Capítulo III
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“Y engendra su mundo mil
atrocidades. Temibles, lisonjeras, traidoras. Vidas fragmentadas, apariencias.
De pies, de manos, de cabezas. De ojos, de corazones diabólicos nadan. Los
negros terrores en el deleite de la sangre.”
Cerré los ojos. Había algo cómplice, si podía decirse así, en las
letras de éste autor. William Blake expresaba algo doloroso, una especie de
silencioso y desgarrador grito que clamaba por una comprensión que nadie sabría
entregarle. Como si dentro de una persona cuyo exterior no era muy diferente a
las demás, se agitara un ser destructivo y maligno, arañándole el alma. Como me
sucedía a mí.
Abrí nuevamente los ojos y rebusqué un poco más en ese libro.
Sabía justo la página que quería abrir, esa que me identificaba más que ninguna
con sus versos. Hace algunos años los escribí, y los pegué en la pared de mi
habitación como una especie de recordatorio para no olvidar jamás lo que había
en mí. Mi madre me obligó a quitarlos.
“—Eres hermosa Arien ¿Porqué te
haces esto?”
Había sido su pregunta.
Y que podía decirle, ella no lo entendería. Mi madre únicamente
veía en mí lo evidente, un sedoso cabello castaño, unos ojos profundos claros y
almendrados que podían cautivar a quién quisiera, y una piel clara a pesar del
sol de éste lugar. No, ella no lograba ver el oscuro vacío que llevo en el
corazón.
—Estás enferma, ¡oh rosa! El gusano invisible, que vuela, por la
noche, en el aullar del viento —leía, apenas en un susurro— …tu lecho descubrió
de alegría escarlata —escuché crujir la madera del piso de la entrada— …y su
amor sombrío y secreto consume tu vida.
Alcé la mirada, oculta en aquel rincón de la tienda que me daba la
suficiente luz para leer, pero también la sombra suficiente para que no me
notaran. Un chico entró, no levanté la cabeza, sólo la mirada para evitarlo si
llegaba a verme.
Comenzó a recorrer la tienda con ojos ansioso, como si quisiera
abarcarlo todo. Le sería difícil con la cantidad de supercherías que tenía mi
madre aquí. Quise enfocarme nuevamente en el libro pero no era capaz de retomar
la lectura, la presencia de ese chico se me hacía aplastante. Sabía exactamente
en qué momento daba un nuevo paso, y en qué lugar de la tienda se encontraba.
Volví a levantar la mirada y lo vi acariciando con los dedos la cubierta de una
mesa. Casi me echo a reír cuando mi madre le habló, y él estuvo a punto de
chocar contra aquella gaita que a mí me había dado más de un golpe ya, al punto
que evité pasar por esa zona.
—¿Le ayudo
en algo? —preguntó mi madre.
—Hola… estoy recorriendo un poco —le escuché
responder.
Y su voz
sonó en mi interior como un eco. Fuerte, clara.
—Bien, si
necesita algo estaré por aquí —ofreció mi madre.
Me puse
lentamente en pie sin que ninguno de los dos me notara.
—Gracias —volví
a escuchar su voz.
Y comencé a
observarlo.
Se acercó a
un expositor de joyas. En él había algunas cosas demasiado recargadas para
considerarse de buen gusto, pero claro, esa era mi opinión como lo dejara en
claro mi madre más de una vez.
Me escondí
tras un gran armario que tenía sus puertas de cristal abiertas y me permitía
observarlo tras ellas. Su rostro era pálido, casi tanto como el mío. Aún no
podía ver el color de sus ojos. Sus labios ideales, decorados con un piercing
al igual que su ceja y su nariz. Era curioso ver a un chico tan joven en una
tienda de antigüedades. Normalmente nuestra clientela estaba por encima del
medio siglo, y casi siempre buscando alguna pieza perteneciente a su familia.
Él continuó
avanzando, observaba las joyas. Se detuvo frente a aquel anillo que me gustaba
tanto, como me atemorizaba. Miró con ahínco, y movió la cabeza queriendo comprender
algo. Se dio la vuelta en la dirección que mi madre había tomado y comenzó a
buscarla. Yo lo seguí aún oculta, ayudada por la enorme cantidad de objetos que
albergaba la tienda. Miró en mi dirección, y me quedé muy quieta tras la
estantería de libros. Sólo cuando lo escuché avanzar, volví a buscar su figura.
—¿Hola? —preguntó
con suavidad.
