Capítulo XX
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Tantos sentimientos. Tantas infinitas formas de amar. Tantos
intentos por ser diferente. Tantas formas de decir te amo.
Tantas noches en las que tu nombre fue murmurado por mis
labios.
Tantos gritos al aire. Tantos ensayos de olvidarte. Tantos
fracasos. Tantos deseos de ti.
Me sentía sumergida en los sueños, algunos eran pasajes
olvidados de mi vida. Mi madre recogiéndome el cabello antes de ir a la
escuela. Mi padre, llevándome de la mano para que recorriéramos los caminos sin
asfaltar, que había en los alrededores de Wohlesbostel, el pueblo en el que
había nacido y vivido toda la vida. Soñé con Felipe, un gato que había tenido a
los seis años. Lo veía todo tan claramente que me parecía estar de regreso en
aquel tiempo. También vi a mi abuela, rememorando un paseo que dimos unos días
antes de que muriera.
—¿Recuerdas como es que le llaman a estos caminos? —me
preguntó, apoyada en su bastón, poco antes de llegar a casa. Los paseos con
ella, ya no eran todo lo extensos que solían ser, pero aún así seguíamos
dándolos.
—La ruta de los cuentos de hadas —dije, como ya había hecho
muchas veces. Mi abuela parecía empeñada en que no lo olvidara.
—Sí —respiró profundamente, sabía que se agotaba por el
esfuerzo — ¿Y por qué les llaman así? —continuó preguntando.
Apoyó su mano en el tronco de un árbol que había a la orilla
del camino, sentándose en el banco que había bajo su cobijo.
—Por la ruta que hicieron los hermanos Grimm, mientras
escribían sus cuentos —continué recitando.
—Sí… —aceptó mi respuesta y me indicó con su mano el sitio
junto a ella.
—¿Abuela?
—¿Kissa? —dijo mi nombre, en el mismo tono de pregunta que
usé yo. Le sonreí.
—¿Las historias de esos cuentos son reales? —quise saber,
con toda la ensoñación que acompañaba a mis diez años.
—Se podría decir que sí —contestó.
—¿Se podría decir? —la observé con atención, podía ver las
arrugas que marcaban su rostro aunque no estuviese haciendo ningún gesto. Los
años simplemente van dejando su huella visible en las personas.
Ella me miró, y en sus ojos vi esa calma que sólo entrega la
sabiduría. Mi abuela siempre fue alguien con quien me sentí segura.
—No sabemos lo que vivieron los hermanos Grimm en estos
caminos… —indicó el sendero con el bastón.
—Pero… las brujas no existen ¿No? —pregunté con cierto
temor.
Mi abuela sonrió.
—¿Y si yo te dijera que soy una?—me preguntó ella a mí.
Sonreí.
—No —negué con un gesto, sin dejar de mirarla—… no puedes
ser bruja… tú eres buena…
—¿Y quién dijo que todas las brujas son malas? —insistió.
Me quedé mirándola fijamente, intentando descifrar la pequeña
trampa en sus palabras.
—¡Tú no eres bruja!—me enfadé, arrugando el ceño. Mi abuela
rió—no tienes verruga en la nariz —indiqué mi nariz con el dedo.
—Tampoco tengo caldero humeante —se rió mi abuela, echándose
a toser a continuación.
Yo le di unos golpecitos en la espalda, que era lo que veía
que hacia todo el mundo cuando alguien tosía. Esperaba a que el pequeño ataque
que estaba teniendo remitiera.
Suspiró y volvió a mirarme a intervalos, secando sus ojos
con un pañuelo de tela.
—Ya… se ha pasado —su mano acarició mi cabello.
Asentí. Entonces no me di cuenta de lo fuertes que estaban
siendo sus ataques de tos, ni reparé en la razón de ellos.
—Mi cabello era igual que el tuyo… —mencionó.
—¿Tan desordenado?— le pregunté. Sonrió.
—También, pero me refiero al color.
—Ahh…
Tomé una punta de mi cabello y observé el color.
—¿Sabes qué representa esto? —me habló y la miré. Entre sus
dedos sostenía un colgante que le había visto siempre. Negué con un gesto — Esta
mano sostiene una lágrima, contiene la tristeza.
—Ahh… —dije, sin comprender demasiado. Ella volvió a
sonreír, llevando ambas manos al cierre del colgante para quitárselo.
