viernes, 15 de febrero de 2013

La sombra en el espejo - Capítulo XX




Capítulo XX
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Tantos sentimientos. Tantas infinitas formas de amar. Tantos intentos por ser diferente. Tantas formas de decir te amo.
Tantas noches en las que tu nombre fue murmurado por mis labios.
Tantos gritos al aire. Tantos ensayos de olvidarte. Tantos fracasos. Tantos deseos de ti.
Me sentía sumergida en los sueños, algunos eran pasajes olvidados de mi vida. Mi madre recogiéndome el cabello antes de ir a la escuela. Mi padre, llevándome de la mano para que recorriéramos los caminos sin asfaltar, que había en los alrededores de Wohlesbostel, el pueblo en el que había nacido y vivido toda la vida. Soñé con Felipe, un gato que había tenido a los seis años. Lo veía todo tan claramente que me parecía estar de regreso en aquel tiempo. También vi a mi abuela, rememorando un paseo que dimos unos días antes de que muriera.
—¿Recuerdas como es que le llaman a estos caminos? —me preguntó, apoyada en su bastón, poco antes de llegar a casa. Los paseos con ella, ya no eran todo lo extensos que solían ser, pero aún así seguíamos dándolos.
—La ruta de los cuentos de hadas —dije, como ya había hecho muchas veces. Mi abuela parecía empeñada en que no lo olvidara.
—Sí —respiró profundamente, sabía que se agotaba por el esfuerzo — ¿Y por qué les llaman así? —continuó preguntando.
Apoyó su mano en el tronco de un árbol que había a la orilla del camino, sentándose en el banco que había bajo su cobijo.
—Por la ruta que hicieron los hermanos Grimm, mientras escribían sus cuentos —continué recitando.
—Sí… —aceptó mi respuesta y me indicó con su mano el sitio junto a ella.
—¿Abuela?
—¿Kissa? —dijo mi nombre, en el mismo tono de pregunta que usé yo. Le sonreí.
—¿Las historias de esos cuentos son reales? —quise saber, con toda la ensoñación que acompañaba a mis diez años.
—Se podría decir que sí —contestó.
—¿Se podría decir? —la observé con atención, podía ver las arrugas que marcaban su rostro aunque no estuviese haciendo ningún gesto. Los años simplemente van dejando su huella visible en las personas.
Ella me miró, y en sus ojos vi esa calma que sólo entrega la sabiduría. Mi abuela siempre fue alguien con quien me sentí segura.
—No sabemos lo que vivieron los hermanos Grimm en estos caminos… —indicó el sendero con el bastón.
—Pero… las brujas no existen ¿No? —pregunté con cierto temor.
Mi abuela sonrió.
—¿Y si yo te dijera que soy una?—me preguntó ella a mí.
Sonreí.
—No —negué con un gesto, sin dejar de mirarla—… no puedes ser bruja… tú eres buena…
—¿Y quién dijo que todas las brujas son malas? —insistió.
Me quedé mirándola fijamente, intentando descifrar la pequeña trampa en sus palabras.
—¡Tú no eres bruja!—me enfadé, arrugando el ceño. Mi abuela rió—no tienes verruga en la nariz —indiqué mi nariz con el dedo.
—Tampoco tengo caldero humeante —se rió mi abuela, echándose a toser a continuación.
Yo le di unos golpecitos en la espalda, que era lo que veía que hacia todo el mundo cuando alguien tosía. Esperaba a que el pequeño ataque que estaba teniendo remitiera.
Suspiró y volvió a mirarme a intervalos, secando sus ojos con un pañuelo de tela.
—Ya… se ha pasado —su mano acarició mi cabello.
Asentí. Entonces no me di cuenta de lo fuertes que estaban siendo sus ataques de tos, ni reparé en la razón de ellos.
—Mi cabello era igual que el tuyo… —mencionó.
—¿Tan desordenado?— le pregunté. Sonrió.
—También, pero me refiero al color.
—Ahh…
Tomé una punta de mi cabello y observé el color.
—¿Sabes qué representa esto? —me habló y la miré. Entre sus dedos sostenía un colgante que le había visto siempre. Negué con un gesto — Esta mano sostiene una lágrima, contiene la tristeza.
