El pájaro de la
libertad
.
En el silencio se encuentra los azules, los violetas y los
verdes. En el silencio se transforman las nubes y las montañas se vuelven
niebla. En el silencio el espacio se recorre a la velocidad del pensamiento y
el tiempo es una invención. En el silencio el alma encuentra su voz.
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Había estado antes frente a ti, lo sabía a pesar de no
saberlo. Había recorrido un sendero luminoso, bordeado de alelíes blancos y
dorados. Tú me miraste, y el pájaro que se desprendió de tu mano voló hasta la
mía, posándose sobre ella hasta mimetizarse con mi piel. Sí, había estado
frente a ti en un páramo de estrellas que te iluminaban la piel como diminutas
pecas que yo delineaba con los dedos, con los ojos, con el pensamiento. Estuve
frente a ti, también cuando fui ciego; no conseguí vislumbrar el color claro de
tus sentimientos, abriéndose paso por tus ojos, ni conseguí notar el roce de tu
aliento cuando me susurraste tu nombre en secreto. Ahora frente a ti, con los
ojos cerrados, te veo; veo los detalles que te convierten en un alma única. En
medio del silencio que nos rodea veo los matices de tus ilusiones, y el descaro
con que me muestras las sintonías de tus pasiones. Huelo el aroma de la
naturaleza viva de la que procedes, me inundo de ella y abro los ojos.
La conocí paseando por una de las pocas calles que aún me
quedaban sin recorrer en Los Angeles. Por extraño que parezca, no fueron sus
ojos, su cabello o el almizclado aroma de su perfume lo que llamaron mi
atención. Lo primero que vi de ella fueron sus manos, decoradas con oscuros
tatuajes de henna.
Había ido hasta allí buscando objetos diferentes y
originales; objetos con alma que me contaran una historia. Me habían mencionado
este barrio, dos o tres calles en las que encontraría un “mundo distinto”, y
así había sido. Los colores vivaces se mezclaban con los intensos olores a
incienso y a jazmín. El ruido resultaba extraño, música oriental unida a las
voces comunicándose en otro idioma.
Se alejó, dejándome inmóvil, hipnotizado, sujeto con alma e intención al halo azabache de su cabello. Comencé a perderla de vista y sólo en ese momento comprendí que no se puede tentar al destino y esperar por una segunda casualidad. Caminé tras ella, como hacen los perseguidores cuando no quieren ser descubiertos ¿Qué buscaba? ¿Qué esperaba que sucediera? Ni siquiera podía dar una respuesta clara a mis propias ideas, todas ellas estaban desordenadas en mi cabeza como las piezas de un puzzle revueltas y abandonadas. La razón se había ido de vacaciones.
La vi entrar en una tienda. Los pañuelos que estaban en venta y que decoraban la entrada, se alzaron y se mecieron con una ráfaga de viento. Entré, y comprendí que no era una tienda, era un estrecho pasadizo de piedra blanquecina que pareció trasladarme a otra tierra, más cálida y misteriosa. Me encontré con un patio interior bordeado por una galería de columnas. Sabía que estaba en un lugar privado, casi intimo, e inmediatamente retrocedí medio paso. Escuché un sonido a mi izquierda y me encontré con ella, que acariciaba un rodillo de oración budista, haciéndolo girar con sus peticiones. Hizo una suave reverencia y se alejó, internándose en la galería. Avancé un par de pasos, con la incertidumbre de sí debía seguir o no, pero entonces se detuvo en un umbral y me miró, invitándome a seguirla por aquel laberintico lugar. Mi corazón latió tan fuerte que sentí el martilleo de la sangre en los tímpanos.
Crucé el umbral que ella atravesara antes y noté un fuerte aroma a sándalo. Mientras más avanzaba por ese pasillo de piedra, más parecía estar atravesando un portal del tiempo. El ruido exterior no entraba a este lugar, el silencio me envolvía como hacía el humo del incienso, aislándome de todo lo que conocía. Entré en una segunda habitación iluminada por los claroscuros que el sol proyectaba contra una celosía. Las cortinas que adornaban las ventanas se elevaban suavemente por el viento, creando un ambiente que parecía invitarme a dormir una siesta larga y placentera. Sentí un toque suave en el brazo, casi una caricia, que llamó mi atención. Ella se protegió tras un biombo de madera labrada, que me permitía adivinar su silueta y su mirada.
