Mademoiselle Drácula
.
“… les estamos profundamente agradecidos por
aceptar nuestra invitación. No deben preocuparse por los detalles del lugar del
evento, un asistente de Mademoiselle Drácula les estará esperando en el cruce
de las serpientes.”
Tom leía la
carta en voz alta, sentado en medio de Georg y Gustav en la parte posterior del
vehículo que los transportaba.
—¿Quién
mierda se llama Mademoiselle Drácula? —preguntó, aireando el papel que sostenía
en la mano.
—Alguien que
puede permitirse un concierto privado —respondió Georg, con simpleza.
—Y además
¿Quién vive en el cruce de las serpientes? —preguntó Bill.
—No vive
ahí. En ese sitio nos esperarán —aclaró Gustav.
—Pues vaya,
voy a llegar con el trasero plano como tenga que seguir viajando —reclamó Bill.
—Pero si
siempre has tenido el trasero plano —lo molestó Georg, con una sonrisa
radiante. Tom lo acompañó soltando una pequeña carcajada.
—¡Eso no es
cierto! —rió Bill— Además, yo no soy el que se lo pasa haciendo ejercicios para
tonificar glúteos.
Georg
intentó defenderse, pero la diversión y las risas de Tom no se lo permitieron.
Cuando ambos se calmaron, Gustav habló.
—¿Dónde dijo
David que se reuniría con nosotros? —preguntó, observando el paisaje, que se
iba haciendo cada vez más solitario. La última casa que vio, había quedado
atrás hacía unos veinte minutos.
—En el
castillo de Mademoiselle Drácula —respondió Bill.
—¿Vive en un
castillo? —quiso saber Georg.
—No lo sé
—se encogió de hombros Bill—, lo supongo, como se trata de una “Mademoiselle”
—rió.
—No te rías,
que tiene leucemia —lo regañó Georg.
—No me rio
de eso, me rio de su nombre.
—Además, si
no fuese por su enfermedad, no habríamos venido —acotó Tom.
—Tanto como
no venir —continuó la conversación Georg—… nos ha pagado mucho.
—Esto es muy
solitario —se quejó Gustav.
—No está,
precisamente, animado —aceptó Bill.
—No es la
primera vez que nos toca viajar por una carretera solitaria —quiso
tranquilizarlos Tom, pero algo en el paisaje y en el profundo olor a humedad
que anunciaba niebla o tormenta, los hizo callar.
Llegaron al
cruce de las serpientes cuando el sol aún coronaba las montañas de los
Cárpatos. El lugar era un punto en el que tres caminos se separaban, y cada uno
de ellos ondeaba como si se tratase de tres serpientes. El conductor del transporte
que los había trasladado, bajó un par de maletas y se las entregó a los dos
guardaespaldas que los acompañaban.
—¿No se
suponía que nos esperarían aquí? —le preguntó Georg a Tom, quien releía la
carta con las indicaciones, manteniendo una expresión de enfado y
concentración.
Bill se le
acercó y releyó igualmente, luego sacó su teléfono móvil.
—Llamaré a
David —dijo, comenzando a marcar, se lo llevó al oído sin llegar a escuchar el
tono de llamada.
—Esos
aparatos no sirven aquí —habló el hombre del transporte, desde el asiento del
conductor.
—¿Qué?
—preguntó Bill, algo incrédulo.
—La zona no
tiene señal —continuó el hombre, indicando con el índice en el aire, creando un
círculo que comprendía todo lo que les rodeaba.
—Bueno, y
entonces qué hacemos —preguntó Bill a los demás.
Escucharon
el motor del coche que los había traído, y todos observaron al conductor.
—Lo siento
—dijo el hombre—, no quiero que me atrape la noche en el camino.
—¿Atrape?
—repitió Gustav, como si aquella palabra tuviese un significado oculto. Bill lo
observó, notando cierta angustia. Él no era, precisamente, de los que se dejaba
llevar por las circunstancias.
—Si espera
hasta que nos recojan, le pagaremos más —se dirigió al hombre. Éste bajó la
mirada y negó reiteradamente.
—No, no, no,
no. No hay dinero que pague el peligro que encierran estás montañas —aseveró.