—Perteneció a mi abuela —continuó explicándome.
—¡Como el espejo! —dije emocionada, mirando la mano que
colgaba de mi pecho.
—Como el espejo —confirmó ella—. Ahora es tuyo.
—¿Por qué soy tu nieta? —la miré. Ella acarició mi mejilla.
—Porque era mi nieta…—asintió.
Miré el colgante y me perdí en el brillo de la lágrima que
sostenía. Parecía tan clara y hermosa. Cuando alcé la vista, había dejado de
tener diez años y ya no estaba con mi abuela. Me encontraba en mi habitación en
casa de mis padres, hacia poco que se había marchado Adrian. Habíamos estado
juntos, lo más juntos que podían estar dos personas. Habíamos hecho el amor.
Aún lo sentía en mi piel y era una sensación extraña. Por alguna razón pensaba
que debía sentirse mucho más especial ¿No era acaso este tipo de relación la
culminación de un amor? ¿No era la cima? Entonces porque me sentía tan
corriente, como si nada especial hubiese sucedido. Sabía que cuando hablara con
Annie y se lo contara, pondría en mis palabras todo el amor que sentía por él,
pero sabía también que no me sentía especial.
“Le he dicho a la
enfermera que somos novios…”
Escuché un susurro. Un murmullo tan secreto, que casi me
pareció un pensamiento.
Miré alrededor para comprobar lo que ya sabía. Estaba sola.
Me recosté sobre mi cama y cerré los ojos. Dormiría y soñaría
de esa manera con el amor, pensaría en el modo en que debe sentirse y vivirse.
Sin darme cuenta quizás, rearmaría mi propia historia de amor para que fuese
ideal.
“Tienes que despertar…
tienes que dejar que te de ese abrazo”
Oí nuevamente el murmullo, pero me sentía tan cansada y
adolorida que ni siquiera pensé en abrir los ojos. Ya despertaría, por la
mañana lo haría cuando el sol estuviese en lo alto.
Comencé entonces a recordar las sirenas de lo que parecía
una ambulancia. A tras luz, a través de los parpados cerrados, podía notar el
movimiento de las luces. Las voces a mi alrededor hablaban entre sí con cierta
premura.
¿Qué pasaba?
Me quise mover y el dolor tan intenso, me detuvo ¿Qué me
dolía? No podía distinguir la raíz del dolor. El cuello, la pierna, el costado…
la cabeza. Recordé la luz de aquel otro coche. El ruido estruendoso de la
carrocería cediendo contra mi costado… su nombre.
“Tiene el fémur fracturado,
hay que sedarla”
Y el sopor.
Me sumergí nuevamente en los recuerdos. Lejanos pasajes de
mi vida que venían a visitarme en sueños.
—¿No quieres llevarte el espejo de tu abuela?—me había
preguntado mi padre, el día que habíamos vuelto a casa para recoger nuestra
cosas.
Sentí una enorme presión en el pecho.
—No, es demasiado grande para la habitación que tendré —respondí,
sin levantar la mirada, sabiendo que no podía llevarlo conmigo.
De ese momento en particular salté a otro, varios años antes.
Paseaba por el bosque alrededor de casa, y escuché a unos
extraños removiendo la maleza al caminar. Me escondí tras un árbol y los
observé de cerca. Ambos eran rubios, uno de ellos tenía el cabello un poco más
largo, parecían hermanos. Discutían y se decían cosas divertidas, uno me
resultaba más dulce que el otro. Comencé a seguirlos esperando ser lo
suficientemente sigilosa como para que no me viesen.
Uno llevaba una rama en su mano, y la agitaba en medio de
las hojas secas que había en el suelo. Quizás podría jugar con ellos ¿No? Vivirían
por aquí. La única casa que teníamos más cerca, era la de Frederick y Sarah ¿Serían
parientes suyos?
Me había detenido tras un árbol, y al notar que se
aproximaban el corazón se me agitó.
Recordé a mi madre, recomendándome siempre el no acercarme a
extraños. Quería mirarlos de frente, quería ver los ojos del dulce chico.
Pero no lo hice. Simplemente me eché a correr, escuchándolos
seguirme al cabo de un instante. Me escondí tras un tronco y los miré, riéndome
con aquella pequeña aventura que estaba teniendo. Escapé nuevamente en cuanto
se acercaron.