Y su voz
nuevamente se me filtró por las venas como agua caliente. Me acerqué un poco
más hasta mirarlo a través de una alta cortina hecha de cuentas de madera. De
alguna manera comenzaba a importarme menos que me viera. Cuando se giró en mi
dirección, deslicé la mano por aquella cortina, dejando que los pequeños trozos
de madera chocaran entre sí.
—¿Hola? —insistió.
Yo no
respondí de inmediato. Podía verlo a través de los espació que me dejaban los
muebles y las lámparas, objetos tan pegados unos a otros que bien podían parecer una pared con
pequeñas grietas. Cada vez que aparecía nuevamente podía comprobar que seguía
mis movimientos y eso me resultó agradable, repentinamente cálido, como si
reconociera la sensación de ser observada por sus ojos que aún no podía ver
claramente.
—¿Qué
quieres? —pregunté con suavidad, sin dejarme ver aún.
—¿Atiendes
aquí? —quiso saber.
Y yo volví a
experimentar esa extraña sensación de deseo ante el sonido de su voz. Un deseo
profundo, diferente al que se siente de forma física. Era más bien… añoranza.
—A veces —respondí,
una vez que me encontré tras una segunda cortina de madera, hermana de la
anterior.
Movió la
cabeza hacia su hombro derecho, con aquella misma curiosidad con la que había
observado todo al entrar. Me buscaba.
—Quiero un
anillo —dijo entonces.
Y se acrecentó
en mí el sentimiento profundo de anhelo. Por alguna razón sabía qué anillo era
el que quería, y el corazón comenzó a golpearme el pecho poco a poco, con más
fuerza. Comencé a mover la cortina para verlo. Me sentía como si fuese a
reencontrarme con alguien a quién había perdido hacía mucho tiempo, pero sabía
que era imposible.
—¿Cuál? —le
pregunté, cuando sus ojos se toparon con los míos.
Castaños,
profundos, luminosos. Simplemente bellos y, sí, añorados.
—El del
engarce azul con el brillante —respondió.
—Te
pertenezco… —susurré la inscripción, con la emoción atenazando mi garganta.
Aquella inscripción
que nadie hasta ahora, ni el joyero que ayudaba a mi madre en las
restauraciones, había sido capaz de definir. Pero que yo sabía. Las letras me
parecían definidas con tanta claridad que me resultaba increíble que los demás
no pudieran leerlo.
—¿Qué? —me
preguntó, confuso, sin comprender. Al igual que yo, que sólo pude mirarlo
preguntándome qué era todo esto que oprimía mi pecho.
—Arien —escuché
la voz de mi madre tras de él.
La miré, el
reproche estaba en sus ojos.
Salí de ahí
de inmediato. Necesitaba huir, escapar. Respirar el aire fresco que parecía negarse
a entrar en mis pulmones ¿O era yo la que lo contaminaba?
Salí de la tienda,
y subí la escalera en dirección a mi
habitación. Los escalones crujieron bajo mis pies pero no me importaba el ruido
que pudiera hacer. Abrí la puerta, y el lugar estaba bajo una penumbra que
contrastaba con la luz que había en el resto de la casa. Me di unas vueltas
abrazándome a mí misma, con la ansiedad pujando por salir de mi cuerpo como si
estuviera enjaulada. Me senté en el borde de la cama pero me puse de pie de
inmediato, sin poder dejar de pensar en esos ojos y en la fuerza con la que parecían
hablarme. Pero yo no era capaz de definir lo que querían decir. Tomé mi bolso
que estaba sobre la silla. Miré el interior. Eché un par de billetes en la
cartera y salí de ahí con la misma prisa con la que había entrado.
Bajé las
escaleras, y cuando me encontré con aquel chico nuevamente, me quedé por un
segundo clavada en el piso. Decidí abrirme paso por la tienda todo lo lejos que
pudiera estar de él. Había en mi interior un profundo sentimiento de
pertenencia a él. Era un completo desconocido, y eso me asustaba porque yo
sabía muy bien que no podía pertenecerle a nadie.
—¿A dónde
vas? —escuché la voz de mi madre.
—Por ahí —respondí
sin mucha floritura. Mientras el camino a la puerta me parecía más largo que
nunca. Por alguna razón esta casa me asfixiaba. Había sido así desde el día en
que mi madre decidió comprarla y venir a vivir en ella.
“Es una casa fuerte, tiene muchos años y ha
soportado muchos malos tiempo”
Casi podía
respirar su historia en las paredes.
—¿A qué hora
regresarás? —continuó preguntando mi madre.
