Capítulo III
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La cuerda se enlazaba alrededor de mis muñecas, no sólo como
un instrumento para inmovilizarme. Ella parecía estar tejiendo un entramado que
casi pude imaginar. Luego sus manos abandonaron el trabajo y yo moví suavemente
las muñecas, comprendiendo que la atadura era tan fuerte que podría retenerme,
aún si yo no lo deseaba. No había consideración para un principiante.
La angustia reflejada en mi respiración se acrecentó, al
igual que mis expectativas.
Escuché sus pasos viajar desde el expositor, hasta donde me
encontraba atado. El sonido se detuvo y ambos nos mantuvimos en completo
silencio. Moví la cabeza, buscando registrar algún sonido que me indicara qué
sucedía. La respuesta me llegó de la mano de una suave caricia que cosquilleo sobre
mi pecho. No era su mano. No era la fusta.
Una pluma.
Me entregué a la caricia que descendía marcando la forma de
mi cuerpo. Apoyé la cabeza en el pilar contra el que me encontraba, notando el
deseo creciendo implacable. La pluma jugueteó en mi ombligo arrancándome un
pequeño siseo.
La delicada sensación subió hasta mis labios, que se
entreabrieron al instante, ofreciéndose, deseando sentir más de su grácil
textura. Fue un roce fugaz, dolorosamente corto. Cuando la pluma volvió a
cruzar mi torso, mi boca jadeó de
desamparo, de un vacío del que no había
sido consciente hasta entonces.
Sí, cada vez que ella tocaba una parte de mí a través de su
instrumento, ésta parecía despertar, cobrar nueva vida. De pronto mi cuerpo se
desperezaba de un largo sueño, y los sentidos se agudizaban hasta un punto
insoportable. Sentía cada poro de la piel abierto como mis labios. Cada músculo
vibraba tenso y extremadamente receptivo bajo su tacto.
Un golpe breve y seco en el brazo me hizo revolverme en mi
lugar, sacándome de mi ensoñación. Era la fusta, ya reconocía su toque severo; pero
antes de poder emitir un sonido de queja, la suavidad de la pluma ya calmaba el
pequeño escozor.
Así comenzó un nuevo juego, porque era un juego, uno en el
que deseaba participar aunque aún no conocía todas las reglas. Esas palabras se
repetían como un mantra en un oscuro rincón de mi mente. Uno, en el que el cuero y la pluma se alternaron sobre
mi carne para mostrarme nuevas formas de sentir. El más dulce escalofrío era
seguido por un leve azote que marcaba mi lugar en aquella habitación. Siempre
lograba sorprenderme. Sumergido en mi mundo de sombras, imaginaba, casi veía, como
cada vez que ella me tocaba, ese punto de mi cuerpo lanzaba destellos. Así lo
sentía, como breves fogonazos de excitación que me salpicaban la piel,
haciéndome apretar los dientes y retener un hondo gemido en la garganta.
La expectación afinaba mis nervios, los tensaba como la
cuerda de un arco justo antes de hacer volar la flecha hasta su objetivo. Un
arquero ciego, un objetivo maniatado y sumiso por su propia voluntad. Eso era
yo en aquel instante, y esa idea me hizo temblar de ansiedad.
De pronto, volví a sentir su calor irradiar cerca de mí. El
sonido de los tacones no la delataron, pero el jugoso olor a cerezas que inundó
mi nariz durante un segundo me hizo pensar en su rojo de labios. ¿Era su boca
lo que tenía cerca? Ese color… lo recordaba intenso y oscuro entre las luces
del club, brillante de humedad al llegar a la Sala Roja. Así eran las lucen que
enmarcaban la curiosa escena que parecíamos representar, y así era su boca, roja, palpitante, henchida de
promesas inconfesables. Me mordí el labio inferior con fiereza, soñando que era
su boca la que mordía, esa que había estado casi al borde de mis labios durante
un interminable segundo. Involuntariamente me adelanté hacia ella. Quería
tocarla, tocar su boca. Morderla y conocer su sabor.
Más allá de la cereza, pude percibir un suave perfume a
polvo de talco y una lejana nota a sándalo. La mezcla del olor a cuero junto a
ese otro aroma cremoso, cercano a su piel, dejó en mí el eco de algo familiar. ¿Por
qué me evocaba al backstage de un concierto? No lo sabía, pero un calorcillo
acogedor me inundo la memoria. Estaba demasiado excitado para pensar con
coherencia, tan ocupado en sentir que apenas me di cuenta que ese coctel de
esencias me había relajado un poco, lo justo para hacerme perder la rígida
disciplina que imponía a mi cuerpo.
