Capítulo XXI
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“Mi adorado Bill…
Se me hace tan difícil
escribir este día. Sé, soy completamente consciente de que para ti debo ser como
una especie de grano de arena en medio
de una playa llena y duele, duele tontamente, pero lo hace. Intentar explicarte
el amor que siento por ti, se ha convertido en algo triste. Tener la
posibilidad, haber estado tan cerca y no poder, ha sido como clavar un cuchillo
en mi pecho sin lograr extirparlo.
Escribo esta carta,
porque quiero que tengas mis palabras tal y como ahora las siento. Mañana es el
último día que tengo para evitarte aquella tristeza tan enorme con la que te
conocí. Nunca pude decirte esto, porque no volví a verte, pero creo que te ame
desde ese frío beso que nos dimos a través del espejo.”
Había releído la misma nota tantas veces. Casi no podía
respirar de la emoción cuando me di cuenta que estaba escondida en medio de dos
fotografías. Como único mensaje visible, en una de las caras del papel doblado,
había un “Te amo” que quizás por una cuestión de ego, me atribuí.
Ahora la miraba. Seguía dormida, mantenía aquella calma que
me desesperaba. Si no fuese por la escayola que le cubría la pierna izquierda por
completo, no habría pensado jamás que estaba en un hospital.
Me puse en pie y me acerqué a ella.
—Tom dice que no debería estar tanto aquí —comencé a
contarle, en tanto acercaba mis dedos a los suyos que descansaban sobre la
cama—, pero no puedo dejarte…
La observé. Su cabello suelto sobre la almohada me hizo
evocar a la princesa dormida de algún cuento de la infancia. La forma ovalada
de su rostro, sus ojos cerrados, sus largas pestañas.
—Kissa…
Murmuré su nombre, esperando que me escuchara, que viniera
hasta mí. Acaricié con más intensidad su
mano, deseando que despertara. La necesitaba tanto.
Suspiré, y volví a mirar la unión de nuestras manos.
—Cuando despiertes te llevaré a la playa, te hará bien el
sol y el calor.
Quería convencerme de que podría llevármela conmigo. Casi
podía evocar su imagen en mi mente, la veía sentada bajo una sombrilla, en una
de esas playas a las que solía ir en Los Ángeles.
Acaricié con suavidad la cálida piel de su mejilla.
—Ven conmigo Kissa… mi preciosa Kissa… —le supliqué, notando
el nudo que se formaba en mi pecho, ante la incertidumbre ¿Podría estar con ella
alguna vez? ¿Podría verme?— ¿No me escuchas? ¿No me oyes llamándote? —le
pregunté, angustiado.
Mi mano subió hasta su frente, al nacimiento de su cabello y
acaricie con delicadeza las suaves hebras.
Y entonces sus labios llamaron mi atención, desee tocarlos
con los míos sólo por un segundo, recrear la hermosa sensación de un beso. Los
toqué con toda la delicadeza que me fue posible, sin saber en qué momento había
comenzado a amarla de este modo. Cómo era posible que el pecho se me hiciera
tan pequeño para todo lo que sentía por ella. Presioné ligeramente, sabiendo
que no podría responderme, y entonces la oí gemir en voz baja. El corazón me
dio un salto, y me separé de ella lo suficiente como para mirarla. Sus ojos, sus
hermosos ojos grises comenzaban a abrirse, y ya no fui capaz de contener las
lágrimas. Noté sus dedos moverse buscando los míos y de su boca salió mi nombre
apenas murmurado.
—Bill…
—Shhh… tranquila… —le dije, acariciando con ímpetu los dedos
que me buscaban, sin ser capaz de pensar en qué más hacer. Miraba como sus ojos
se llenaban de lagrimas, en tanto ella intentaba sentarse, quejándose cuando el
dolor de su cuerpo se hizo notar— voy por el médico…
Le avisé, ella sostuvo mi mano con más fuerza.
—Bill… —la misma fuerza que estaba recuperando su voz.
—Volveré de inmediato — le dije, notando el corazón desbocado. Ella
asintió.
Se me hizo eterno recorrer los pasillos en busca de la
enfermera, del médico; de alguien que pudiera ver a Kissa. Y luego, los minutos
en los que tuve que esperar fuera de la habitación. Ver llegar a su madre y
estar con ella un tiempo tan largo, que los minutos en el reloj parecían horas.