—¿Por qué llevas ese pájaro? —me preguntó.
—No lo sé, necesitaba tenerlo —respondí con lo más esencial de mí. Sus ojos de un color verde tan claro que parecían de cristal, me observaron con atención, dilucidando algo en el fondo de mi alma.
—Entonces tienes que averiguarlo —dijo, recorriendo el biombo hasta el final, para adentrarse en la oscuridad de una nueva habitación.
Entré en ella con la cautela de un ciego, tocando las paredes y asegurando mis pies antes de dar un paso. En lo que creí era el fondo, la vi a ella sosteniendo una larga varilla con una llama en la punta. Encendió una vela que la iluminó precariamente, luego encendió otra y otra, hasta que la habitación estuvo rodeada de una cálida luz. No comprendía porque no podía dejar de mirarla, mis ojos seguían cada uno de sus movimientos; mi cerebro los estudiaba y mi ser los reconocía.
Se puso de pie frente a un altar en el que pude distinguir una serie de figuras, algunas las había visto en venta en tiendas de decoración como si se tratara de curiosidades exóticas de otras culturas, pero ella parecía venerarlas con respeto y en el más absoluto silencio. Encendió una nueva varilla en una de las velas y la acercó a un recipiente que se encendió de inmediato, creando una llama más fuerte y constante entre las demás. La calma que rezumaba el lugar parecía detener el tiempo, como si los minutos no existieran, como si el día y la noche dejaran de importar.
La vi hacer una reverencia con las manos unidas, luego se
giró hacia mí, repitiendo el gesto. Titubeé un momento, pero le respondí del
mismo modo, aunque con mucha menos prestancia de la que ella tenía. Sonrió, y
su sonrisa suave y moderada parecía conjuntar con la calma que destilaba toda
la habitación. Caminó hacia mí, quedando de pie tras mi espalda. Quise darme la
vuelta, de forma instintiva, para ver lo que iba a hacer, pero su mano sobre mi
hombro me indicó que me quedase quieto. Comencé a tomar aire profundamente
cuando noté sus manos alzando mi camiseta para quitármela. Me quedé inmóvil,
sorprendido y sin saber cómo reaccionar. Ella insistió y yo levanté los brazos,
ayudándole a desnudarme.
¿Qué debía hacer? ¿Debía preguntar lo que estaba pasando?
¿Debía dejarme llevar?
Dobló la camiseta que acababa de quitarme y la dejó sobre un
banquillo que había a un lado de la habitación. Hasta ese momento no había
notado los confortables cojines que había junto a mí, enormes y mullidos como
si se tratara de una cama en el suelo. Me sentí inapropiado, ignorante.
Tomó de entre las cosas que había en el altar, una especie
de sábana, e hizo una reverencia a sus dioses. Se acercó a mí con ella en las
manos y me miró a los ojos, enseñándome su mano tatuada. Sólo en ese momento
noté que el antebrazo también estaba adornado con preciosos dibujos de henna.
—Voy a dibujar en ti, cada dibujo será hecho en medio de
oraciones que te ayudarán a ver lo que no ves —me explicó— ¿Lo aceptas?
—Sí —acepté con un gesto. Esperaba que aquel ritual me
ayudara a comprender por qué confiaba en ella del modo que lo hacía, por qué me
sentía tan intrigado y a la vez entregado.
Desdobló la tela que traía en las manos, extendiéndola para
rodear mi cintura con ella. No podía ignorar el aroma almizclado de su cabello,
o el confiado roce de sus manos con la piel de mi cintura. Metió una de las
puntas de la tela, que parecía de lino, en el borde de mi pantalón para
asegurarla, y al completar el giro, hizo lo mismo con el otro extremo.