Estaba poseído por el deseo, enfebrecido por la ausencia de
su cuerpo. Necesitaba tocarla, sentirla
entre mis brazos, incendiarla con mi pasión. Forcejeé con mis ataduras sin
éxito, gruñendo de impotencia. Noté como mi pelvis avanzaba por instinto,
buscando contacto, pero ella no lo permitió. Con un golpe de fusta sobre mi
erección, me detuvo por completo. Fue un toque certero y algo doloroso, lo
suficiente para ser una advertencia que no admite dudas. No puedes tocarme.
Fue como si la realidad distorsionada en la que estaba,
fuese aplastada por esta otra realidad. La conciencia de mis ataduras volvió a
mí con más fuerza que nunca. Estaba cegado, inmovilizado, y a merced de una hermosa
desconocida en una habitación secreta. Dicho así, parecía una fantasía erótica
tan morbosa y atrayente que cualquier hombre mataría por ver cumplida. Y lo era
¡Podía jurar que sí! Pero cuando ella deslizó el extremo de la fusta por el
borde de mis pantalones, y con exquisita habilidad logró retirar el cinturón de
la primera trabilla, me sentí atrapado. Tuve que hacer acopio de voluntad para
no hiperventilar. Los instrumentos que había visto sobre la mesa al llegar,
unos de apariencia inofensiva y otros, la mayoría, amenazantes, giraban en mi
mente como un macabro tiovivo.
Entonces reparé en que ella me había quitado el reloj, los
anillos, la chaqueta… ¡Todo lo que llevaba encima! Sólo conservaba los
pantalones, que en unos minutos podía perder también.
Mi respiración agitada se marcó aún más, pero ya no por la
excitación. En mi interior se gestaba y crecía un instinto mucho más primario
que la reproducción. La sobrevivencia.
Entonces escuché su voz. La sinuosa forma en que las
palabras salían de su boca, estaban hechas para acariciar. Por un instante
recordé la seductora agonía del opio.
—¿Tienes miedo?
La pregunta fue concisa.
—No
Intenté que la respuesta tuviese la misma concreción, aunque
dentro de mí, la inseguridad y el temor iban ganando territorio.
Su voz nuevamente.
—Deberías.
¿Aquello era una amenaza? No tuve ocasión de planteármelo ya
que el chasquido preciso de un látigo, alertó todos mis sentidos en un segundo.
Un sonido tan claro y exacto como un estallido. Mi respiración se agito, hasta
convertirse en un constante ir y venir. Apreté los puños, notando la presión de
la cuerda en mis muñecas. Los tacones de ella sonando a cada paso que daba, con
inquietante lentitud. Rodeándome, acechando. Y de pronto, un nuevo chasquido
que me heló la sangre, esta vez lo pude identificar a mi derecha.
El sonido de sus pasos, otra vez, avanzaba trazando un
círculo. Se detuvo a mi espalda, como si marcara el nuevo cuarto de un reloj.
¿Qué sería lo siguiente?, ¿me haría sentir la lamida del látigo en la piel?
Tiré de las ataduras de mis muñecas buscando soltarme, tensando los músculos de
los brazos, hasta que me dolieron. Los relajé un instante y me quedé muy
quiero, intentando escucharla.
—¿Tienes miedo?
Volvió a preguntar. Una interrogante exacta, dirigida a un
punto concreto de mi razón. Sí, quizás debía temer.
—No.
Fue mi también exacta respuesta.
La excitación continuaba ahí, extrañamente mezclada con el
miedo. Mis sentidos completamente alertas, como si todo se ampliara. Sentí el
leve vello de la espalda, ese que se mimetiza con la piel, erizarse ante su
presencia. Hasta que sus pasos avanzaron un cuarto de hora más, quedándose de
pie a mi izquierda. Y el sonido cruel del látigo. Mi cuerpo se movió
instintivamente hacia el lado contrario, buscando un refugio que no encontraría,
expuesto a ella como me hallaba.
Un suave sonido, que por un instante me pareció reconocer,
comenzó a escucharse desde mi derecha. Me tarde un poco más de lo normal en
comprender que era mi teléfono. Mi nexo con el exterior. Tom. Quería
alcanzarlo, responder, decirle dónde me encontraba. Pero la melodía dejó de
sonar.
Los pasos de ella se alejaron, supuse que al expositor.
Cuando regresó su caminar se hizo cadencioso, intimidante. ¿Cómo podía
intimidarme sólo con el sonido de sus tacones?