Hasta que llegó Tom.
—¿Despertó? —me preguntó sorprendido. Asentí — ¿Y cómo está?
—No lo sé, no me lo han dicho —me sentía nervioso, inquieto.
Ella había dicho mi nombre, me recordaba.
—¿Cómo que no te
han dicho nada? —lo miré, parecía indignado— Llevas aquí días enteros, eres al
primero al que tendrían que decirle algo.
—Está su madre con
ella —le expliqué.
—Su madre también
sabe que llevas aquí días… y noches, claro —se calmó un poco— ¿Desde cuándo que
no duermes una noche entera en casa?
Me encogí de
hombros.
En ese momento vi a
su madre salir de la habitación. Me miró y se acercó.
—¿Bill? —preguntó.
—Sí —respondí
adelantándome hacía ella.
Llevábamos días
encontrándonos sin hablar. Ella sabía que yo venía a ver a su hija, pero no me
decía nada, estaba el tiempo que podía y se iba. Muchas veces me pregunté por
su padre, pero no tenía a quién hacerle aquella pregunta.
—Kissa se encuentra
estable, según lo que me ha dicho el médico —comenzó a explicarme, como si me
debiera esa explicación. Yo la escuché con atención—, tiene que estar aquí algunos días más antes de
poder ir a casa y comenzar con la rehabilitación.
La rehabilitación.
Era curioso, ni siquiera me había planteado aquello. Asentí, para que ella
comprendiera que le estaba dando toda mi atención.
—Ella me ha pedido
que te llame —me observó atentamente, como si hubiese algo que quería preguntar
pero no lograba hacerlo—, ve… la enfermera tiene mi teléfono para lo que sea.
Me miró un poco más
y luego se dio la vuelta, para irse.
—Gracias.
Le dije antes de
que se alejara.
—No tienes que
dármelas —sonrió—, tengo la sensación de que eres tú la razón de que mi hija
volviera.
Noté el golpe que
dio mi corazón contra el pecho cuando ella dijo aquello.
—Gracias —insistí.
Comprendió que le agradecía aquellas palabras mucho más de lo que ese ‘gracias’
lograba decir.
—Ve —me empujó Tom
hacia la puerta cuando ella se alejó.
Toqué dos veces y
respiré. Era absurdo, pero me sentía como si fuese a verla por primera vez.
—Pase…
Escuché su voz.
Miré a Tom junto a mí.
—Entra, yo te
espero aquí —me dijo, apoyado en el umbral externo de la puerta. Asentí.
De ese modo entré
en la habitación, cruzando el corto pasillo que había entre la puerta y la
cama, notando como el corazón me latía vertiginoso, sintiéndome como un
adolescente a punto de acercarse a la chica que le gusta.
La observé, estaba
sentada en la cama, todo lo que su pierna escayolada le permitía sentarse. Me
sonrió tímidamente, mientras se acomodaba el cabello con cierto disimulo.
—Hola —le dije.
¿Qué recordaría de
mí? ¿Quién sería yo para ella? Tal vez Kissa se hacía las mismas preguntas.
—Hola —respondió
con suavidad. Y le sonreí.
—¿Nunca te cansarás
de asustarme? — le pregunté, animado y avanzando hacia ella.
—Tú no luces
precisamente espectacular—rió ella.
—Ya sabes, el
sillón es lo que tiene —indiqué el mueble tras de mí.
Kissa bajó la
mirada a sus manos unidas. Estaba jugueteando con sus dedos nerviosamente.
—Me han dicho que
llevas días quedándote aquí —dijo, sin dejar de mirarse las manos. En realidad
evitaba mirarme a mí.
—Bueno… unos pocos
—le quité importancia. En este momento no había nada más importante para mí, que
verla hablar y sonreír. Verla viva.
Ambos reímos, y
entonces me miró. Nos quedamos así largamente. Nos decíamos con la mirada
tantas cosas. Yo le contaba de mis miedos, de la comprensión tan irreal que
tenía de su existencia. Ella me hablaba de sus días sin mí, de la tristeza con
la que había escrito aquella carta de la que yo jamás hablaría.
Me llevé la mano al
pecho, y busqué el colgante. Kissa siguió atentamente mis movimientos.
—Toma —se lo
extendí.
Pareció nerviosa, y
sostuvo su cabello a un lado.
