Capítulo XII
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Notaba la presión en el pecho cada vez que me venía un
acceso de tos, y el aire frío del bosque no ayudaba demasiado con la gripe que
me había agarrado. Hacia sólo un momento que había comenzado, quizás al salir
algo apresurado de la casa abandonada con la idea clara de encontrar la
dirección que me había dado Kissa.
Sabía que me encontraba en algún pueblo pequeño cerca de Hollenstedt,
y Kissa había usado ese nombre en su referencia. Ahora tenía que saber
exactamente dónde me encontraba y encontrar el modo de ir hasta ella.
La tos me atacó nuevamente cuando cruzaba la puerta de la
cocina de Sarah. Ella me observó con esa mirada cautelosa que llevaba teniendo
los últimos días.
—Tienes que cuidar esa gripe —me advirtió.
—Ya lo hago —cerré la puerta tras de mí y me acerqué un poco
hasta la cocina en la que estaba puesta la leña. No me quité la chaqueta,
esperaba a que mi cuerpo recibiera un poco más de calor.
—Pues no lo parece. Estás todo el tiempo cruzando el bosque
para ir hasta esa fría casa —sus palabras sonaron casi como una acusación.
Parecía que entre esa casa y ella había una especie de
insana competencia, y que yo me estaba aliando con el bando contrario. Me quedé
en silencio un momento.
—¿Quieres algo caliente? —me ofreció. Había comido muy poco
al medio día.
—No —negué con un gesto. Lo cierto es que no tenía hambre—,
gracias.
Sarah arrugó ligeramente el ceño, sirviéndose una taza de té
recién preparado. Luego se sentó a la
mesa.
—Sarah —le hablé cuando me animé a hacerlo. Ella me miró, sosteniendo
la taza con ambas manos a la altura de su boca— ¿Cómo puedo llegar a Wohlesbostel?
Ella continuó observándome como si le costara comprender mi
pregunta.
—¿A Wohlesbostel? —repitió.
—Sí —asentí ligeramente entusiasmado. Parecía conocer el
lugar.
—Muchacho, estás en Wohlesbostel.
Ante su respuesta ambos no quedamos en silencio ¿Estaba ya
en el pueblo de Kissa? ¿El mismo pueblo que se había movilizado casi al
completo para rescatar al niño y al joven que cayeran al río?
Cómo era posible que no me hubiese enterado ¿Tan abstraído
estaba en mí mismo que no veía lo que sucedía a mi alrededor?
—¿Quieres visitar el pueblo? —me preguntó con algo más de
entusiasmo.
Medité en la respuesta que debía darle.
—Me gustaría ver un poco.
—¿Quieres que te acompañe? —apoyó ambas manos sobre la mesa
para ponerse de pie.
—No —reaccioné de inmediato, y de forma tan tajante que
Sarah me miró sorprendida—. No, gracias. Prefiero caminar un rato y…
—Tranquilo, no tienes que explicarme —se acomodó nuevamente
en su silla—. Además ya estuve por la mañana y no habrá cambiado demasiado —quiso
bromear. Yo esbocé una sonrisa y a continuación la tos me molestó nuevamente—.
Tengo unas hierbas para esa tos.
La miré sin poder responder y busqué un vaso para beber algo
de agua, notando el frio líquido entrando por mi cuerpo.
—¿Hacia dónde tengo que ir? —pregunté, mirando nuevamente a
Sarah.
—Toma el camino a la derecha, tendrás que caminar cerca de
un kilometro. No hay forma de perderse.
Asentí, ciñéndome nuevamente la chaqueta al cuello para
salir.
—Pronto se te hará de noche —me advirtió.
—Lo sé, volveré antes —abrí la puerta para salir pero la voz
de Sarah me detuvo otra vez.
—Tu madre llamó, dijo que seguías sin responderle —era
cierto, había encendido el teléfono para recibir la llamada de Kissa, pero no
había querido responder las de mi madre.
—¿Qué más dijo? —quise saber.
—Que vendrá a verte en unos días.
Arrugué ligeramente el ceño pero cambié la expresión de
inmediato, para no resultar tan obvio lo poco que deseaba tener visitas.
—Bien, volveré dentro de un rato —avisé, y salí al exterior.
Estaba muy frío.
