Capítulo IV
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Fumaba en un rincón de su habitación. El humo salía de su
boca con lenta cadencia, con una parsimonia desesperante, poco a poco,
elevándose, para luego escapar por el ventanal que daba al jardín.
No había podido dormir ¿Quién lo haría después de la
experiencia que había tenido? Aún sentía el roce de la pluma sobre su piel. Aún
padecía el extraño placer que le producía la fusta con cada golpe. Acarició
entre sus dedos la seda del pañuelo negro que había traído consigo como única
evidencia. Dejó que el humo le secara la garganta, completamente desvanecido en
la metamorfosis que parecía estar experimentando. Estaba seguro que mañana,
cuando el sol lo contemplara, vería a otro Bill.
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El filo del cuchillo que sostenía, le recordaba, que habían
pasado dos días desde aquel extraño encuentro. Notaba como la desazón y el
ansia se anudaban en su estómago tal como lo haría el nudo de un marinero, con
un entramado imposible de liberar. No podía dejar de pensar en lo que había
sucedido. No podía limpiar su mente de todos aquellos recuerdos que brillaban
tan nítidos en él, pero a la vez, parecían parte de un sueño. Tenía la
sensación de que había pequeños pasajes que podía revivir segundo a segundo,
caricia a caricia, pero había otros que estaban completamente borrados. Ausentes.
Las sensaciones a oscuras que había experimentado lo enardecían.
Suspiró al recordar su boca. Esa boca que ni siquiera había
probado, pero que en su imaginación sabía a pura fruta madura, exquisita,
dulce, abundante. Maliciosa. Apasionante. Roja. Como la fruta que ahora
cortaba.
Notó la presión, notó su sangre correr, notó su sexo, notó
el deseo. Todas aquellas emociones no lo habían abandonado en ningún momento.
Sabía que vivía una cuenta atrás, que cada paso que daba desde que había salido
de aquella habitación roja, era un paso más hacia su regreso.
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Sus dedos se deslizaban a través de la longitud de su sexo,
completamente erecto. Acariciando. Conteniendo. Se ayudaba poco a poco al
recrear en su mente los sonidos. Todo era auditivo. El chasquido del látigo que
lo rodeaba, a su izquierda, a su derecha. La caricia de la fusta sobre la piel.
El juego del cuchillo sobre el pezón.
La respiración agitada, el deseo, la piel ardiendo. Un
gemido saliendo suavemente de su boca, muy discreto, extenso. Su mano
continuaba agitándose. Pensaba en su boca, esa boca tan roja y que tanto deseaba. Otro gemido.
Era exquisito imaginarla, imaginarse teniéndola. Recordar la forma lujuriosa en
que ella había acariciado con el muslo su entrepierna. Su erección, entonces
llena. Cómo quería, cómo anhelaba que ella lo tomara en su mano y lo agitara,
así como él lo hacía. Moviéndolo, sintiendo la fuerza que albergaba, sintiendo ese
deseo. Cómo ansiaba que ella estuviese ahí, junto a él. La deseaba. Quería
aprisionarla contra el expositor en el que estaban todos esos juguetes. Quería
encadenarla a lo que fuese, quería recostarla y recorrerla con las manos, llenarlas
con sus senos. Quería hundir los dedos en su interior húmedo. Quería que
jadeara de ganas. Quería hundirse en ella, con fuerza, con una potencia
bestial, con la misma fuerza implacable que lo llenaba cuando subía a un
escenario.
Necesitaba un nombre, necesitaba llamarla, sentirse dentro
de ella. Su mano agitando. Los músculos en absoluta tensión. Era consciente de
que su culminación se acercaba, esa necesidad primaria de verterse en su
interior. Podía notar la presión en sus dedos y en sus genitales endurecidos.
El chasquido del látigo otra vez, ella recorriéndolo con la pluma, con la fusta.
Ella, jugando con el cuchillo. Ella, recorriéndolo con su aliento, con el aire
que salía de su boca.
Estaba ahí. Lo podía sentir y se retorció de placer sobre la
cama, apretando los dientes cuando notó que el orgasmo se desprendía de su
vientre, empujando fuera; brindándole un pobre alivio, comparado con el deseo
que albergaba.
Mantuvo los ojos cerrados y suspiró. No podía continuar así.
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Se miró en el espejo una vez más.
Había intentado borrarse las ganas con una larga ducha,
deseando que el agua tibia las arrancara de su cuerpo y se perdieran por el desagüe,
junto con las dudas… pero no lo logró. La magia del agua no hizo su efecto. Lo
que siempre le había ayudado a calmarse, ahora fallaba miserablemente.
Se sentía derrotado por sus propios apetitos, cansado de
prolongar una agonía sin sentido. No podía negarlo por más tiempo: él volvería.
Y lo haría esa misma noche.
