Capítulo II
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Ese complaciente aroma a limón que aún recordaba de mi sueño
volvió a filtrarse por mi nariz, y me sentí de pronto emocionado, anhelando ir
más allá. Avancé con rapidez hasta la entrada de aquella tienda, y no supe qué
era lo que me hechizaba del lugar pero quería recorrerlo con ansia. Miré a Tom,
esperaba encontrarlo tras de mí. Deseaba compartir esta fascinación pero él aún
estaba en la puerta, apenas la había cruzado y se mantenía pegado a la parte
interior de aquella reja de metal.
—¿No vas a entrar? —quise saber, con cierta curiosidad.
Tom me miró y supe que le pasaba algo. Regresé hasta él pero
antes de que llegara, hizo una mueca de fastidio.
—Ve tú —me indicó con un gesto de su mano— …estos lugares me
aburren.
De todos modos me acerqué.
—Pero acordamos no
separarnos —le recordé.
Se encogió de hombros.
—¿Qué te puede pasar ahí Bill? En este lugar sólo te
encontrarás con alguna ancianita que no podrá hacer nada más que mirarte
—intentó bromear.
—No es eso idiota —reí, aunque no dejaba de preocuparme la
extraña reacción de Tom.
—Además, ese sitio debe de oler a viejo —continuó—, por eso
han puesto tanto ambientador con aroma a limón.
Abrí los ojos, y lo observé sorprendido, mientras él
rebuscaba entre sus bolsillos.
—¿Es ambientador? —quise saber.
Me miró, extrañado.
—Eso creo —se encogió de hombros.
Volví a centrar mis pensamientos, que comenzaban a divagar
entre el aroma que recordaba de mi sueño y el supuesto ambientador del lugar.
—Vámonos —le dije—, ya vendremos mañana.
Me dispuse a salir. Si Tom no estaba cómodo yo no me
quedaría.
Me sostuvo por el brazo. Lo miré.
—Mañana seguirá sin gustarme la tienda —aclaró.
Miré la blanca puerta hacia atrás. Quizás debía de
plantearme el no venir, aunque la idea me disgustara.
—Entra —me alentó—. Yo me fumaré un cigarrillo aquí y si al
terminar no has salido, entraré.
Eso me animó y creo que él lo notó, porque me sonrió
ligeramente. No era lo mismo que Tom me esperase fuera, a que anduviera por ahí
solo.
—Sólo será un momento —expliqué.
—No prometas lo que no vas a cumplir —me increpó, dándome un
pequeño empujón en dirección a la tienda.
Así que volví a recorrer los metros que me separaban de la
puerta y me adentré en el lugar.
Creo que mi capacidad para observar todo, se me hacía insuficiente
para la cantidad de cosas que había. Miré a mi derecha, había unas estanterías
que se apoyaban en la pared y que estaban llenas de tazas y tazones de
diferentes colores y materiales; desde madera a porcelana, e incluso metal. Me
quedé un momento observando una que me pareció hecha con el hueso de algún
animal.
Continué caminando. Esquivé algunas mesas laterales que
parecían muy pesadas. Comprendí que
serían de madera maciza. Había taburetes, pequeñas cajas de madera; relojes que
no estaba seguro de si funcionaban.
Mientras miraba todo, escuché la voz de una mujer a mi
espalda.
—¿Le ayudo en algo?
Cuando me giré en dirección a aquella voz, tuve que esquivar
rápidamente un objeto que colgaba del techo. A continuación descubrí que se
trataba de una gaita. Bajo ella encontré un brillante piano lacado, que haría
las delicias de Tom. Él llevaba un tiempo practicando con ese instrumento
también.
—Hola —saludé a la mujer, que me observó amablemente,
manteniendo con una sonrisa cordial— Estoy recorriendo un poco —dije, cuando
comprobé que no parecía conocerme.
Aquello se había vuelto algo habitual en mí, cada vez que me
dirigía a un desconocido observaba su expresión para saber cómo debía
comportarme y cuáles eran las normas de seguridad que debía adoptar. Poco a
poco me iba convenciendo que Tom y yo estábamos seguros en el anonimato.
—Claro —aceptó ella, con la misma amabilidad— Si necesita
algo, estaré por aquí —indicó un poco el entorno en el que ahora mismo se
encontraba.
—Gracias—dije sin más, volviendo a observar a mi alrededor.