Bill no supo
interpretar a qué se refería exactamente, pero sí supo que no lo harían cambiar
de parecer.
—¿A cuánto
estamos del siguiente poblado? —preguntó Gerard, uno de los guardaespaldas, tomando
las riendas de la seguridad de los chicos.
El hombre
hizo un gesto especulativo, mirando por el parabrisas a la distancia.
—Unos treinta
o treinta y cinco kilómetros —dijo.
—¿Y el
castillo de Mademoiselle Drácula? —continuó Gerard.
El conductor
arrugó el ceño en un gesto de profunda contrariedad.
—No lo sé,
nadie que yo conozca ha ido hasta ahí —respondió, echando a andar el vehículo
sin esperar a nada más.
Todos se
quedaron perplejos, demasiado sorprendidos por la actitud tan severa del
hombre, y por la incertidumbre de estar en un sitio tan solitario y silencioso.
Una capa de bruma fina comenzó a caer y a convertir el paisaje en algo lúgubre.
—No se
escuchan ni pájaros —mencionó Tom, haciendo eco de los pensamientos de Bill.
Sabían que
debían pensar en algo. El sol ya había abandonado la cima de los Cárpatos y la
noche llegaría de un momento a otro.
De pronto
escucharon un sonido que rompía contra las rocas afianzadas en el camino.
Miraron a las tres serpientes ondulantes, y esperaron hasta poder definir
alguna sombra en medio de la pesada niebla que se había formado, casi como la
cortina de humo que se extendía sobre un escenario.
Bill
distinguió, según miraba de frente a aquellos tres caminos, que desde su
derecha aparecía la figura difusa de un carruaje tirado por caballos. Tuvo una
sensación extraña de algarabía mezclada con temor. Una parte de él se sentía
impulsado a la aventura y a la novedad, pero la otra parte, la más sensata, le
hablaba de precaución.
—Pero… ¿A
dónde hemos venido? —preguntó Tom, muy cerca de su oído.
Antes de que
Bill pudiese responder, escucharon el sonido de otro carruaje, esta vez desde
el camino central.
Los cocheros
los guiaron de un modo silencioso y amable a ambos carruajes. En uno de ellos
viajarían los cuatro músicos, en el otro los guardaespaldas. Pensaron en
resistirse, pero los cuatro chicos decidieron que no se separarían.
De ese modo
recorrieron el tercer camino de la serpiente, ondulando y ascendiendo por una
alta montaña. Ninguno quería pensar en la niebla y en la altura, pero cuando
Bill se asomó por la ventanilla, sintió un profundo vacío en el estómago.
.
La entrada
en el castillo fue casi teatral. Los carruajes cruzaron bajo una pesada puerta
de hierro que parecía haber visto varios siglos. Los cascos de los caballos
redoblaban sobre los adoquines del suelo transportando a los chicos a una época
lejana y olvidada. Sus voces se escuchaban en susurros de incredulidad y
diversión.
—¿Nadie
averiguó nada de este lugar? —murmuró Georg, en medio de Bill y Tom.
—¿Lo hiciste
tú? —le preguntaron al unísono.
—Creí que lo
harían ustedes —se defendió— ¿No son los controla todo?
—No veo a
David —se acercó, también entre susurros, Gustav.
—Estará
dentro —contestó Tom.
—¿Tras las
puerta de esta fortaleza? —preguntó Bill, observando como la pesada puerta de
hierro descendía cerrando el paso a todo el que quisiera entrar o salir.
—¿Y el otro
carruaje? —preguntó Tom, evidenciando que en aquel lugar sólo se encontraba el
de ellos.
Bill comenzó
a experimentar algo muy parecido al pánico. Apretó el móvil en su mano, sabiendo
que no podía usarlo para comunicarse con el exterior. Se encontraron, de
pronto, en el más absoluto desamparo.
Se escuchó
el quejido agudo de las enormes bisagras de hierro de la puerta que permitía la
entrada al castillo. Junto a ella había una lámpara con una llama oscilante que
parecía alimentada con algún tipo de combustible. Bill miró hacia el cielo,
intentando calcular la altura del edificio de piedra, pero sólo encontró
oscuridad. La niebla que los había acompañado durante todo el camino en carruaje,
parecía flotar a unos pocos metros sobre sus cabezas como una bóveda gaseosa.