Me senté en el suelo como me indicó, y esperé
La habitación se encontraba sumida en una cálida luz que nos
rodeaba y nos otorgaba una fuerte sensación de intimidad. Sus manos comenzaron
a trabajan con delicadeza, casi sin tocar mi piel, mientras iba trazando
dibujos a voluntad con la henna. Cada toque de la pastosa mezcla es frío e
imprevisible. Pero resistirse al destino es morir antes de llegar al final.
Cerré los ojos e intenté imaginar qué figura recreaba en mi
espalda. Los trazos eran pequeños y ondeaban casi con la misma intención con la
que ella murmuraba algún mantra que no llegaba a dilucidar, como si intentara
bendecir cada una de las líneas que pintaba. Había un abismo de diferencia
entre el dolor de los tatuajes que había puesto en mi cuerpo y la sutileza que
ella empleaba en su toque. Sin embargo, la intensidad y la expectativa con la
que esperaba el nacimiento de ese nuevo dibujo era igual de fuerte.
La sentí recorrer con ligereza toda mi columna, el zigzag
curvado del trazo me provocó un leve escalofrío. Era tal el modo en que me
confiaba a ella, que sonreí y me vi recostado sobre la hierba fresca de un
prado que desconocía; dormitaba mientras ella jugueteaba con el tallo de una
flor sobre mi piel y el sonido de un riachuelo a lo lejos parecía llamarme con
un canto cristalino. A nuestro alrededor crecía la hierba de color verde, con
pequeños matices de violeta, fucsia, amarillo, azul. Las flores nacían de los
troncos de los arboles, mezclándose con la corteza, las ramas y las hojas. Yo,
que toda mi vida he estado atado a la realidad, me sentía de pronto inmerso en
la fantasía más absoluta.
Sentí un nuevo toque de la henna sobre mi hombro y la
respiración de ella sobre mi piel. Inmediatamente mi mente elucubró su cercanía
en aquella escena paralela que estaba creando. Me sumergí en ese espacio
inmenso y privado de hierbas brillantes, de sonidos emotivos y puros. La miré y
en sus ojos vi una profunda realidad que podía comprender estando ahí, pero que
mi mente racional no llegaba ni siquiera a vislumbrar ¿Cuántos espacios
vibrantes y plenos nos perdemos por no mirar con los ojos de la intuición?
La brisa que nos rodeaba comenzó a elevar la tela ligera de
su vestido, la levantó de la hierba, haciéndola flotar durante un instante sin
tiempo. Sonreí ante la idea de un espacio sin gravedad y me imaginé a ambos
caminando por encima de la hierba. Las puntas de las hojas verdes, violetas,
fucsia; nos acariciaban la planta de los pies desnudos. En ese instante
comprendí que mi deseo se hacía realidad sólo por pensarlo. En aquel sitio en
el que me hallaba la vida transcurría con la mayor irreverencia, y sin embargo,
con la más completa coherencia. La ligereza de nuestros pasos, la escasez de
peso en nuestro cuerpo, representaba la ingravidez que se adquiere cuando se
llega a un estado de libertad interior; cuando te has quitado todas las cadenas
que atan tu mente y finalmente vuelves a
ser tú.
Me sumergí de tal manera en aquella visión, que dejé de ser
consciente de mi cuerpo y de los toques de Chandra
en mi piel. La miré sorprendido al descubrir su nombre en mis pensamientos,
mientras avanzábamos por aquel paraje claro y luminoso. Comprendí que la
felicidad que iba experimentando cada vez con más fuerza sólo era posible
cuando te limpiabas de la realidad; ese manto oscuro que no nos permite ver que
podemos ser felices si escogemos serlo. Estamos tan absortos en un mundo que
parece no ofrecernos nada nuevo, que la desesperanza nos embauca y nos va
quitando la inocencia hasta que la olvidamos.
Nuestro camino se detuvo en la orilla del estrecho río. El
agua cristalina corría creando una melodía que se mezclaba con el arrullo de
las hojas mecidas por la brisa.
—Si me concentro, creo que las escucharé hablar —dije, con
Chandra a mi lado.
