo nos chocaba.
Caminé en medio de la penumbra, respirando agitadamente.
Llegué hasta la cocina y dejé que el agua fría saliera del grifo. Me mojé el
rostro con ambas manos, helándome. Esperaba que ese frío adormeciera lo que
ahora me estaba ahogando. Las lágrimas,
que no habían dejado de salir de mis ojos, se mezclaban con esa misma agua,
diluyéndose ambas entre mis manos.
Alcé la mirada y observé en dirección a la casa abandonada. Necesitaba
tanto ver aquel reflejo que me indicara que Kissa estaba ahí. Necesitaba sólo
un pequeño indicio de que la encontraría, y que esta tristeza profunda se
adormecería otra vez.
Me senté en una silla, imposibilitado para estar de pie. Aún
respiraba rápidamente a causa del dolor. Temblaba.
Era yo quién debía conducir, lo sabía.
Las lágrimas continuaban cayendo, y me dejaban surcos
calientes en las mejillas heladas. Yo observaba a las distancia, suplicando por
que Kissa apareciera. Necesitaba verla, oírla sonreír otra vez. Que su alegría
apaciguara esta desesperación, esta soledad que de tan honda, me anulaba.
Un pequeño destello al otro lado del bosque me hizo sollozar
abrazándome a mí mismo ¿Sería que ella podía sentirme? ¿Sabía que la
necesitaba?
La idea era tan absurda, como necesaria para mí. Me aferré a
ella como un naufrago a un único madero en medio del océano.
Me levanté de la silla, busqué la linterna que solía guardar
Frederick en uno de los muebles, y me puse la chaqueta que colgaba tras la
puerta sin siquiera preocuparme de si era la mía o no. La lluvia había cesado
hacia algunas horas, dando paso a un cielo tan despejado que parecía irreal
para esta zona y con ello a una temperatura bajísima.
Crucé el bosque casi sin mirar por donde iba. Llevaba tantos
días haciéndolo que ya me había aprendido cada hendidura en la hierba y cada
raíz que debía esquivar. Cada árbol al que sostenerme, y cada rama bajo la que
agacharme. Nada era relevante, lo único importante ahora mismo era poder verla
y adormecerme otra vez, como si se tratara de un instinto de sobrevivencia.
La casa estaba más fría que nunca, tanto que al subir la
escalera con rapidez, la garganta se me cerró por el aire helado. Me apoyé en
el umbral de la puerta de la habitación en la que se encontraba el espejo, sin
mirar aún en el interior. Intenté respirar más calmadamente, llevándome una
mano hasta la boca. Me cubrí también la nariz, permitiendo que el aire
estuviese un poco más cálido.
Cuando mi respiración comenzó a calmarse, escuché pequeños
sollozos ahogados dentro de la habitación. El dolor que hasta ese momento
sentía dolió más aún. Me asomé en la habitación con cierto temor. Estaba ligeramente
iluminada. Me enfoqué en el espejo que me mostraba la habitación de Kissa, como
siempre.
Desde mi posición podía verla sentada en la alfombra que
había junto a la cama. No estaba sola, su amiga Annie la acompañaba. Era
extraño, sólo había encendida una pequeña luz sobre la mesa de noche, y ella
lloraba. Lo hacía tan desconsoladamente que las lagrimas que antes derramara
por mi propio dolor, comenzaron a caer por el suyo ¿Qué le pasaba? ¿Por qué
lloraba?
Me acerqué al espejo, pensando que quizás desde más cerca podría
escucharla mejor. Pero Kissa no hablaba, sollozaba quedadamente como si ya
estuviese cansada de hacerlo. Como si ya no tuviese fuerzas.
—¿Qué pasa? —le pregunté en medio de mi propio sollozo.
Quería tocarla, pero al extender la mano me encontré sólo con el cristal helado
contra mis dedos igual de fríos.
Me sentí tan inútil, tan absolutamente incapaz. Me arrodillé
frente a ese espejo sin saber si me mostraba imágenes reales, o era simplemente
la podredumbre de mi alma la que recreaba otra vida igual de miserable en aquella
cubierta cristalina.
