viernes, 30 de noviembre de 2012

La sombra en el espejo - Capítulo I



Estoy editando algunas de mis historias. Ahora ha sido el turno del primer capítulo de ésta. Es una historia que comenzó extrañamente. Espero que aquellas que no la hayan leído se animen a seguirla. Y quienes lo hayan hecho, a recordarla.

Besos.
 .



Capítulo I
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“Quédate aquí, las sombras quieren atraparme, si nos vamos, vámonos los dos. Tú eres todo lo que soy y todo lo que fluye a través de mis venas”
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¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que sientas el dolor?
A veces es inmediato, ocurre un hecho en tu vida y las lágrimas fluyen, haciéndote consciente del dolor. Cuando el dolor es físico normalmente es instantáneo. Sin embargo hay dolores que no nos atrevemos a sentir, no queremos reconocerlos porque de alguna manera aquello nos ayuda a no creer que la causa existe. Nos negamos a aceptar el dolor, para que no se concrete la razón de él.
Quizás por eso me estaba costando tanto asumir lo que ahora mismo sucedía en mi vida. Un hecho tan doloroso e inverosímil para mi mente que ni siquiera había podido llorar.
Observaba las cosas que estaba poniendo dentro del pequeño bolso de mano, como si poner cada objeto en su sitio fuese la tarea más importante que tenía en ese momento. Centraba mis pensamientos y mis ideas en ello, sin querer saber nada de lo que había fuera de la habitación de hospital en la que ahora me encontraba.
—Bill, ¿estás listo? —preguntó mi madre desde la puerta de la habitación. Una puerta tan blanca como todo en el lugar.
—Ya casi —intenté formar una sonrisa que sólo alcanzó a tensar muy ligeramente mis mejillas. Mis músculos faciales no querían obedecerme, no por una cuestión física simplemente me costaba sonreír. Aunque tampoco era realmente consciente de ello.
—Bien…
Salió de la habitación. Yo observaba con atención la camiseta negra que ponía en un rincón del bolso, y que había llevando puesta durante la última semana. La misma semana que llevaba despierto luego de… aquel hecho.
Me quedé mirándola largo tiempo. Comprendía, con una especie de consciencia lógica, la razón. Era una de las camisetas de mi hermano, de esas en las que cabían dos Tom y medio. La había pedido y me la había puesto, pero luego me había olvidado de la motivación de llevarla. Ahora mismo la miraba, y no estaba seguro de saber qué sentía o de si sentía algo en realidad.
—¿Bill? —esta vez fue Gordon quien me habló desde la puerta.
Lo miré y pestañeé como si su voz me trajese de regreso de algún lejano lugar. En su rostro se notaba la tristeza, igual que se notaba en el de mi madre y en Georg, y Gustav cuando estuvieron aquí. Todos estaban tristes.
—Voy —respondí, cerrando la cremallera del bolso.
Todos se sentían profundamente tristes menos yo, y ni siquiera me sentía malo por ello. Simplemente no sentía nada.
Me colgué el bolso en el hombro. Observé en un espejo el tono violáceo que aún se mantenía sobre mi ceja derecha, bajando por mi ojo hasta llegar a mi pómulo. Me puse los lentes oscuros y salí de la habitación.
—Los papeles ya están firmados —dijo mi madre, acercándose e intentando tomar mi bolso.
—Voy bien — le aseguré, ajustando nuevamente la correa al hombro. Ella asintió rápidamente un par de veces.
—Hay un coche esperándonos en el estacionamiento —continuó explicándome, silenciándose de pronto. Volvió a habla, titubeando—… ¿Crees que podrás viajar… en coche?
La miré a través de los oscuros lentes. Tenía una expresión tan entristecida que debería producirme algo, pero no había nada.
—Claro… —intenté nuevamente aquella sonrisa que se me resistía. Ella me observó un segundo más antes de asentir.
De ese modo subí al coche. Mi madre lo hizo a mi lado, el bolso que llevaba quedó entre ambos. No hablábamos, había muy poco qué decir. Las calles de Hamburgo eran tan frías, y grises en invierno. Estaban cubiertas por una leve capa de hielo, tan imperceptible que sólo aquel que la ha visto gran parte de su vida puede llegar a distinguirla. Cerré los ojos un momento, me sentía muy cansado. Según había dicho el médico, sería normal después de lo que había pasado. Los medicamentos que me habían suministrado eran muy fuertes.
Dejé que mi cabeza descansara a un lado en el asiento, el viaje sería largo. Mamá y Gordon pensaban que lo mejor era alejarme un poco de la ciudad, y de los sitios en lo que la prensa pudiera asediarme. Me parecía tener de pronto siete u ocho años nuevamente, en los que mi madre aún dirigía ciertos aspectos de mi vida. Me aseguraba la capucha de la chaqueta de invierno, antes de enviarme al colegio, y me daba un beso en la helada mejilla cuando caminaba tieso por la ropa de abrigo hacía el autobús.