Los cuatro
se acercaron hasta la puerta, que se abría con una lentitud pasmosa. Finalmente
vieron la larga y estilizada figura de un hombre que los esperaba con una lámpara
en la mano. Las miradas de los cuatro chicos se cruzaron entre ellos, y la
pregunta se quedó en el aire sin fuerza para ser formulada.
“¿Dónde
estaban?”
—¿Entramos?
—preguntó Georg.
—¿Alternativas?
—recibió como respuesta por parte de Tom.
La tétrica
figura de aquel hombre los esperaba, sin mediar palabra, a unos pocos metros.
—Vamos allá
—se animó Bill.
Dio un paso
hacia la puerta y se encontró con la mano alzada del hombre, que lo detuvo con
una mirada fría como el hielo. Tras él, por el profundo y oscuro pasillo,
vislumbró la luz de una lámpara que se acercaba. Quien la sostenía venía
envuelto en una larga capa que le cubría hasta la cabeza. Las sombras que
recortaban su pecho y su rostro, no le permitían distinguir si se trataba de un
hombre o una mujer, hasta que la distancia se acortó tanto, y de forma tan
violenta, que le pareció que había volado hacia ellos.
—Bienvenidos
a mi casa —escucharon una suave voz femenina—. Entren libremente y por su
propia voluntad.
La mujer,
una joven de no más de veinte años, alzó la cabeza y les permitió ver bajo la
luz cándida de la lámpara, una belleza calma. Bill casi si atrevería a decir
que de otro mundo.
Tom aplastó
la mano contra la espalda de su hermano y lo alentó a entrar.
—Sean
bienvenidos a mi casa —repitió la mujer, cuando Bill dio un paso adelante—
Entren y no tengan miedo, entren y dejen un poco de la alegría que traen.
—¿Es usted
Mademoiselle Drácula? —preguntó Bill, al tener a la delicada mujer ante él.
—Mina,
llámeme Mina —aclaró ella.
—Mina
—repitió Bill, en tanto las bisagras que sostenían la puerta rechinaban, y un
seco golpe le indicó que la conexión con el exterior estaba cerrada.
—Pasen —les pidió
ella, con un suave gesto de su mano—. Encontraran el equipaje en sus habitaciones,
y la cena sobre la mesa —sonrió.
—No tenemos
hambre —objetó Gustav.
Ella lo miró
directamente, y a Bill le pareció ver brillar sus ojos.
—No diga
tonterías señor Schäfer, por la noche todos tenemos hambre —dijo la mujer, con
la voz cargada de una sutil determinación, como si fuese una orden que no podía
ser desobedecida.
Gustav bajó
la mirada, para luego depositarla en Bill.
—Síganme
hasta el comedor —habló, por primera vez, el alto hombre que les había abierto
la puerta.
Lo siguieron
en silencio por el profundo pasillo que parecía interminable. La luz de la
lámpara que llevaba, sólo iluminaba un par de metros por delante de ellos. Gustav
iba primero, acompañado por Georg. A éste le seguía Tom, y Bill iba medio paso
tras su hermano. Al final del sequito estaba ella, Mina. Bill se giró para
mirarla, parecía tan pálida y lozana que se preguntó si era posible que tuviese
leucemia como les habían dicho. Ella lo observó detenidamente, manteniendo el
silencio predominante, luego le sonrió con un gesto delicado. Bill le devolvió
el gesto por amabilidad y volvió la vista al camino. El lúgubre pasillo parecía
terminar ya que unos metros por delante se veían algunas lámparas más.
Bill
ralentizó el paso, dejándose alcanzar por Mina. Ella era su anfitriona y por
muy extraño que pareciera el lugar, su sentido común sólo le hablaba de
excentricidad, algo que él ya había visto. Sabía que las personas excéntricas
únicamente buscaban un poco de atención, que en cuanto se las dabas se convertían
en personas simples y llanas.