Me sentía eufórica, abriéndome paso a través de los árboles
y la maleza.
“Kissa…”
Escuché mi nombre, susurrado por una voz que reconocía.
Detuve la carrera y miré hacia atrás, esperando encontrarme con el dueño de esa
voz, pero estaba sola. El bosque se había convertido en un silencioso y frío
lugar.
Percibí un suave roce en mi mano izquierda y la alcé,
mirándome atentamente. Ya no eran las manos de una niña.
“Cuando despiertes, te
llevaré a la playa…”—continuaba escuchando su voz—“te hará bien el sol, el calor…”
Sabía quién era, lo sabía aunque no podía recordarlo. Era
como uno de esos recuerdos difusos en tu mente, lejanos… extraños. De esos que
hay que buscar largamente.
Y la caricia que antes sintiera en mi mano, ahora tocaba con
delicadeza mi mejilla. Cerré los ojos ante la sutileza desconocida, pero
añorada de aquella caricia. Me recreé en ella. La disfrute milímetro a
milímetro. La memoricé, como si fuese capaz de retardar el tiempo. La caricia me
abandonó, mientras mis propias manos purgaban por sostener aquella que me
acariciaba.
“Ven conmigo Kissa… mi
preciosa Kissa”
Así debía de sentirse el amor ¿Verdad? tiene que tocar el
alma, aunque no toque el cuerpo.
Abrí los ojos.
—¿Dónde estás? —le pregunté al poseedor de aquella voz que
me llamaba.
Me encontré en medio de un largo pasillo blanco, parecía un
hospital. Comencé a caminar, al principio con cierto temor, notando en mi
interior una fuerza que me guiaba. Más adelante, más rápido. Caminé cada vez
más y más deprisa hasta que ya corría por aquel pasillo, esquivando a las
personas alrededor que parecían no prestarme atención.
Me detuve frente a una puerta, cuando volví a escuchar su
voz. Esa voz que me embriagaba de tantas formas diferentes, como si se tratara
de un arcoíris de colores, matizando mis días.
“¿No me escuchas? ¿No
me oyes llamándote?”
—Si te escucho… —murmuré casi sin voz.
Lo vi de espaldas a mí, junto a una cama de hospital. Me
sentí débil cuando el roce de sus dedos tocaron sin tocar mi frente y mi
cabello. Entonces comprendí que era yo la que estaba en esa cama. Me veía ahí
recostada, inmóvil y a él acariciando mi cabello con la suavidad que sólo puede
entregar un sentimiento.
Comencé a temblar, cada célula de mi cuerpo lo hizo cuando
lo vi inclinarse lentamente sobre ese cuerpo inerte, que era el mío. Me llevé
los dedos a los labios, al sentí el tacto tenue de su boca, deseando con tanta
fuerza responderle.
De improviso, aspiré el aire profundamente y mi cuerpo, o al
menos este estado en el que me encontraba, pareció morir y vivir a la vez. Dos
gruesas lágrimas cayeron por mi sien, cuando percibí el toque firme y real de
su boca en la mía. Gemí suavemente, reconociendo mi propia voz estrangulada por
la falta de uso. Él se retiró unos centímetros, mirando mis ojos, que inundados
lo observaban.
—Oh… Kissa… —susurró y sus propios ojos se llenaron de
lagrimas.
Sus hermosos ojos, que por fin veía.
Mis dedos buscaron sobre la cama los suyos, aferrándose a
ellos con toda la fuerza que me fue posible.
—Bill…
Ahí estaba las cuatro letras que formaban para mí, la
palabra más completa y absoluta.
.
“Porque el amor, mientras la vida nos acosa, es simplemente una ola
alta sobre las olas, pero ay cuando la muerte viene a tocar a la puerta hay
sólo tu mirada para tanto vacío, sólo tu claridad para no seguir siendo, sólo
tu amor para cerrar la sombra.”
.
Continuará…
Ainsss… Se me
llenaron los ojitos de lágrimas. Sé que no es un capítulo largo, largo, pero
tenía que dejarlo ahí, ya saben… el dichoso muajajajajja…
Espero que les haya
gustado, sé que esta historia tiene un poco del más acá y del más allá, pero
quizás por lo mismo, es más real aún ¿No?
Besitos y espero con
ansia sus comentarios.
Siempre en amor.
Anyara
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