—Ahh… —dije, sin comprender demasiado. Ella volvió a sonreír, llevando ambas manos al cierre del colgante para quitárselo.
—Perteneció a mi abuela —continuó explicándome.
—¡Como el espejo! —dije emocionada, mirando la mano que colgaba de mi pecho.
—Como el espejo —confirmó ella—. Ahora es tuyo.
—¿Por qué soy tu nieta? —la miré. Ella acarició mi mejilla.
—Porque era mi nieta…—asintió.
Miré el colgante y me perdí en el brillo de la lágrima que sostenía. Parecía tan clara y hermosa. Cuando alcé la vista, había dejado de tener diez años y ya no estaba con mi abuela. Me encontraba en mi habitación en casa de mis padres, hacia poco que se había marchado Adrian. Habíamos estado juntos, lo más juntos que podían estar dos personas. Habíamos hecho el amor. Aún lo sentía en mi piel y era una sensación extraña. Por alguna razón pensaba que debía sentirse mucho más especial ¿No era acaso este tipo de relación la culminación de un amor? ¿No era la cima? Entonces porque me sentía tan corriente, como si nada especial hubiese sucedido. Sabía que cuando hablara con Annie y se lo contara, pondría en mis palabras todo el amor que sentía por él, pero sabía también que no me sentía especial.
“Le he dicho a la enfermera que somos novios…”
Escuché un susurro. Un murmullo tan secreto, que casi me pareció un pensamiento.
Miré alrededor para comprobar lo que ya sabía. Estaba sola.
Me recosté sobre mi cama y cerré los ojos. Dormiría y soñaría de esa manera con el amor, pensaría en el modo en que debe sentirse y vivirse. Sin darme cuenta quizás, rearmaría mi propia historia de amor para que fuese ideal.
“Tienes que despertar… tienes que dejar que te de ese abrazo”
Oí nuevamente el murmullo, pero me sentía tan cansada y adolorida que ni siquiera pensé en abrir los ojos. Ya despertaría, por la mañana lo haría cuando el sol estuviese en lo alto.
Comencé entonces a recordar las sirenas de lo que parecía una ambulancia. A tras luz, a través de los parpados cerrados, podía notar el movimiento de las luces. Las voces a mi alrededor hablaban entre sí con cierta premura.
¿Qué pasaba?
Me quise mover y el dolor tan intenso, me detuvo ¿Qué me dolía? No podía distinguir la raíz del dolor. El cuello, la pierna, el costado… la cabeza. Recordé la luz de aquel otro coche. El ruido estruendoso de la carrocería cediendo contra mi costado… su nombre.
“Tiene el fémur fracturado, hay que sedarla”
Y el sopor.
Me sumergí nuevamente en los recuerdos. Lejanos pasajes de mi vida que venían a visitarme en sueños.
—¿No quieres llevarte el espejo de tu abuela?—me había preguntado mi padre, el día que habíamos vuelto a casa para recoger nuestra cosas.
Sentí una enorme presión en el pecho.
—No, es demasiado grande para la habitación que tendré —respondí, sin levantar la mirada, sabiendo que no podía llevarlo conmigo.
De ese momento en particular salté a otro, varios  años antes.
Paseaba por el bosque alrededor de casa, y escuché a unos extraños removiendo la maleza al caminar. Me escondí tras un árbol y los observé de cerca. Ambos eran rubios, uno de ellos tenía el cabello un poco más largo, parecían hermanos. Discutían y se decían cosas divertidas, uno me resultaba más dulce que el otro. Comencé a seguirlos esperando ser lo suficientemente sigilosa como para que no me viesen.
Uno llevaba una rama en su mano, y la agitaba en medio de las hojas secas que había en el suelo. Quizás podría jugar con ellos ¿No? Vivirían por aquí. La única casa que teníamos más cerca, era la de Frederick y Sarah ¿Serían parientes suyos?
Me había detenido tras un árbol, y al notar que se aproximaban el corazón se me agitó.
Recordé a mi madre, recomendándome siempre el no acercarme a extraños. Quería mirarlos de frente, quería ver los ojos del dulce chico.
Pero no lo hice. Simplemente me eché a correr, escuchándolos seguirme al cabo de un instante. Me escondí tras un tronco y los miré, riéndome con aquella pequeña aventura que estaba teniendo. Escapé nuevamente en cuanto se acercaron.