—Este es un
lugar muy antiguo —dijo, refiriéndose al castillo.
—Estas
paredes albergan más de seis siglos de historia —aceptó ella.
—Eso es
mucho tiempo —caviló— ¿Una herencia familiar? —continuó.
—Algo así
—sonrió ella, buscando la mirada de Bill. Éste se la cedió, levemente
impresionado por el tornasol que vio en sus ojos.
Cuando
llegaron al salón, ante ellos se abrió un amplio espacio abovedado que
conseguía que cada paso que daban produjese un eco. Cuatro arcos ojivales
resguardaban el lugar, dando paso a oscuros pasillos que no podían definir a
dónde los llevarían. La mesa estaba en el centro, era grande y estaba
elegantemente decorada. El cristal de las copas y la cubertería de plata
brillaban bajo la luz de los candelabros.
—Siéntense,
por favor —pidió Mina.
A
continuación, un sirviente la ayudó a despojarse de la capa que la había
cubierto, dejando a la vista un largo vestido gris oscuro que destacaba aún más
la palidez de su piel.
—¿No será
una especie de cosplay? —murmuró Georg a Tom. Éste le dio un pequeño codazo, evitando
reír, pero sin poder prescindir de la réplica.
—Dado el
escenario, yo diría que es una convención —contestó en un tono muy bajo de voz.
La calma
prodigiosa de la habitación, fue rota por un sonido escalofriante. Era como un
grito lejano y agonizante que provenía de uno de los pasillos adyacentes. Los
cuatro chicos miraron en aquella dirección, compartiendo en silencio la misma
pregunta.
—Es un
castillo viejo, escucharan muchas cosas y sus mentes elucubraran oscuras
historias —dijo Mina—. Por favor, sírvanse —los invitó.
Ante ellos
se encontraba una bandeja de plata cubierta por una campana, también de plata.
—¿Y nuestros
guardaespaldas? —preguntó Bill.
—Ellos
llegaron hace unas horas y ahora ya están descansado —respondió Mina.
Bill destapó
el plató y se encontró con una extraña composición que no podía definir. El
color predominante era el negro y el rojo. Miró la comida detenidamente, y pudo
concretar que todo lo que había en el plato creaba la imagen de un ojo rojo y
fijo, observándolo. Aquello se le hizo macabro.
—Mi hermano
y yo somos vegetarianos —se dirigió a la anfitriona, a quién le servían una
copa de un rojo vino.
—Y yo —dijo
Georg.
—Y yo también
—habló Gustav.
—Oh, es una
pena —mencionó ella, con coqueta contrariedad—, es un plato que mis cocineros
han preparado con esmero, los ingredientes llegaron hace sólo unas horas, y
trabajaron arduamente —se lamentó.
—Lo sentimos
—Bill quiso ser amable—, de todos modos comimos bien antes de venir hasta aquí.
—Ya veo
—aceptó ella, indicando al sirviente que pusiera vino en las copas de sus
invitados—. Pero no se negaran a brindar conmigo ¿No es verdad?
—Desde luego
—aceptó Tom, mirando a los demás.
De ese modo
todos brindaron y bebieron con ella.
Bill notó el
modo en que el vino entraba cálido por su garganta. Le pareció, incluso,
sentirlo llenando su torrente sanguíneo. Miró a su hermano, comprobando que
compartían la misma sensación liberadora y burbujeante, como si todo alrededor
fuese inconsistente. Parpadeo una vez, con toda la rapidez que la somnolencia
que lo estaba invadiendo le permitía. Cuando abrió los ojos Mina ya no vestía
de seda gris, su vestido ahora era rojo como la sangre. Quiso mirar a su
hermano, pero se encontró solitario en aquel salón, acompañado únicamente por
la belleza fría de su anfitriona.
Preguntó por
los demás, con la voz enrarecida. Mina le indicó silencio, pegando un dedo a
sus labios.
—Están
descansando —le dijo.
Bill supo
que debía sentir pánico, pero la seducción innata de una criatura tan perfecta
y diabólica como Mina, lo apaciguó.