Nunca, pensé.
—No lo sé —fue lo que me salió decir desde la puerta.
La reja de
la entrada siempre estaba abierta así que no sería problema escapar de ahí,
pero justo en la entrada había otro chico. Lo miré y sus ojos, tan parecidos a
los del muchacho que ahora estaba dentro de la tienda, me miraron con pánico.
No pude dejar de observarlo durante la fracción de segundo que me tarde en
pasar junto a él, pero como si el tiempo se cuadruplicara, supe que él había tenido
tiempo de ver en mi interior la sombra negra que cubría mi alma.
Comencé a
caminar en la única dirección que parecía darme cierta tranquilidad. Se trataba
de la casa de mi amiga Léana, que a pesar de lo extraña que podía ser con todas
aquellas cosas que su madre Tessa tenía colgadas de las paredes, era un sitio
en el que me sentía segura. Y era insólito para mí, ya que no me asustaban los
peligros fuera de casa, era lo que había en mi interior lo que me aterrorizaba.
“Tienes el alma herida”
Me había
dicho una vez Tessa, y yo lo sabía pero no entendía por qué. Sabía que no tenía
una mala vida, pero yo misma me sentía como tierra infértil. Todo lo que en mí
se plantaba, se secaba.
.
—Vamos Arien,
tenemos que divertirnos un poco —me decía Léana, a pasos de mí, mientras avanzábamos
hacia el centro de la ciudad.
—Quizás
debería volver a casa —contesté.
El ruido,
las personas, las risas, las luces; no me decían nada. No me animaban. Todo
parecía una especie de fachada bella para encubrir la podredumbre tras ella.
Mi amiga me tomó
la mano y tiró de mí.
—Nada de
eso, hoy te diviertes conmigo —exigió.
Yo cerré mi
mano en torno a la suya y la miré. Creo que en pocas personas he encontrado la
incondicionalidad que me brindaba Léana. Cuando teníamos poco más de ocho años,
la pusieron en la misma clase en la que estaba yo, y a pesar de que esta ciudad
es mestiza y de que Léana no era una chica negra en su piel se notaba su
ascendencia y ese sólo hecho la marcaba para muchos de nuestros compañeros. Ese
día le ofrecí el asiento que había junto a mí, uno que siempre estaba vacío
porque nadie quería compartir con una chica que en lugar de saludar, gruñía.
Ahora que la
llevaba a mi lado, sabía que ella me conocía y que no me dejaría sola por muy
mal que estuviera. No lo había hecho dos años atrás, no lo haría ahora tampoco.
—¿Qué se
celebra? —le pregunté.
—¿Y qué más
da? —se encogió de hombros.
Las personas
estaban bailando fuera de los bares, acompañados por la alta música. Alguna
banda local animaba con sus instrumentos, bosquejando alguna melodía conocida.
El jazz sonaba por los rincones como el infaltable compañero de las noches de
Nueva Orleans. Así fuimos avanzando por una de las calles principales, hasta
que llegamos a una zona que parecía más acondicionada para personas de nuestra
edad.
—Ven —medio
escuché, medio adiviné las palabras de Léana que no me soltaba la mano.
Entramos a
un bar. La música en el interior era moderna, invitando a bailar, aunque yo no
estuviera de humor para ello.
—¿Qué
bebemos? —me preguntó.
—Dos sazerac
—le pedí al hombre que atendía en la barra.
—Un sazerac
—escuché junto a mí.
A pesar de
la alta música lo reconocí y no pude evitar mirarlo. Sus ojos se encontraron
con los míos, a una distancia demasiado corta para considerarse de seguridad.
Yo entreabrí los labios buscando aire, ya me estaba ahogando nuevamente con
solo mirarlo.
—Otro para
mí, Bill —dijo alguien junto a él, empujándolo ligeramente de modo que su brazo
tocó el mío.
La corriente
eléctrica fue tan potente que sentí deseos de desvanecerme en aquella
intensidad.
“¡Soñé un sueño! ¿Qué quiere decir? Yo era
una Reina doncella, guardada por un dulce Ángel: ¡El necio infortunio nunca fue
engañado!”
Continuará…
Uff ff ff… nunca he sabido bien cómo lo
logra Bill, pero en escenas como esta dónde sólo hay un roce parece que se me
condensa la sangre en todo el cuerpo.
Espero que este capítulo les haya gustado
Besos y espero sus comentarios. Me animan
mucho.
Siempre en amor.
Anyara.
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