Me sentía eufórica, abriéndome paso a través de los árboles y la maleza.
“Kissa…”
Escuché mi nombre, susurrado por una voz que reconocía. Detuve la carrera y miré hacia atrás, esperando encontrarme con el dueño de esa voz, pero estaba sola. El bosque se había convertido en un silencioso y frío lugar.
Percibí un suave roce en mi mano izquierda y la alcé, mirándome atentamente. Ya no eran las manos de una niña.
“Cuando despiertes, te llevaré a la playa…”—continuaba escuchando su voz—“te hará bien el sol, el calor…”
Sabía quién era, lo sabía aunque no podía recordarlo. Era como uno de esos recuerdos difusos en tu mente, lejanos… extraños. De esos que hay que buscar largamente.
Y la caricia que antes sintiera en mi mano, ahora tocaba con delicadeza mi mejilla. Cerré los ojos ante la sutileza desconocida, pero añorada de aquella caricia. Me recreé en ella. La disfrute milímetro a milímetro. La memoricé, como si fuese capaz de retardar el tiempo. La caricia me abandonó, mientras mis propias manos purgaban por sostener aquella que me acariciaba.
“Ven conmigo Kissa… mi preciosa Kissa”
Así debía de sentirse el amor ¿Verdad? tiene que tocar el alma, aunque no toque el cuerpo.
Abrí los ojos.
—¿Dónde estás? —le pregunté al poseedor de aquella voz que me llamaba.
Me encontré en medio de un largo pasillo blanco, parecía un hospital. Comencé a caminar, al principio con cierto temor, notando en mi interior una fuerza que me guiaba. Más adelante, más rápido. Caminé cada vez más y más deprisa hasta que ya corría por aquel pasillo, esquivando a las personas alrededor que parecían no prestarme atención.
Me detuve frente a una puerta, cuando volví a escuchar su voz. Esa voz que me embriagaba de tantas formas diferentes, como si se tratara de un arcoíris de colores, matizando mis días.
“¿No me escuchas? ¿No me oyes llamándote?”
—Si te escucho… —murmuré casi sin voz.
Lo vi de espaldas a mí, junto a una cama de hospital. Me sentí débil cuando el roce de sus dedos tocaron sin tocar mi frente y mi cabello. Entonces comprendí que era yo la que estaba en esa cama. Me veía ahí recostada, inmóvil y a él acariciando mi cabello con la suavidad que sólo puede entregar un sentimiento.
Comencé a temblar, cada célula de mi cuerpo lo hizo cuando lo vi inclinarse lentamente sobre ese cuerpo inerte, que era el mío. Me llevé los dedos a los labios, al sentí el tacto tenue de su boca, deseando con tanta fuerza responderle.
De improviso, aspiré el aire profundamente y mi cuerpo, o al menos este estado en el que me encontraba, pareció morir y vivir a la vez. Dos gruesas lágrimas cayeron por mi sien, cuando percibí el toque firme y real de su boca en la mía. Gemí suavemente, reconociendo mi propia voz estrangulada por la falta de uso. Él se retiró unos centímetros, mirando mis ojos, que inundados lo observaban.
—Oh… Kissa… —susurró y sus propios ojos se llenaron de lagrimas.
Sus hermosos ojos, que por fin veía.
Mis dedos buscaron sobre la cama los suyos, aferrándose a ellos con toda la fuerza que me fue posible.
—Bill…
Ahí estaba las cuatro letras que formaban para mí, la palabra más completa y absoluta.
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“Porque el amor, mientras la vida nos acosa, es simplemente una ola alta sobre las olas, pero ay cuando la muerte viene a tocar a la puerta hay sólo tu mirada para tanto vacío, sólo tu claridad para no seguir siendo, sólo tu amor para cerrar la sombra.”
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Continuará…
Ainsss… Se me llenaron los ojitos de lágrimas. Sé que no es un capítulo largo, largo, pero tenía que dejarlo ahí, ya saben… el dichoso muajajajajja…
Espero que les haya gustado, sé que esta historia tiene un poco del más acá y del más allá, pero quizás por lo mismo, es más real aún ¿No?
Besitos y espero con ansia sus comentarios.
Siempre en amor.
Anyara

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