jueves, 28 de febrero de 2013

La sombra en el espejo - Capítulo XXI



Capítulo XXI
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“Mi adorado Bill…
Se me hace tan difícil escribir este día. Sé, soy completamente consciente de que para ti debo ser como una especie de grano de arena  en medio de una playa llena y duele, duele tontamente, pero lo hace. Intentar explicarte el amor que siento por ti, se ha convertido en algo triste. Tener la posibilidad, haber estado tan cerca y no poder, ha sido como clavar un cuchillo en mi pecho sin lograr extirparlo.
Escribo esta carta, porque quiero que tengas mis palabras tal y como ahora las siento. Mañana es el último día que tengo para evitarte aquella tristeza tan enorme con la que te conocí. Nunca pude decirte esto, porque no volví a verte, pero creo que te ame desde ese frío beso que nos dimos a través del espejo.”
Había releído la misma nota tantas veces. Casi no podía respirar de la emoción cuando me di cuenta que estaba escondida en medio de dos fotografías. Como único mensaje visible, en una de las caras del papel doblado, había un “Te amo” que quizás por una cuestión de ego, me atribuí.
Ahora la miraba. Seguía dormida, mantenía aquella calma que me desesperaba. Si no fuese por la escayola que le cubría la pierna izquierda por completo, no habría pensado jamás que estaba en un hospital.
Me puse en pie y me acerqué a ella.
—Tom dice que no debería estar tanto aquí —comencé a contarle, en tanto acercaba mis dedos a los suyos que descansaban sobre la cama—, pero no puedo dejarte…
La observé. Su cabello suelto sobre la almohada me hizo evocar a la princesa dormida de algún cuento de la infancia. La forma ovalada de su rostro, sus ojos cerrados, sus largas pestañas.
—Kissa…
Murmuré su nombre, esperando que me escuchara, que viniera hasta mí. Acaricié con  más intensidad su mano, deseando que despertara. La necesitaba tanto.
Suspiré, y volví a mirar la unión de nuestras manos.
—Cuando despiertes te llevaré a la playa, te hará bien el sol y el calor.
Quería convencerme de que podría llevármela conmigo. Casi podía evocar su imagen en mi mente, la veía sentada bajo una sombrilla, en una de esas playas a las que solía ir en Los Ángeles.
Acaricié con suavidad la cálida piel de su mejilla.
—Ven conmigo Kissa… mi preciosa Kissa… —le supliqué, notando el nudo que se formaba en mi pecho, ante la incertidumbre ¿Podría estar con ella alguna vez? ¿Podría verme?— ¿No me escuchas? ¿No me oyes llamándote? —le pregunté, angustiado.
Mi mano subió hasta su frente, al nacimiento de su cabello y acaricie con delicadeza las suaves hebras.
Y entonces sus labios llamaron mi atención, desee tocarlos con los míos sólo por un segundo, recrear la hermosa sensación de un beso. Los toqué con toda la delicadeza que me fue posible, sin saber en qué momento había comenzado a amarla de este modo. Cómo era posible que el pecho se me hiciera tan pequeño para todo lo que sentía por ella. Presioné ligeramente, sabiendo que no podría responderme, y entonces la oí gemir en voz baja. El corazón me dio un salto, y me separé de ella lo suficiente como para mirarla. Sus ojos, sus hermosos ojos grises comenzaban a abrirse, y ya no fui capaz de contener las lágrimas. Noté sus dedos moverse buscando los míos y de su boca salió mi nombre apenas murmurado.
—Bill…
—Shhh… tranquila… —le dije, acariciando con ímpetu los dedos que me buscaban, sin ser capaz de pensar en qué más hacer. Miraba como sus ojos se llenaban de lagrimas, en tanto ella intentaba sentarse, quejándose cuando el dolor de su cuerpo se hizo notar— voy por el médico…
Le avisé, ella sostuvo mi mano con más fuerza.
—Bill… —la misma fuerza que estaba recuperando su voz.
—Volveré de inmediato  — le dije, notando el corazón desbocado. Ella asintió.
Se me hizo eterno recorrer los pasillos en busca de la enfermera, del médico; de alguien que pudiera ver a Kissa. Y luego, los minutos en los que tuve que esperar fuera de la habitación. Ver llegar a su madre y estar con ella un tiempo tan largo, que los minutos en el reloj parecían horas. Hasta que llegó Tom.