El espejo le mostraba su rostro, algo pálido y con unas
ojeras que hace un par de años hubiese corregido con maquillaje. Ahora se
sentía más cómodo con la cara lavada. Más cómodo en un mundo, también, más
insustancial. Había dejado entre paréntesis su fabulosa imagen de estrella del
rock, a cambio había ganado libertad y la privacidad que tanto había soñado. No
era mal negocio, pero en ese instante no se conformaba con su propio reflejo.
Deseó recuperar algo de su antiguo brillo. Necesitaba fascinarla.
Se afeitó con cuidado, recordando a cada pasada el frío
tacto del cuchillo acariciando su cuello. Un súbito calambrazo de excitación lo
obligó a detenerse, jadeante. Apoyó ambas manos en el mueble, intentando
recuperarse. Sí, volvería. Y lo haría luciendo como un príncipe entre las
tinieblas del club. Iría a por ella poniendo en juego todas sus armas de
seducción. Tenía que hacerlo, tenía que saber más de esa chica que lo había
fascinado con su disfraz de serpiente del paraíso. Bill también era un
maestro de artificios, y si planeaba
regresar al lujurioso Edén donde la había conocido, lo haría con sus mejores
galas.
Aplicó ligeramente polvos y correctores en su rostro,
creando una piel impecable a la vista. Con un par de trazos oscuros, sus ojos
tomaron la profundidad y la agudeza de los felinos salvajes. Cualquier rasgo de
cansancio había desaparecido bajo aquella máscara perfecta, pero eso no
aflojaba el fuerte nudo que le estrangulaba el vientre, la garganta. Tampoco
calmaba su respiración.
Un pantalón negro y una delgada camisa de raso gris
completaban el efecto.
Por fin su reflejo le devolvía la sonrisa.
Eso le recordó que le faltaba un detalle, uno que había ido
urdiendo en largas noches y sueños febriles.
Una señal.
Tomó la venda de seda negra, la única prueba tangible de que
su nueva obsesión no era fruto de la locura, y la ató a su muñeca izquierda.
Ella la reconocería como suya.
Se encontró con Tom en el pasillo y este lo observo de pies
a cabeza, como si hubiese visto una aparición.
—¿Y tú? —lo cuestionó, moviéndose ligeramente a un lado para
observarlo mejor, acentuando su sorpresa— ¿Vas a salir?
La pregunta tenía una respuesta obvia, aunque Bill sabía que
la pregunta real de su hermano era otra: “¿pasa algo?”. Una interrogante que se había estado formulando, discretamente,
desde que salieran del club. Tom quiso saber dónde había pasado todo ese tiempo
y Bill respondió con un escuálido “por ahí”.
—Sí —se miró las pulseras de la mano derecha, acomodándolas,
para de paso evitar los ojos de Tom—voy a dar una vuelta.
—Así —acotó su hermano, haciendo un gesto con la mano, que
lo recorrió de pies a cabeza.
—Sí —lo miró, no podía decirse que de modo desafiante, ya
que no deseaba que Tom se pusiera aún más a la defensiva. A pesar de ello lo
vio arrugar el ceño con suspicacia.
—Puedo acompañarte, si quieres —inquirió.
Bill notó la espalda tensa. No, no necesitaba compañía. No
quería testigos.
—No es necesario —comenzó a caminar hacia la salida—, sólo
será un paseo —sabía que no convencería a nadie con ese pobre argumento. Se
giró hacia su hermano cuando estuvo a varios metros de él—. Llevo el teléfono
—dijo, como quien dispara un tranquilizante.
Tom lo observó un momento. Quizás había concluido, más o
menos, cuál era su plan. Su hermano pensaría que se iba por ahí a buscar
compañía, lo que en cierto modo era verdad. Lo que desconocía, era que Bill sabía
perfectamente a quien buscaba. Asintió sin mucho entusiasmo y se perdió por el
pasillo.
Detuvo el coche en el aparcamiento y dio varios rodeos, más
de los necesarios, antes de bajar de él. Se miró por última vez en el espejo
retrovisor, y respiró profundamente antes de comenzar el corto recorrido hasta
la puerta del club.
La entrada estaba franqueada por un par de altos hombres,
que disfrazaban de amabilidad el escrutinio al que sometían a todo aquel que
llegaba. Calculó mentalmente su estatura y musculatura, intentando reconocer en
ellos a las dos severas figuras que custodiaban el pasillo oculto.
“Buenas noches”
Bill respondió del mismo modo, notando la presión de la
ansiedad jugando con él. Cruzó la puerta, acariciando suavemente el pañuelo
atado en su muñeca, como si fuese una especie de refugio. Una seguridad. Dejó
atrás la puerta acristalada, el recibidor y finalmente se halló frente a la última
puerta. La que lo llevaría al interior, a la posibilidad de volver a
encontrarla.