Encerré con mis manos mi cabeza, llorando tanto como lo
hacía la chica de mis alucinaciones. La hacía sufrir, quizás mi dolor era el
que la hacía sufrir. Me ovillé, arrodillado como estaba, escondiéndome de ella
y de todo a mi alrededor. Me escondía de mí mismo porque sabía que era mi
culpa.
Todo lo era.
Tom había muerto, y sabía que el muerto debía ser yo. No, ni
siquiera eso, sabía que debía haber muerto con él. Nos lo habíamos prometido,
nos iríamos juntos, nunca nos dejaríamos. Yo lo había abandonado, me había
anclado a la vida y lo había dejado partir. Por eso me aferraba a la soledad,
lo sabía, porque no merecía más compañía que la que mi propia mente creara.
“Kissa, hija… deberías
descansar”
Escuché una voz maternal junto a la receptora de todas mis
pesadillas y alcé la mirada. Noté como mi pobre alma necesitaba de la caricia
de una madre.
Kissa simplemente negó con un gesto apresurado de su cabeza,
rechazando la caricia de su madre.
—No la rechaces, acéptala… —le supliqué, casi sin voz.
Su madre la observó. Se mantenía en cuclillas para poder
mirar su rostro.
“Te traeré un té”
Le ofreció.
Kissa no respondió. La mujer se puso en pie y miro a Annie.
“Te traeré uno a ti
también”
Annie asintió y la mujer salió dejando la puerta cerrada.
“Has caso a tu madre,
tienes que descansar”
Insistió la amiga.
“No puedo…” —la
voz de Kissa sonó desfigurada por las lagrimas— “esto no habría sucedido si yo no…Adrián…”
Rompió a llorar nuevamente, abrazándose a su amiga que
suspiró profundamente y la acarició ¿Le había sucedido algo a su novio?
Los ojos me ardían. Creo que ya no me quedaban lágrimas para
compartir con Kissa. Sin embargo, el frío de la soledad seguía ahí tan vivo y
punzante como cuando me había despertado.
“Dios Annie…” —la
abrazó más fuerte— “el pobre Julián…”
¿Quién era Julián? Recordé al niño que cuidaba ¿Le habría
sucedido algo a él también?
Kissa sollozó, hundiéndose más en el abrazo de su amiga.
Parecía tan pequeña y dolida, y yo me sentía tan imposibilitado de ayudarla.
Habían pasado unos minutos y Kissa se había bebido a medias
su té, Annie había hecho lo mismo.
“¿Segura que no
quieres que me quede?”
Le preguntaba su amiga a Kissa. Esta negó con un gesto suave,
sentada ahora en el borde de la cama en lugar del suelo.
“Me siento muy
cansada…”
Confesó Kissa.
“Me imagino…”—habló
comprensiva Annie— “descansaré un poco en
casa y vendré a verte” —le ofreció.
Kissa simplemente asintió sin mirarla. Annie se tomó una
pausa, mirando atentamente a su amiga como si debatiera el dejarla sola o no.
“¿Estarás bien?”
Insistió.
“No Annie, no lo
estaré… creo que nunca más podré estarlo… tengo algo roto aquí dentro…”—se
tocó el pecho— “y no podré recomponerlo
nunca más”
Casi me ahogué con esas palabras. Las entendía muy bien.
“Kissa…” —murmuró
Annie.
“Si lo que quieres
saber es si seguiré viva…” —se tomó una pausa— “Tranquila, ahora mismo no tengo fuerza, ni física, ni mentalmente para
idear nada… sólo quiero dormir… “
“Entiendo…”—aceptó
su amiga, su rostro no estaba carente de preocupación.
Kissa se dejó caer sobre la cama aún vestida, y Annie la
cubrió con parte de la colcha antes de salir y cerrar despacio la puerta.
Me quedé muy quieto observando el bulto que formaba ella
sobre la cama. La luz de su lámpara estaba encendida y no parecía querer
apagarla ¿Se habría dormido? No me extrañaría con todo lo que había llorado.
Entonces recordé mis lágrimas, me llevé las manos a las mejillas que estaban
heladas y secas. Había dejado de llorar. Un estremecimiento me hizo notar el
frío que comenzaba a hacer. Aún estaba oscuro fuera, no sabía qué hora era.