Dominación.
Lo siguiente fue un toque frío contra mi mejilla, que me
hizo reaccionar, alejando el rostro.
—Quieto.
Fue la orden. ¿Con qué me estaba tocando? Cuando el frío
volvió a rozarme me tensé, conteniendo la huída, notando el recorrido de
aquella pieza, que no podía ser otra cosa más que metal. ¿Un cuchillo?
Separé los labios, ansioso, respirando con angustia. El frío
metal recorriendo mi cuello, mi clavícula, la curva de mi pecho, hasta tocar como
si fuese un capricho el piercing de mi pezón, tirando ligeramente de él. Una de
sus piernas, se alojó en medio de las mías presionando mi ingle. Moviéndose
atrás y adelante.
No encontraría, jamás, palabras para explicar lo que estaba
sintiendo. Mi sexo se abultó hasta el dolor, en tanto mi mente no podía obviar
el punto exacto en el que se encontraba el metal frío con que ella me
acariciaba. Por un momento creí que el choque de emociones me desvanecería,
pero entonces ella se alejó. Sus pasos me rodearon hasta que quedó a mi
espalda. El toque del metal me rozó nuevamente, esta vez entre mis muñecas y escuché
el sonido de la cuerda al rasgarse por el filo del cuchillo.
Sus pasos se alejaron. Esperé un instante más, pero nada
sucedió. No hubo más palabras, ni indicaciones veladas por el severo toque de
la fusta. Únicamente silencio.
Me sentí de pronto inmerso en un vacío absoluto, abandonado;
completamente perdido, sin noción del tiempo que había transcurrido desde que puse
los pies en este lugar. No sabía si tenía permitido quitarme la venda, no sabía
si ella volvería. La duda mordía mi estómago, hambrienta. Llevé mis manos
temblorosas al nudo que sostenía la venda contra mis ojos y lo solté. La luz de
la habitación, aunque escasa, me dificultó la visión, obligándome a cerrar los
ojos y pestañear un par de vences antes de poder mantenerlos abiertos. Había
recuperado mi voluntad. Miré a mi alrededor, en la habitación iluminada con
luces rojas, sólo me encontraba yo. Me quedé observando el lugar, sin mirar,
confuso. Extraviado en la fina frontera entre la realidad y el sueño.
Mi teléfono volvió a sonar. Me tomó un segundo reaccionar y
buscarlo en los bolsillos de mi chaqueta. Todo estaba ahí, mi reloj, mis
anillos. Toda mi ropa.
—¿Sí? —pregunté, sabiendo que era mi hermano.
—¿Dónde estás?, te he estado buscando.
¿Dónde estaba? Lo siento Tom, esto no podría explicártelo.
—Voy en un momento —miré la cuerda rota junto al pilar de
hierro.
Corté la llamada sin miramientos, notando en el estomago,
una sensación muy cercana a la humillación.
Tomé mi ropa y volví a ponérmela. Una parte de mí, quería
salir de ahí rápidamente. La otra se preguntaba qué pasaría ahora.
Abrí la puerta por la que habíamos entrado a la habitación,
encontrándome con el mismo pasillo que habíamos dejado atrás. Comencé a
recorrerlo con cierto resquemor. ¿Y si me encontraba con aquellos hombres otra
vez? Ella ya no estaba para abrirme paso, o al menos eso creía. Me había dejado
solo.
Me encontré avanzando por aquel pasillo tenuemente iluminado
y extrañamente silencioso. El sonido de mis zapatos sobre la alfombra era
débil, pero lo escuchaba perfectamente. Me encontré con la primera curva, la
primera puerta, en completa soledad. Visualicé desde la distancia la mesa con
la lámpara, el camino era el correcto. Llegando a lo que debía ser la última
curva, el pasillo se extendía hasta finalizar en la pesada puerta de madera que
me llevaría al club. Toqué el frío manillar de bronce, mirando tras de mí el
espacio vacío. Con la inquietante sensación de estar siendo observado.
Cuando abrí, la música, el humo y las voces de los ahí
reunidos, me inundaron de una confusa sensación de irrealidad.
Continuará…
La irrealidad… que
sensación tan exquisita ¿verdad?
Esta historia nos
tiene pendiendo del hilo de la lujuria y esperamos que ustedes disfruten de
ella, tanto como nosotras escribiéndola. Hay unas partes en las que sentíamos
que el pobre Bill no lo podíamos hacer sufrir más, pero continuábamos…
jejejejej.
Besos.
Siempre en amor.
Archange-Anyara.
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