—¿Despertó? —me preguntó sorprendido. Asentí — ¿Y cómo está?
—No lo sé, no me lo han dicho —me sentía nervioso, inquieto. Ella había dicho mi nombre, me recordaba.
—¿Cómo que no te han dicho nada? —lo miré, parecía indignado— Llevas aquí días enteros, eres al primero al que tendrían que decirle algo.
—Está su madre con ella —le expliqué.
—Su madre también sabe que llevas aquí días… y noches, claro —se calmó un poco— ¿Desde cuándo que no duermes una noche entera en casa?
Me encogí de hombros.
En ese momento vi a su madre salir de la habitación. Me miró y se acercó.
—¿Bill? —preguntó.
—Sí —respondí adelantándome hacía ella.
Llevábamos días encontrándonos sin hablar. Ella sabía que yo venía a ver a su hija, pero no me decía nada, estaba el tiempo que podía y se iba. Muchas veces me pregunté por su padre, pero no tenía a quién hacerle aquella pregunta.
—Kissa se encuentra estable, según lo que me ha dicho el médico —comenzó a explicarme, como si me debiera esa explicación. Yo la escuché con atención—,  tiene que estar aquí algunos días más antes de poder ir a casa y comenzar con la rehabilitación.
La rehabilitación. Era curioso, ni siquiera me había planteado aquello. Asentí, para que ella comprendiera que le estaba dando toda mi atención.
—Ella me ha pedido que te llame —me observó atentamente, como si hubiese algo que quería preguntar pero no lograba hacerlo—, ve… la enfermera tiene mi teléfono para lo que sea.
Me miró un poco más y luego se dio la vuelta, para irse.
—Gracias.
Le dije antes de que se alejara.
—No tienes que dármelas —sonrió—, tengo la sensación de que eres tú la razón de que mi hija volviera.
Noté el golpe que dio mi corazón contra el pecho cuando ella dijo aquello.
—Gracias —insistí. Comprendió que le agradecía aquellas palabras mucho más de lo que ese ‘gracias’ lograba decir.
—Ve —me empujó Tom hacia la puerta cuando ella se alejó.
Toqué dos veces y respiré. Era absurdo, pero me sentía como si fuese a verla por primera vez.
—Pase…
Escuché su voz. Miré a Tom junto a mí.
—Entra, yo te espero aquí —me dijo, apoyado en el umbral externo de la puerta. Asentí.
De ese modo entré en la habitación, cruzando el corto pasillo que había entre la puerta y la cama, notando como el corazón me latía vertiginoso, sintiéndome como un adolescente a punto de acercarse a la chica que le gusta.
La observé, estaba sentada en la cama, todo lo que su pierna escayolada le permitía sentarse. Me sonrió tímidamente, mientras se acomodaba el cabello con cierto disimulo.
—Hola —le dije.
¿Qué recordaría de mí? ¿Quién sería yo para ella? Tal vez Kissa se hacía las mismas preguntas.
—Hola —respondió con suavidad. Y le sonreí.
—¿Nunca te cansarás de asustarme? — le pregunté, animado y avanzando hacia ella.
—Tú no luces precisamente espectacular—rió ella.
—Ya sabes, el sillón es lo que tiene —indiqué el mueble tras de mí.
Kissa bajó la mirada a sus manos unidas. Estaba jugueteando con sus dedos nerviosamente.
—Me han dicho que llevas días quedándote aquí —dijo, sin dejar de mirarse las manos. En realidad evitaba mirarme a mí.
—Bueno… unos pocos —le quité importancia. En este momento no había nada más importante para mí, que verla hablar y sonreír. Verla viva.
Ambos reímos, y entonces me miró. Nos quedamos así largamente. Nos decíamos con la mirada tantas cosas. Yo le contaba de mis miedos, de la comprensión tan irreal que tenía de su existencia. Ella me hablaba de sus días sin mí, de la tristeza con la que había escrito aquella carta de la que yo jamás hablaría.
Me llevé la mano al pecho, y busqué el colgante. Kissa siguió atentamente mis movimientos.
—Toma —se lo extendí.