La vio
acercarse, la sintió acariciar con la punta de las uñas su cuello. Cerró los
ojos notando el estremecimiento que lo invadía, pero no se movió. No podía. Ella
se sentó en su regazo, se acomodó con la sutileza fina de una princesa de
cuento. Lo abrazó y besó su cuello, la humedad fría de los besos contrastó con
el calor de su piel. Bill suspiró y abrió los ojos, observando, en una de las lágrimas
de cristal de un candelabro cercano, su reflejo; su único reflejo. El dolor de
un par de punzadas en su cuello lo aletargó.
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Bill
despertó cuando sintió que había dormido lo suficiente. La habitación
permanecía casi a oscuras. La única luz que había se encontraba sobre un
antiguo mueble de madera a varios metros de distancia. Se sentó en la cama e
intentó situarse. Miró detenidamente el dosel de la enorme cama en la que se
encontraba y distinguió a dos serpientes enrolladas en las columnas.
Cerró los
ojos y apretó los parpados, deseando buscar sus recuerdos de la última noche. Eran
algo borrosos, confusos. Pensó en los chicos, y se preguntó en dónde estarían. Se
levantó y se calzó. Comprobó que aún llevaba puesta la ropa con la que había
llegado. Se giró buscando una ventana, esperando que al abrir una cortina la
luz del día llenara la estancia. Le dolió el cuello y se llevó la mano hasta a
él. Notó dos pequeñas protuberancias similares a las que produce una picadura.
Se las tocó con cuidado, sintiendo que el dolor no era superficial. Quiso
hallar un espejo, pero no había ninguno. Caviló sobre sus posibilidades,
sabiendo que sin teléfono estás eran escasas. Lo mejor sería encontrar a los
demás.
Salió de la
habitación, sosteniendo la lámpara, y comenzó a recorrer el pasillo llegando a
una bifurcación que lo ponía en la primera encrucijada del camino. Avanzó por
la derecha, muy pegado a la pared. Un sonido quejumbroso, que atribuyó al viento,
se escuchaba a lo lejos. Se sorprendió al dar con una ventana sin cristal, que
le permitió ver que aún estaban de noche. Miró su reloj y comprobó que eran más
de las diez. Se sintió confuso, estaba descansado, como si hubiese dormido doce
horas seguidas. Era imposible que aún fuesen las diez de la noche.
Un quejido
cercano lo alertó. Miró a su espalda y vio una puerta entreabierta desde la que
salía una rendija de luz. Se acercó sigiloso. Apoyó un hombro contra la pared y
en cuestión de un instante sintió la camisa humedecerse. Miró su brazo y un
oscuro líquido había ensuciado la tela. Decidió que aquello no era relevante,
así que lo olvidó. Se acercó un poco más a la rendija de la puerta y comenzó a
espiar.
Al
principio, lo que le había parecido un quejido, se dividió en tres. Le costaba
distinguir la escena, por la poca luz que había y por la complejidad de ésta.
Comenzó detallando la forma de un muslo que se acariciaba contra otro y una mano
sosteniendo con vehemencia el pecho de una mujer. Los quejidos eran autenticas
muestras de placer que él no debería estar viendo. En ese momento alguien lo
miró directamente, o al menos en la dirección en la que él se encontraba. Era
Gustav. Sus ojos claros parecían desenfocados y diluidos en un océano de goce.
Lo vio separar los labios y poner los ojos en blanco, cuando una de las mujeres
que lo acompañaban le besaba en el cuello. Luego vio la sangre correr por su
pecho.
—¡Gustav!
—exclamó, y el dolor en su propio cuerpo lo detuvo. Un beso frío le humedeció
el cuello y notó un pinchazo antes de perder la consciencia.
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Una suave
caricia fue despertando a Bill de un aletargado sueño. No se sentía capaz de
definir todo lo que había visto en él, pero sabía que las imágenes eran
inquietantes e incluso terroríficas. Cuando abrió los ojos, pudo ver el rostro
pálido de su anfitriona que lo miraba con una expresión dulce.
—Al fin
despiertas —le dijo, continuando con la caricia que llevaba efectuando hacía un
rato en su cabello.