—No lo dudes, si oyes con suficiente atención todo a tu
alrededor te hablará. El río, el árbol, la montaña a lo lejos —extendió su
mano, abarcando todo el paisaje.
—¿Tú escuchas?
—A veces, cuando me mantengo en
silencio…
—… Y el silencio se vuelve
pensamiento…
—Sí.
Me sentía muy cómodo en aquel sitio, respirando el aire
liviano y recibiendo la calidez suave de un sol que iluminaba todo.
—Hay algo en el agua —dijo ella, inclinándose.
Miré hacia el río. Era tan transparente que lo único que me
impedía mirar el fondo con nitidez eran las pequeñas ondas que se formaban por
el afluente. Noté una pequeña luz blanca, como una piedra de cuarzo, que comenzó
a encenderse cada vez con más fuerza; la luz ya no sólo era blanca, empezaba a
tener destellos dorados que al ampliarse se convertían en pétalos de loto.
Cuando aquella luz transformada en flor alcanzó el tamaño de mi mano, los
pétalos del centro se tiñeron de azul y se abrieron enseñándome un pájaro de
color negro, que brillaba tornasolado al sacudir sus alas bajo el agua. Miré a
Chandra que me observaba con una sonrisa dulce y maravillada. Hundí los dedos
en el agua con suavidad para no asustar al ave, pero esta parecía esperarme.
Cuando acerqué mi mano se acurrucó en ella esperando a que la sacara de la
superficie. Al notar el calor del sol, trinó un par de veces posada en mi mano,
se lo acerqué a Chandra y ella lo recibió. El ave acicaló sus plumas con calma,
sin temor, una por una las fue abriendo con su pico y estas brillaban con
hermosos matices de colores que no podría explicar. Finalmente sacudió sus
alas, primero con un par de movimientos cortos para abrirlas luego en uno más
amplio que lo elevó lejos de nosotros.
—Eso es libertad —expresé.
—Los antiguos, los maestros —comenzó a decir—, hablaban del
ave de la libertad. Decían que podías ver cientos de aves a lo largo de una de
tus vidas y que todas surcarían el cielo, pero que cuando pudieses ver a un ave
florecer en el fondo de un río cristalino, esa sería el ave de la libertad.
Sólo puedes verla cuando miras con los ojos de la intuición, lejos del
aprendizaje que construyen a tu alrededor.
Cuando terminó con aquella explicación se puso en pie. El
aire comenzaba a oler a incienso y la luz a nuestro alrededor se iba apagando
poco a poco acercando el paisaje a la penumbra del atardecer. Tomé su mano,
esperanzado en que no se fuera.
—¿Te vas? —le pregunté.
—Nunca me he ido.
—¿Te volveré a ver?
—Cuando el ave de la libertad florezca bajo el agua.
Abrí los ojos y la encontré frente a mí. Permanecía
arrodillada, esperando a que yo regresara de ese extraño espacio en el que
había estado.
—¿Lo has visto? —me preguntó. Sabía que esa pregunta podía
traer consigo muchas más: Si he visto qué ¿A qué te refieres? No te entiendo.
Sin embargo, esa intuición que acababa de descubrir y que ahora mismo fluía por
mi cuerpo, me daba la respuesta exacta.
—Sí.
—Entonces, ahora ya lo comprendes —su mano tatuada se posó
sobre la mía, del mismo modo que se había posado el pájaro de la libertad.
.
La vida es una composición perfectamente ideada para nuestra
evolución. Es un camino que está en constante movimiento, uniendo nuestros
destinos con los destinos de otros que a su vez están destinados a nosotros. La
vida es una maraña de sutiles lazos que se encuentran maravillosamente ideados
para llevarnos por el camino que debemos recorrer. Pero ¿Es ese camino el que
quisiéramos seguir? A veces, sin saber cómo, miramos con otros ojos… y la vida
brilla.
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N/A
Aquí les dejamos una
historia que comenzó con la idea de transmitir un encuentro místico que termino
por sorprendernos por la fuerza con que las palabras se abrieron paso,
mezclando la realidad con la posibilidad.
Un beso.
Archange~Anyara
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