—Pónmelo…—me pidió.
Nunca sabré porque
no la besé en ese momento. La tenía tan cerca, que me llené con el aroma limpio
de su piel, conteniendo el aliento… controlando los temblores de mis manos al
cerrar el broche de aquel colgante.
Volvimos a
mirarnos. A contemplarnos.
.
—Con cuidado —le
dije a Kissa, mientras le ayudaba a sentarse en la silla de ruedas.
—Si no sujetas la
silla, vas a lograr que ella se caiga —reclamaba Tom, sosteniendo la silla.
—¿Y para qué estás
tú entonces?—me quejé, soltando a Kissa cuando finalmente estuvo sentada.
—No se peleen —nos
pidió. Noté como su mano se deslizaba por mis hombros al liberarse de la ayuda
que yo le estaba dando.
Ella no sabía
lo que me hacía sentir con cada gesto.
—No nos
peleamos —dijo Tom, sonriéndole — ¿Verdad hermanito?
Si quería
tanto a Tom ¿Por qué a veces me asaltaba este extraño instinto asesino?
—No Kissa, yo
no peleo… él lo hace todo el tiempo —respondí mordaz.
Ella sonrió un
poco más.
—¿Estás lista?
—preguntó su madre desde la puerta.
Kissa me había
explicado que su padre había muerto hacia un par de años. Que ella y su madre
se habían quedado solas.
—Claro, estos
chicos me miman mucho —puso sus manos, una en la de Tom y la otra en la mía.
—No sé de
dónde has sacado amigos como estos, pero tienes que agradecerles mucho —le dijo
su madre.
Kissa sólo
sonrió. Sabía que no podíamos hablarle a nadie del modo en que nos habíamos
conocido, pero de todas maneras me sentí ignorado.
—¡Kissa! —la
voz de su amiga Annie entró en la habitación, como si esto fuese un estadio en
lugar de un hospital— nos vamos a casa —mencionó lo evidente.
—No sé para
qué, si me pasaré la mitad de mis días aquí —suspiró.
—Pero la otra
mitad no… eso es lo bueno…
Al parecer
Annie era optimismo a toda prueba.
De ese modo
salimos del hospital. Tom se peleó conmigo el empujar de la silla de ruedas, y
casi nos da un infarto a la madre de Kissa y a mí cuando corrió por el pasillo,
frenando en seco al cruzar ante ellos una enfermera.
—¿Estás
segura? —insistía en preguntar su madre, cuando Kissa le mencionó que se
quedaría con Annie.
—Sí mamá, ya
sabes que me queda más cerca del hospital —volvió a explicarle ella.
—Ya, pero ¿Cómo
harás tus cosas en casa? Annie está fuera, y tú estarás sola — insistía.
—Tú también
estás fuera casi todo el día…
—Me encargaré
de dejarle las cosas fáciles —dijo Annie.
Pensé en
intervenir, en decirles que ya me haría cargo yo de ella. Que podía hacer todo
por ella.
—Yo podría
ayudar —intervino Tom, adelantándose. Creo que no lo miré para fulminarlo
porque no quería quitar la mirada de la carretera.
—Oh, no —dijo
entonces la madre de Kissa—. Mucho han hecho con ofrecerse a traernos.
—Podemos… ¿Verdad
Bill? —preguntó Tom. Me reí irónicamente, ahora sí que contaba conmigo.
—Puedo, claro
que sí —quise dejar en claro que aquel era un ofrecimiento en el que sólo había
sitio para mí.
Reparé
entonces en lo egoísta que estaba siendo, pero no me retracté. Por un momento
recordé ese día en que Georg había estado a punto de ver el espejo, y del egoísta
silencio que mantuve. El modo en que quería que Kissa sólo fuese mía.
—¿Ves? —habló
Tom, dirigiéndose a ella— Bill puede.
Y casi pude
ver, a pesar de no estar mirándolo, como le guiñaba un ojo a Kissa.
Continuará…
Jjajajjajajaja… como siempre digo… los personajes se
mandan solos. Ahora mismo ni siquiera sé que puede pasar, pero quiero darles a
Kissa y a Bill la oportunidad de estar juntos, aunque al parecer ambos se lo
están tomando con cierta calma ¿No?
Besitos y espero sus comentarios.
Siempre en amor.
Anyara
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