Bill sabía
que debía sentirse incómodo, ya que aquel grado de confianza e intimidad con
una extraña lo ameritaba, pero algo en su interior se sentía pleno cuando ella
lo observaba con sus ojos verdes.
—¿Qué hora
es? —preguntó Bill, con la voz oscurecida.
—Ya es de
noche —respondió ella, sin darle un tiempo exacto—. Es la hora de las bellezas
nocturnas. Es tu hora —le sonrió con maravillosa complacencia.
—¿Dónde
están —comenzó a preguntar, teniendo que pensar en a quienes se refería—... los
chicos?
Se sentó en
la cama, recordando parte del sueño que había tenido por la noche. Recordó los
ojos de Gustav, desvanecidos, y la sangre que recorría su pecho. Miró la manga
de su camisa, comprobando que estaba limpia.
—No te
preocupes, ellos están descansando —fue la respuesta amable que recibió—.
Ahora, tú deberías alimentarte —le propuso—. Bebe —dijo, ofreciéndole una copa
de vino.
—¿Sólo bebes
vino? —preguntó, recibiendo la copa. Mina sonrió. Bill bebió un trago.
—No, nunca
bebo vino —la negativa resultó inquietante, pero la inquietud se fue disipando
como el líquido que acababa de ingerir.
Bill vio las
largas y afiladas uñas, abriéndose camino por la camisa hasta descubrir su
pecho. Notó la caricia firme y delicada de sus dedos fríos sobre la piel. Mina
se inclinó hacia él, manteniendo los ojos oscuros fijos en los suyos. Sintió
sus labios besándolo y el sabor de su boca le resultó entrañable. La dejó vagar
por su mejilla, por su oído y por su cuello. El dolor de aquel beso fiero lo
llevó a retorcer los dedos sobre la sábana. La escuchó gruñir suavemente, casi
como un ronroneo felino. Bill abrió los ojos y la habitación se movía junto con
ellos. Las serpientes del dosel de su cama giraban en torno a las columnas,
siseaban y enseñaban su lengua partida. Mina dejó de besarlo y cuando lo miró,
Bill pudo ver un fino hilo de sangre descendiendo por la comisura del labio,
hasta su barbilla.
Debía sentir
miedo, pero algo en ella le resultaba familiar, le atraía. Le limpió la sangre
con su pulgar.
.
La luz que
entraba por la ventana era la clara luz platinada de una luna llena, la única
que había visto desde que llegó aquí. Bill sabía que las noches habían
transcurrido una tras otra sin que llegase a recordar el tiempo que llevaba en
el castillo. La figura sinuosa de Mina se agitaba sobre su cuerpo como una de
las serpientes ondeantes del dosel. Ella lo miraba mientras le daba el placer
más básico para el ser humano, agitando su pecho desnudo, hipnotizándolo con el
vaivén imparable de su cadera. Cerró los ojos y se dejó llevar por la
inconsistencia que prevalecía en su cuerpo luego de aquel exquisito vino que
ella le daba a beber. Sintió la presión de las uñas femeninas abriendo surcos
en su pecho y la vio lamer las heridas como si fuese un animal. El sonido de su
boca al succionar el líquido caliente y rojo, le recordaba al de una criatura
salvaje despedazando a una presa.
Aquello
debía causarle pavor, sin embargo Bill estaba sumergido en una dimensión
diferente a la que conocía. Bill ahora se entregaba a la oscuridad sin voluntad
que se lo impidiese. Prisionero de la necesidad que ella había sembrado en él
noche tras noche.
Sintió la
lengua humedecida de Mina subir por su pecho, arrastrando su propia sangre
caliente. Le besó la clavícula y compartió el sabor metalizado cuando lo beso
en los labios. La miró a los ojos, y estos le otorgaron un resplandor rojizo. A
continuación le clavó los colmillos sobre las mismas heridas que le hiciera
aquella primera noche.
.
Despertó en
medio de la oscuridad. Ya no recordaba la última vez que había visto la luz del
día. Se sentó en la cama y descolgó los pies, notando lo pesado que sentía el
cuerpo. Bill sabía que había dormido por largo tiempo, pero no lograba
recuperarse del estado constante de aturdimiento que lo invadía. Se puso en
pie, intentando recordar lo más básico ¿Cómo había llegado hasta aquí?