El sol aún alumbraba pero pronto se iría apagando. El
invierno se iba alejando, permitiendo de ese modo tener unos minutos más de sol.
Dentro de poco serían las cinco de la tarde. Al menos en la calle por la que
debía ir había algo de alumbrado público, así que aunque se hiciera de noche
podría regresar.
Comencé a caminar fuera de la propiedad. La casa de Sarah y
Frederick no estaba muy alejada de la carretera, así que sólo fue cuestión de
avanzar unos cuantos metros. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta, y
me encorvé ligeramente buscando el calor que aquella postura me podía dar.
¿Cómo sería abrazar a Kissa?
Quizás sería como en mis sueños. Aquellos sueños que solía
tener en un estado de duermevela mientras esperaba para volver a verla. Su
cuerpo que parecía tan blando cuando se entregaba a una caricia, que debía de
ser como estrechar un oso de peluche. Pero lo que más me intrigaba era saber
cómo me sentiría yo si llegaba a abrazarla.
En ese momento experimenté algo que de tanto que me lo había
prohibido, casi había olvidado cómo era. Alegría. Noté como aquel sentimiento
intentaba abrirse paso a través de mi pecho. Sabía bien que su existencia, así como
de las lágrimas que brotaran frente al espejo, eran posibles gracias a Kissa. Su
comprensión del dolor me ayudaba a liberar el mío.
De pronto la ansiedad comenzó a apoderarse de mí. Necesitaba
llegar al sitio que me había señalado. Necesitaba abrazarla y agradecerle.
Saqué el móvil de mi bolsillo y comencé a buscar el mapa en
el que había señalado su posición. Lo más probable es que me encontrara al otro
lado del pueblo, y por eso no había sabido nada de lo sucedido con Adrián y
Julián.
En la pantalla apareció un pequeño globito apuntando el
lugar. Fui acercando la imagen para poder mirar mejor la posición.
—¿Qué?... —exclamé.
El buscador del teléfono indicó mi posición a sólo metros de
la búsqueda. Me giré con el aparato en la mano, y la flecha en el mapa me
mostró la dirección que debía tomar. Observé, notando los arboles del bosque
que rodeaba la casa de Sarah y Frederick. No parecía haber un camino, y si había
existido no se utilizaba desde hacía mucho.
Un pequeño escalofrío me recorrió la espalda pero no debía
de extrañarme, llevaba todo el día teniéndolos. Lo ignoré como había hecho con
los demás. Comencé a caminar hacia bosque dormido, abriéndome paso por la
maleza que había crecido. Confirmé que era un camino que nadie transitaba. Mientras
más caminaba, más me convencía de que el teléfono debía de estar fallando o
simplemente había anotado mal los datos que me había dado Kissa.
La maleza iba decreciendo y los árboles se abrían dando paso
a un claro ¿Tal vez sí había una casa ahí después de todo? ¿Quizás simplemente
había tomado un camino equivocado?
Me detuve en seco cuando tuve la casa frente a mí. La
observé detenidamente, era la casa de los Meier.
—No puede ser —murmuré, detenido sin comprender hasta que me
decidí a avanzar. Notaba el modo en que me pesaba cada paso que daba.
Me detuve frente a la puerta y busqué el número. Me encontré
con una tablilla tallada junto al lado derecho, que a pesar de la suciedad
acumulada dejaba leer claramente el número. El corazón se me apretó en el pecho
cuando confirmé que se trataba del mismo que me había dado Kissa. Me quedé
mirándolo, intentando dilucidar qué era lo que pasaba ¿Era acaso una broma?
No podía creer que se tratara de una broma, estaba seguro de
que no lo era, pero claramente Kissa no estaba aquí, pero ¿Dónde estaba
entonces?
Entré a la casa todo lo rápido que las piernas me permitían.
Notaba el cuerpo cansado y dolorido a causa de la gripe. En cuanto estuve en la
habitación, el silencio y la soledad lo llenaron todo. Solté el aire con un
suspiro agotado y comencé a pasearme de un lado a otro.
¿Dónde estaba Kissa? ¿Habría ido al funeral?
Miraba el espejo y sólo me encontraba con mi propio reflejo,
sintiéndome aún más desesperado.
Afuera, comenzaba a llover.