El vaivén suave de las ruedas sobre el asfalto, comenzaron a adormecerme. Me llevaron a un estado de calma corporal. El médico también había dicho que debía dormir, que para estas situaciones el sueño era una buena medicina.
Me despertó el ruido ensordecedor de las ruedas sobre la carretera al frenar. Mi sobre salto fue evidente.
—¡¿Qué ha pasado?! —exclamé, con los ojos muy abiertos y el corazón disparado.
Miraba a Gordon que iba conduciendo mientras él me observaba por el espejo retrovisor, devolviéndome la pregunta.
—Tranquilo Bill —dijo mi madre junto a mí, tomando mi mano que estaba apoyada entre ambos en el asiento—, no pasa nada.
La miré aún exaltado. Luego me quité los lentes para frotarme los ojos. Había sido un sueño, sólo eso. Mi cabeza comenzaba a procesarlo, y respiré profundamente intentando calmarme.
—Toma —dijo mi madre, extendiéndome una pequeña pastilla en la palma de su mano—, te calmará.
Observé la pequeña e inofensiva gragea de color marfil. Había estado tomando de esas durante los últimos días. Me las traía una enfermera que me sonreía con amabilidad, y no se marchaba hasta que estaba segura de que me había tomado el medicamento. La sostuve con dos dedos y me la llevé a la boca, bebiendo de la botella de agua que mi madre me había ofrecido.
—¿Cuánto nos queda? —pregunté, mirando por la ventana los campos que se abrían paso.
—Diez minutos —respondió Gordon desde su sitio de conductor.
Sabía que me estaban llevando a un lugar apartado y solitario. Quizás en algún momento me rebelaría ante ello, pero ahora mismo no tenía interés en hacerlo. Sólo quería que me dijeran que habitación ocuparía y echarme en la cama a dormir. Ojalá sin despertar.
—¿Te quedarás? —le pregunté a mi madre.
—Unos días, estaré contigo… te acompañaré —comenzó a redundar—, luego vendrá Georg y pasará unos días también.
—Preferiría que no lo hicieras —le avisé sin mirarla mientras girábamos por una carretera secundaria, dejando la principal—, estoy bien no necesito que me cuiden.
—Te vendrá bien un poco de compañía —intervino Gordon—, este sitio es un verdadero cemen…
Se quedó en silencio. Los tres lo hicimos. Sólo se escuchaba el sonido del coche en medio de una solitaria carretera.
—¿Un cementerio? —pregunté, mirándolo. Él lo hizo fugazmente a través del espejo.
—Solitario —concluyó.
—Solitario —repetí—, el sitio correcto para mí.
Cuando nos estacionamos frente a aquella casa de dos pisos, la observé un momento de pie junto al coche. Comprendí que hasta hace un tiempo atrás un sitio como este me habría parecido imposible de aguantar por más de dos días, pero que ahora parecía incluso aceptable.
—Entremos —me indicó Gordon, abrazando a mi madre por encima de hombro.
Caminamos hacía la entrada, encontrándonos con que se abría la puerta antes de llegar a ella. Una mujer, de una edad cercana a la de mi abuela, salió del interior y nos sonrió mientras se secaba las manos en el delantal de cocina que llevaba puesto.
—Bienvenidos —exclamó. Era una tía de Gordon. Lo sabía porque habíamos venido de visita cuando era pequeño, creo que una vez—, la comida estará lista en un momento —saludó a mi madre y a Gordon con un beso, además de una mirada suave y comprensiva que luego me trasladó a mí—. Pasen, están en su casa…
De ese modo y en cuestión de un instante, el calor de la leña que servía de combustible a la cocina, me bañó el rostro y me llenó la nariz con aquel aroma hogareño.
—¿Qué tal viaje han hecho? —preguntó.
—Bueno… —respondió mi madre, sentándose junto a la mesa que había en la cocina. Gordon buscaba un vaso de agua. Yo continuaba de pie junto a la entrada, aún con el bolso colgando del hombro y los lentes puestos.
—Me alegro —dijo con suavidad la mujer mientras revolvía un guisado que tenía al calor de la cocina. Por lo que recordaba se llamaba Sarah.
Se giró y me miró. No me hablo de inmediato, primero fijo sus ojos en mi madre como si preguntara silenciosamente qué debía hacer conmigo.
—¿Quieres que te enseñe tu habitación? —me preguntó.
—Por favor —fue la escueta respuesta que le di. Ella sonrió.
—Simone, ¿me miras el guiso? —se dirigió a mi madre que de inmediato se puso en pie.
—Claro…
—Sígueme —dijo Sarah con voz amable, caminando por un pasillo que nos sacaba de la cocina.