Pareció nerviosa, y sostuvo su cabello a un lado.
—Pónmelo…—me pidió.
Nunca sabré porque no la besé en ese momento. La tenía tan cerca, que me llené con el aroma limpio de su piel, conteniendo el aliento… controlando los temblores de mis manos al cerrar el broche de aquel colgante.
Volvimos a mirarnos. A contemplarnos.
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—Con cuidado —le dije a Kissa, mientras le ayudaba a sentarse en la silla de ruedas.
—Si no sujetas la silla, vas a lograr que ella se caiga —reclamaba Tom, sosteniendo la silla.
—¿Y para qué estás tú entonces?—me quejé, soltando a Kissa cuando finalmente estuvo sentada.
—No se peleen —nos pidió. Noté como su mano se deslizaba por mis hombros al liberarse de la ayuda que yo le estaba dando.
Ella no sabía lo que me hacía sentir con cada gesto.
—No nos peleamos —dijo Tom, sonriéndole — ¿Verdad hermanito?
Si quería tanto a Tom ¿Por qué a veces me asaltaba este extraño instinto asesino?
—No Kissa, yo no peleo… él lo hace todo el tiempo —respondí mordaz.
Ella sonrió un poco más.
—¿Estás lista? —preguntó su madre desde la puerta.
Kissa me había explicado que su padre había muerto hacia un par de años. Que ella y su madre se habían quedado solas.
—Claro, estos chicos me miman mucho —puso sus manos, una en la de Tom y la otra en la mía.
—No sé de dónde has sacado amigos como estos, pero tienes que agradecerles mucho —le dijo su madre.
Kissa sólo sonrió. Sabía que no podíamos hablarle a nadie del modo en que nos habíamos conocido, pero de todas maneras me sentí ignorado.
—¡Kissa! —la voz de su amiga Annie entró en la habitación, como si esto fuese un estadio en lugar de un hospital— nos vamos a casa —mencionó lo evidente.
—No sé para qué, si me pasaré la mitad de mis días aquí —suspiró.
—Pero la otra mitad no… eso es lo bueno…
Al parecer Annie era optimismo a toda prueba.
De ese modo salimos del hospital. Tom se peleó conmigo el empujar de la silla de ruedas, y casi nos da un infarto a la madre de Kissa y a mí cuando corrió por el pasillo, frenando en seco al cruzar ante ellos una enfermera.
—¿Estás segura? —insistía en preguntar su madre, cuando Kissa le mencionó que se quedaría con Annie.
—Sí mamá, ya sabes que me queda más cerca del hospital —volvió a explicarle ella.
—Ya, pero ¿Cómo harás tus cosas en casa? Annie está fuera, y tú estarás sola — insistía.
—Tú también estás fuera casi todo el día…
—Me encargaré de dejarle las cosas fáciles —dijo Annie.
Pensé en intervenir, en decirles que ya me haría cargo yo de ella. Que podía hacer todo por ella.
—Yo podría ayudar —intervino Tom, adelantándose. Creo que no lo miré para fulminarlo porque no quería quitar la mirada de la carretera.
—Oh, no —dijo entonces la madre de Kissa—. Mucho han hecho con ofrecerse a traernos.
—Podemos… ¿Verdad Bill? —preguntó Tom. Me reí irónicamente, ahora sí que contaba conmigo.
—Puedo, claro que sí —quise dejar en claro que aquel era un ofrecimiento en el que sólo había sitio para mí.
Reparé entonces en lo egoísta que estaba siendo, pero no me retracté. Por un momento recordé ese día en que Georg había estado a punto de ver el espejo, y del egoísta silencio que mantuve. El modo en que quería que Kissa sólo fuese mía.
—¿Ves? —habló Tom, dirigiéndose a ella— Bill puede.
Y casi pude ver, a pesar de no estar mirándolo, como le guiñaba un ojo a Kissa.
Continuará…
Jjajajjajajaja… como siempre digo… los personajes se mandan solos. Ahora mismo ni siquiera sé que puede pasar, pero quiero darles a Kissa y a Bill la oportunidad de estar juntos, aunque al parecer ambos se lo están tomando con cierta calma ¿No?
Besitos y espero sus comentarios.
Siempre en amor.
Anyara

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