Sus
pensamientos eran confusos, no sabía qué hacía encerrado en medio de una
habitación fría y solitaria. Recordó que sobre una mesa lateral había una
lámpara y la encendió. La llama anaranjada parecía burlarse del frío interior
que sentía.
¿Cómo había
llegado hasta aquí?
Volvió a
preguntarse, envuelto en una nebulosa de contradicciones.
Pensó en su
hermano, y quiso recordar si venían juntos. Pensó en Georg y en Gustav. En ese
momento una imagen se instaló en su memoria, y caminó hasta una silla en la que
se encontraba algo de su ropa. Comprobó que una de las camisas estaba manchada
con algo oscuro y seco.
No lo había
soñado, era real y había visto como hacían sangrar a su amigo. Sabía que debía
sentir miedo por Gustav, por Georg y por Tom. Pero no lo sentía. Dentro de él
se había roto algo, y se sentía demasiado cansado para saber qué.
Miró a su
alrededor y se sintió sólo, ella no había venido hoy. Entonces sí sintió miedo.
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Bill caminaba
por los solitarios pasillos del enorme castillo, arrastrando el cuerpo contra
las paredes para sostenerse. Ya no sabía muy bien qué dirección había tomado,
ni como regresar a la habitación en la que dormía de día. Llevaba demasiado
tiempo paseándose en medio de aquel adusto espacio sin ventilación, sudando de
angustia y desesperación. Había perdido la cuenta de la cantidad de noches
desde que Mina no venía a despertarlo con caricias y palabras dulces, pero ya
no podía esperarla más. Salió en su búsqueda, aunque no supiese muy bien dónde
encontrarla.
Un chillido,
como el de una enorme rata, amenazó con romperle los tímpanos. Se dejó caer y
el chasquido de sus rodillas contra el suelo martilló en sus oídos con fuerza.
Todo lo que escuchaba, olía y veía se había intensificado. Ni siquiera había
encendido la lámpara, pudiendo ver el camino sin ayuda.
Escuchó un
quejido agónico al final del pasillo. Se puso en pie y llegó a una escalera de
piedra que descendía hasta lo que le pareció una catacumba. El sonido era débil
pero persistía, guiándolo. Cuando bajó todos los peldaños se encontró con la
imagen de Mina, completamente desnuda y con el pecho manchado de sangre.
Cabalgaba sobre un hombre que desfallecía, emitiendo agónicos quejidos. La vio
tomar la muñeca ensangrentada de aquel desdichado, y llevársela a los labios.
Escuchó la forma en que la piel era rota por sus dientes y como la sangre
entraba en ella, calentando un cuerpo muerto.
En ese
momento Mina lo miró.
—No debes
verme —le ordenó.
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Bill
observaba las serpientes ondular por los pilares del dosel de su cama. Notaba
el frío de la noche en su piel, mientras la vida parecía serle arrancada gota a
gota desde las muñecas. Sentía los dientes, las lenguas y los labios que
efectuaban su trabajo, absorbiendo poco a poco su sangre. Se había abandonado a
su destino, sin luchar, porque ella ya no venía y él no era nada sin su ama.
Sintió la
caricia fina de unas uñas subiendo por sus muslos, y aquello le otorgaron algo
parecido al placer. Ya no recordaba el modo en que el instinto de un hombre
respondía a ciertos estímulos. Su cuerpo estaba cambiando y el placer llegaba
de otro modo, por otros caminos.
Las
serpientes ondeaban, subiendo por los pilares del dosel, mostrando sus lenguas
viperinas como si se burlaran de él y de su destino. El abandono era un estado
calmo que precedía a la muerte, Bill lo sabía y no luchaba, porque su mayor
miedo se había cumplido; ella había dejado de venir.
Escuchó la
puerta al abrirse y un rugido poderoso llenó la habitación. Lo primero que
pensó fue que se trataba de un lobo. Las bocas que bebían de él se desprendieron
de sus manos ensangrentadas, aullando de dolor. Cerró los ojos y espero a que
la bestia que las había espantado se arrojara sobre él y le abriera el estómago
para masticar sus entrañas. Respiró profundamente y reconoció su aroma en el
aire, era ella: su ama.