La música resonaba en sus oídos, martilleando incesante.
Buscaba cambiar los latidos de su corazón, hacerlos más impetuosos y
necesitados, adentrarlo en aquella rutinaria diversión. Todo le parecía pobre
ahora mismo, cualquier oferta de distracción le parecía inútil, pequeña. Lo
único relevante era ella.
Caminó entre la gente que abarrotaba el local. Buscándola,
observando. Miraba cada rincón, abarcaba con la mirada todo lo que podía. De
pronto vio una cabellera rubia en la distancia. Se acercó primero con rapidez,
luego lentamente, temiendo tanto como ansiaba el encontrarla. Cuando sólo
estaba a pocos metros de ella, la observó. No, no podía ser. Esa mujer no tenía
su postura desdeñosa, ni su mano tenía la misma elegancia al sostener la copa.
Se sorprendió a sí mismo al descubrir que aquellos pequeños detalles
permanecían en su mente. Sí, era observador, pero no imaginó jamás guardarlos
tan claros en su memoria. Arrugó un poco el ceño, todo era tan extraño.
Asustaba.
Decidió ir a la barra. Se pediría algo de beber, quizás si
observaba con un poco más de calma podría encontrarla. Quizás si esperaba, ella
aparecería. Antes de llegar vio el pasillo por el que la siguió por primera vez
¿Adentrándose por ese pasillo podría hallarla? ¿Estaría en esa habitación roja?
¿Estaría sola?
Su vientre se convulsionó con suavidad, cuando el recuerdo
fugaz de aquella habitación se instaló en su mente.
Sí, se dijo a sí mismo, alentándose, haciendo caso omiso de
las miradas que se posaban sobre él. Su atractivo era indiscutible, lo sabía y
eso lo ayudo a sentirse un poco más seguro. Cuando finalmente pudo ver la
cortina tras la que se escondía la puerta, el corazón le dio un salto fuerte, atronador.
Se humedeció los labios pensando en todo lo que quería experimentar, recordando
pequeños instantes de lo sucedido allí. Avanzó, observando a su espalda a las
personas que parecían no reparar en su presencia, ni en la puerta ¿A nadie le
interesaba lo que había ahí?
Tocó la manilla y notó el frío del bronce nuevamente, como
aquella primera noche. Tuvo que soltar el aire, se sentía agitado. La movió,
pero la puerta no se abrió. Lo intentó un par de veces, con rapidez, inquieto. No,
no abría. La frustración lo inundó, se giró sobre sí mismo y lo intentó una vez
más, como si su cabeza no pudiera procesar la idea de encontrar la puerta
cerrada.
Luego miró a lo lejos, ligeramente perdido, buscando un
nuevo objetivo. Acarició casi sin darse cuenta la venda que tenía en la muñeca.
Era su amuleto.
Volvió hacia la barra y se acomodó en un espacio libre. La
música, las personas hablando. Vidas insulsas y aburridas.
—Un whisky —pidió.
—¿Solo?
—No, con... —lo meditó un poco, su mente no estaba en lo que
debía— ehm… con Coca Cola.
En cuestión de un momento el vaso estuvo frente a él. Le
hizo un gesto de agradecimiento al barman, que se alejó de inmediato. El primer
trago no fue mesurado. Quería que le quemara en la garganta. Quería que lo
despertara de aquella sensación pesada, la impresión de vivir un mal sueño.
Se giró y observó nuevamente a su alrededor. Vio a aquella
rubia, la mujer de cabello claro que lo había confundido por un instante. La
siguió con la mirada, como si fuese una mala copia de lo que venía a buscar. Revisó
un poco más el lugar. Sólo encontró gente bailando, bebiendo, intercambiando
besos y risas. Incluso algunas parejas adelantando el trabajo que debían de
terminar en un hotel. Rodeado de gente y sintiéndose tan solo, tan incomodo,
tan inquieto. Volvió a beber de su copa, buscando un cigarrillo. Quería fumar,
quería olvidarse por un instante de lo que había venido a buscar. Quizás,
simplemente, debía pensar que aquel encuentro no volvería a repetirse.
Acarició otra vez su amuleto. Una mano pálida, de uñas pintadas
de un oscuro color rojo, rozaron sus dedos.
—Te quedaste con él.
Escuchó su voz y un inevitable estremecimiento le recorrió
la espalda. La encontró a su lado, haciendo un gesto al barman, que le sirvió
una copa de vino tinto sin siquiera preguntar. Lo sabía. Estaba en sus
dominios.
Continuará…
Aquí estamos
nuevamente con nuestro querido ROJO.
Este capítulo ha
tenido aquello que tanto amo, mi fetiche personal. Si ver eso se me cumpliese un
día, creo que moriría feliz. (Anyara)
Esperamos que hayas
“disfrutado” tanto como nosotras escribiendo.
Besos.
Archange-Anyara
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