De pronto el espejo empezó a abrir la imagen que llevaba
largos minutos esperando. Me enseñó la habitación del otro lado.
—Bill —Kissa casi suspiró cuando me vio—, te estaba esperando
fuera, pensé que llegarías… bueno… tú… a mi puerta… —titubeo.
Sus ojos entristecidos me suplicaban por una respuesta, pero
ahora mismo todo lo que tenía en mi mente eran preguntas.
—¿Dónde estás? —quise saber, ella me observó desconcertada.
—Aquí… en mi casa… —respondió finalmente.
—No —negué con un gesto, notando un nuevo escalofrío. Esta vez
sabía que era por miedo—, bueno… estoy
en el número seis de Am Ahrensberge…
—¿Wohlesbostel? —preguntó, intentando comprender.
—Sí.
Negó con un gesto.
—Yo estoy en el número siete de Am Ahrensberge…
—Kissa… no…
Ambos nos miramos fijamente. El corazón me latía inquieto.
Una idea comenzaba a llenar mi mente sin retroceso.
—¿Cuál es tu apellido? —pregunté, sin darle tiempo a que me
respondiera— ¿Meier?
Me miró y asintió rápidamente, sintiéndose tan asustada como
yo. No, no podía estar más asustada que yo. Me llevé ambas manos a la cabeza y
me giré en el sitio.
—No puede ser —me negaba a creer lo que comenzaba a
comprender.
—¿Qué? —preguntaba ella al otro lado.
—No —continuaba negando, no quería mirarla.
—¡¿Qué?! – me exigió contagiada con mi desesperación.
La miré fijamente, acercándome tanto al espejo que casi
podía sentir mi aliento rebotando y tocando nuevamente mi rostro.
—Kissa —ella se mantuvo atenta—, me llamo Bill Kaulitz —intenté—
¿Has oído hablar de mí? ¿Me has visto alguna vez en una revista o en
televisión?
Ella negó apresuradamente.
—¿Bill? —veía las lagrimas asomarse en sus ojos. Tenía que calmarme,
uno de los dos tenía que hacerlo.
—Tranquila —le pedí.
—¿Qué pasa? —preguntó asustada.
Me reí con ironía. Era absurdo incluso hacerse esa pregunta.
Desde el principio todo había sido extraño entre nosotros, así que este
descubrimiento no tenía porque sorprenderme en realidad.
—¿Cómo se llaman los padres de Julián? —quise asegurarme.
Kissa contrajo el ceño como si le doliera recordar.
—Frederick y Sarah —respondió.
Bajé la mirada, me sentía embargado por la sorpresa y la
angustia.
—Bill —volvió a susurrar mi nombre y vi que su mano tocó el cristal
a la altura de mi rostro. La miré, comprendiendo que no podría abrazarla. No
podría saber lo que se sentía.
—Creo que… estamos en tiempos diferentes —le hablé con
sinceridad.
Ella se quedó mirándome fijamente, en silencio.
—El día que murió Julián, Frederick me contó que se cumplían
siete años desde la muerte de su hijo.
Kissa continuaba en callada, pero eso no evito que una
lágrima que bordeó su mejilla hablara por ella.
Y no pude contener las mías.
—Oh Kissa —mi voz sonó lastimera—, quería abrazarte…
acompañarte.
—¿Cómo puede pasar esto? —preguntó— ¿Es que ya no vivo aquí?
Negué.
—La casa está abandonada.
—¿Cómo es el espejo de tu lado? —continuó preguntando.
—Grande, enmarcado en madera labrada.
—De color bronce.
—Sí.
Nos quedamos en silencio, mirándonos fijamente. Sus ojos
continuaban bañados por las lágrimas, los míos simplemente los reflejaban.
—¿Bill? —murmuro una vez más mi nombre con la voz oprimida
por las lagrimas.
—¿Si?
—¿Bésame? —pidió, con la dulzura enlazándose con el dolor.
Sabía que no pedía la clase de beso que se le da a un novio
o un amante, simplemente pedía una caricia que no podía darle. De todos modos
acerqué los labios al espejo y los oprimí contra el cristal. Kissa hizo lo
mismo con los suyos.
Comprendía que no era real, pero el calor de mis propios
labios contra el espejo me ayudó a recrear el de su boca.
Continuará…
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