A medida que avanzábamos por la casa las habitaciones parecían más frías. Pasamos junto a unas escaleras, pero ella no las subió. Abrió finalmente una puerta que se encontraba tras ellas.
—Es aquí —me indicó, invitándome a pasar.
Me agaché ligeramente al cruzar el umbral de la puerta, con la sensación de que si no lo hacía me daría en la cabeza. Observé el lugar. Había una cama individual, una mesilla de noche y una gran ventana de fondo. Ver el bosque a través de ella, era como tener un gran cuadro enmarcado en madera. Una cajonera alta que parecía pesada, seguramente había que moverla entre más de una persona. También había un televisor.
—¿Crees que estarás bien? —me preguntó desde la puerta.
Sólo entonces la miré. Me quité los lentes e intenté sonreírle.
—Sí —asentí—,estaré muy bien Sarah.
Ella me observó un instante, sabía que había reparado en el color que tenía en casi la mitad de mi rostro.
—Que bien, recuerdas mi nombre —intentó disimular.
—Claro, lo recuerdo… Frederick es tu marido ¿No? —pregunté.
—Sí —sonrió un poco más—, que por cierto vendrá a comer en cualquier momento—de pronto pareció tener prisa. Se dio la vuelta para salir, pero antes de hacerlo me volvió a hablar—. Acomoda tus cosas y te vienes a la cocina, comeremos en cuanto Frederick llegue.
—Lo haré —acepté. Ella cerró la puerta antes de salir.
Caminé hasta la cama y dejé mi bolso. Desde ella podía mirar por la ventana. Me acerqué y observé el paisaje seco del invierno. Aquella capa de hielo que cubría las calles de Hamburgo, también hacía lo suyo en esta zona, sólo que con un poco más de intensidad. A lo lejos, entre los árboles, me pareció divisar una casa. Sarah tendría vecinos, eso era lo más probable, pero yo no tenía intenciones de conocerlos.
Cerré los ojos y moví el cuello, notaba la tensión en él.
Decidí volver con los demás como me había sugerido Sarah, emprendiendo el recorrido de regreso. Observé un poco mejor los detalles de aquella acogedora sala.
Las voces de Gordon, su tía y mi madre, se escuchaban desde la cocina, aunque no llegaba a comprender lo que hablaban. Pero entonces una palabra, un nombre, me obligaron a detenerme en medio del pasillo.
—Tom no querría verlo así —decía mi madre—, tan ausente, tan…
—Insensible —Gordon terminó la frase.
—Hay que darle tiempo —escuché a Sarah—, está demasiado reciente.
Mi madre suspiró.
—Lo sé… —respondió en medio de aquel suspiro.
Hubo un pequeño silencio.
—Tómate esto —dijo Sarah, al parecer ofreciéndole algo a mi madre—, al menos Bill salió con vida.
En ese momento apoyé todo el costado derecho de mi cuerpo contra la pared. Sabía que debía sentirme triste, pero no lo lograba. En mi mente se repetían las escenas. La forma en que había sucedido todo. Como había evitado a toda costa ser yo quien condujera porque ese día no tenía ganas de hacerlo.
—Eres un vago —bostezó Tom, que había dormido las mismas cuatro horas que yo luego de aquella reunión con los chicos.
Las vacaciones por navidad se nos habían extendido dos semanas más de lo que habíamos planeado al principio, pero no importaba demasiado. Antes huíamos del frío, pero desde que estábamos viviendo en Los Ángeles teníamos tan buen clima, que un poco de frío y nieve nos resultaba exótico.
—De vuelta conduzco yo —le contesté, abriendo la puerta del acompañante y acomodándome en aquel asiento.
—Será mejor que lo recuerdes, porque si tengo que conducir yo te quedas en casa de Andreas —me advirtió.
Yo simplemente me reí. Me había salido con la mía, podría dormitar los veinte minutos de coche que nos separaban de la casa de nuestro amigo. Ya veríamos que pasaría con la vuelta.
Cerré los ojos en cuanto el coche estuvo en marcha. El vaivén suave de las ruedas me ayudó a adormecerme, y ni siquiera la música que puso Tom en la radio me impidió alcanzar cierto estado de letargo. Éste fue interrumpido por el ruido estridente de las ruedas sobre la carretera al frenar, y el crujido de las paredes del choche cuando aquel otro vehículo nos arrastró.
Luego la voz de Tom en un quejido roto, y el letargo nuevamente. De eso hacía más de dos semanas.
La puerta de entrada de la casa de Sarah se abrió a metros de mí. Me encontré entonces con la figura de Frederick que entraba. Me miró.
—Hola Bill —intentó parecer despreocupado como su esposa—, me alegra que hayas venido.
Se sacudió los pies en la entrada y cerró la puerta.
Yo suspiré sin siquiera saber qué debía sentir. Era como si alguien hubiese extirpado de mí esa parte, convirtiéndome en una especie de… cosa.
Continuará…

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