Abrió los
ojos lentamente, con apenas fuerza para hacerlo. Miró los de ella, tornasolados
y vivaces, conservando aún el aspecto fiero de una bestia.
—Tú me
perteneces —le dijo.
Bill supo
que había perdido el alma cuando lo aceptó.
—Sí.
Mina sonrió,
mostrando sus afilados colmillos. Bill se retorció cuando los clavó en su yugular
sin miramientos. La fuerza con que ella le succionaba la vida, convulsionó su
cuerpo con más fuerza que un orgasmo. Dejó que un último suspiro humano
escapara de su boca, dejando los labios entreabiertos. Se perdió a sí mismo en
medio de recuerdos confusos sobre cuatro chicos y una banda de música. Era como
estar viendo una especie de cuento contado a los niños para dormir. Luego
sintió el dorso de la mano de Mina sobre sus labios, y un líquido tibio y
metalizado llenando su boca. La sed que sintió fue tan violenta que sostuvo su
mano y bebió hasta que un gruñido animal le dio el aviso de que debía parar. La
miró a los ojos, sus ojos rojizos llenos de veneno, y ella le sonrió.
.
Un carruaje
emprendió el camino de regreso a una civilización alejada de las leyendas y los
mitos que aún se esconden en algunos rincones del mundo. En su interior viajan
tres jóvenes cuyas mentes han confundido la realidad con la fantasía. Uno de
ellos siente que deja una parte de sí mismo atrás.
A su gemelo.
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Fin.
Siempre en amor.
Anyara
Casi me parece escuchar el Muuaaaajjaaaajaaaa al final de este impactante shot; me encanta la forma en que combinaste el mítico personaje de Mina con Bill y la banda, muy original y mi Any *__*....
ResponderEliminarMIna y Bill q combinación mas apasionante; Mina es uno de mis personajes adorados de la historia original, siempre me rindo ante su dulce y perverso encanto.
Besitos sangrientos para mi escritora vampiresa *__*
Woooow... lo he leído de un tirón...supongo que el reto tenía que ver con la adaptación de un libro o un guión cinematográfico...me encantan este tipo de superposiciones porque te dan un referente claro como hilo conductor de la historia. Además alguno de los looks antiguos de Bill encajan a la perfección con la idea del vampiro sofisticado. Me ha gustado mucho la inversión de papeles, que Mina sea la vampiresa y Bill esta especie de Jonathan Harker desprevenido. La escena de los carruajes con los cocheros huyendo antes de llegar al castillo siempre me ha dado mucho pavor: es como una antesala del infierno por venir. Cuando hizo su aparición Mlle.Drácula me recordó un poco a Nuit, que tiene algo de vampiresa, depredadora pero torturada tanto o más que sus víctimas. Besos, mi Andrea ♥
ResponderEliminarQue bien ahora puedo pagar mis deudas, sabes con la anterior presentacion del blog no podía pero esta nueva presentación me deja babeando, luego pues la historia me ha encantado por que tu reto ha quedado mas que perfecto, suspirando es como he quedado, también viví con la banda cada momento triste que se quedara el flaquito con mina y los demás lo olvidaran pero es que ese flaquito entra mas que perfecto en el papel del vampiro.
ResponderEliminarMi Anya siempre hay una imagen y una frase en tus escritos que queda irremediablemente adherida a mi ser y este caso no ha sido la excepción, esa escena de Gustav siendo sangrado y la mirada dirigida a Bill...no sé por qué no puedo sacármela de la cabeza!! y luego está esto:
ResponderEliminar"Ya es de noche —respondió ella, sin darle un tiempo exacto—. Es la hora de las bellezas nocturnas. Es tu hora —le sonrió con maravillosa complacencia."
Precioso, cruel, sensual...ainsss...lo adoré. Estos retos son muy interesantes, hacen que la pluma cree maravillas!
Mis tulipanes rojos para ti, querida.
Pd: Creo que ahora sabemos quién es la que envía las botellas de vino rojo al club Eternidad…