Extendí la mano hasta la manta que había traído hacia días,
y me cubrí con ella sin importarme lo sucia que podía estar. Me quedé sentado
frente al espejo, mirando por largos minutos la figura inmóvil de Kissa. De
pronto se sentó en la cama, y se quedó muy tranquila en la esa posición como si
le pesaran los hombros. Los parpados caídos y los labios entreabiertos. Casi no
podía verle el rostro, cubierto por su largo cabello claro cayendo por los
hombros. Por un instante llegué a pensar que continuaba dormida, y que aquella
reacción era la de un sonámbulo.
Pero entonces se puso en pie, camino hasta el espejo y se
observó un instante. Tenía los ojos tan rojos e hinchados, que no llegaba a ver
el gris de sus pupilas. Se acarició con una mano el pómulo derecho y luego la
mejilla, suspirando profundamente al hacerlo, parecía estar recreando una
caricia recibida. Luego su mano viajó al espejo y tocó lo que imaginé sería su
propio reflejo sobre el cristal, repitiendo la caricia. Dejó caer la mano y se
mantuvo ahí, muy quieta, observándose. Yo la miraba también. Me parecía casi
imposible que toda esa alegría y dulzura que siempre veía en ella se hubiese
esfumado de forma tan violenta.
Se giró de improviso. Lo hizo más rápido que ninguno de los
movimientos que había tenido hasta ahora, y abrió uno de los cajones del mueble
que había a un costado de su habitación. Sacó el cuaderno que la solía ver
escribir pero no descanso al encontrarlo, continuó buscado hasta que mantuvo
algo en su mano que no llegué a ver. Se sentó en el suelo, sobre la alfombra
que había junto a su cama y abrió el cuaderno. Comenzó a leer, y poco a poco
empezó a sollozar otra vez.
—¿Por qué te haces esto? —quise saber, con la voz entumecida
por el frío y la congoja.
Se llevó una mano abierta hasta el rostro, y se frotó con
fuerza y desesperación.
“Adrián… Adrián…”—se
quejaba, dejando salir un profundo gemido contenido. Seguramente para evitar
que alguien dentro de casa la escuchara— “…pobre
Julián… perdóname pequeñito…”
Un nuevo sollozo rompió, ahogándose de inmediato. Luego de
él, un silencio largo e inmóvil. Finalmente la vi tomar el objeto que antes
sacara del cajón y manipularlo.
Un gemido se me escapó del pecho cuando vi que se trataba de
una navaja. La observó y probó su filo, acariciándolo suavemente con un dedo.
Se quejó cuando aquello le provocó un fino corte.
—Kissa… Kissa… —comencé a llamarla con angustia, notando como
mi corazón se disparaba ante la expectativa de lo que ella pudiera hacer.
Observó la hoja metálica y la movió ligeramente de un lado a
otro, logrando que la escasa luz de la habitación se reflejara en ella y le
iluminara por un segundo el rostro.
“Adrián…quiero estar
contigo…”
La escuché suplicar.
No, no, no.
Se repetía en mi cabeza.
Ella extendió el brazo izquierdo y descubrió de ese modo parte de su
muñeca, llevando la navaja hasta la piel desnuda.
—¡Kissa! ¡Kissa! ¡Kissa! —me arrodille frente al espejo con
ambas manos apoyadas en el cristal, y el
pecho hundiéndoseme por la fuerza con la que respiraba. Podía notar como su
mano temblaba intentando decidirse a presionar la hoja contra la piel— ¡No lo
hagas!
Supliqué con toda la potencia que mi estrangulada voz me
había permitido.
Entonces ella se giró hacia el espejo, y sus ojos
encontraron los míos. La navaja había alcanzado a romper la piel, lo supe
cuando la sostuvo en el aire manchada de sangre.
Continuará…
Ufff con Kissa… me
dejó el alma en un hilo. La verdad es que las emociones de esta historia me
aprietan el corazón en un puño.
Espero que les vaya gustando la historia y que me dejen sus opiniones.
Siempre en amor.
Anyara
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