Me encontré con un expositor lleno de joyas, y me incliné a
mirar a través del cristal. Las piezas que pasaban de la plata al oro, de las
piedras a los brillantes. Algunas tenían enormes engarces. Me detuve en una
cruz de oro, que poseía cuatro piedras rojas en sus cuatro puntas, supuse que
rubíes. Recorrí un poco más el expositor, que tranquilamente tendría tres
metros de largo, y vi un anillo de plata envejecida sobre el que se podía ver
una calavera. No pensé que una pieza como esa se pudiera considerar como una
antigüedad, pero al parecer sí. En ese momento mi mirada se posó en un anillo
de plata no demasiado ostentoso, tenía un engarce de color azul que estaba
horadado de forma que otro engarce florecía desde dentro de él, con un
brillante que parecía iluminar incluso en la noche. Noté que tenía una
inscripción en la cara externa que no logré leer por el desgaste. A pesar de su
sencillez y de no estar seguro de lo que esperaba leer en aquella inscripción, quería
ese anillo.
Me giré para encontrar a la mujer que antes me había
hablado, pero no estaba a mi vista. Comencé a deambular por entre los objetos
expuestos, esperando encontrarla. Me sentí observado. Miré tras de mí pero sólo
me encontré con una enorme estantería, completamente llena de libros. Era tan
alta que casi tocaba el techo.
Seguí buscando a la mujer.
—¿Hola? —pregunté, sin alzar demasiado la voz. Tuve la
absurda idea de no querer perturbar el lugar. Había demasiadas cosas con la
historia de personas que estarían muertas.
Aquel aroma a limón de mi sueño volvió, y tuve que mirar
nuevamente hacia atrás. La sensación de estar siendo observado volvía también. Alcancé
a ver una mano femenina que se escurría lentamente por una cortina de madera,
como si deseara ser vista.
—¿Hola? —insistí.
Hubo un momento de silencio, durante el que pude ver la
figura de aquella mujer pasearse con parsimonia por entre los objetos, sin que
pudiese llegar a verla claramente.
—¿Qué quieres? —preguntó, con una suave pero exigente voz.
—¿Atiendes aquí? —quise saber.
—A veces… —se iba
acercando.
Moví la cabeza hacia mi derecha, intentando encontrarla tras
otra cortina de madera que la escondía de mí.
—Quiero un anillo —dije, y respiré profundamente a
continuación. El aroma a limón se había acentuado.
Ella tocó con sus manos el final de aquella cortina. Sus
uñas iban pintadas de un oscuro color rojo. Apareció desde atrás de la cortina,
como un felino al acecho.
—¿Cuál? —preguntó, en el momento exacto en que su mirada se
clavó en la mía.
“Encuéntrame”.
Escuché en mi mente y
el corazón me latió impetuoso.
—El del engarce azul con el brillante —respondí.
—Te pertenezco… —susurró.
La miré, y mi corazón inquieto como estaba apenas me ayudó a
sostener la voz.
—¿Qué?—pregunté, algo confuso.
Ella continuaba mirándome.
—Arien —escuché a la mujer que me había hablado al entrar. Estaba
tras de mí.
La chica dejó de mirarme para enfocarse en ella. Luego de un
segundo se perdió en medio de la tienda, y salió por una puerta trasera.
—Perdónela, se divierte disgustando a los clientes —me habló
la encargada.
Me giré hacia ella en el momento justo en que escuchaba unos
escalones de madera crujir, y deduje que la chica estaba subiendo aquellas
escaleras.
—No me ha disgustado.
—Me alegro —agregó— ¿Se ha decidido por algo? —preguntó, con
la misma amabilidad que había ostentado hasta ahora, incluso en el momento en
que nombro a la chica.
Me quedé en silencio un instante, recordando aquel nombre
que nunca había escuchado pero que me sonaba poderosamente familiar.
Arien.
—Sí —me apresuré a responder.
—¿Qué es? —insistió la mujer.
—Un anillo.
—Oh, bien —se metió la mano al bolsillo de su pantalón
mientras caminaba en dirección al expositor—. Son hermosos artículos los que
tenemos.
—Eso he visto —dije, más por amabilidad que por otra cosa.
La mujer se acercó a la zona de los anillos.
—¿Cuál? —quiso saber.
—Aquel, el del engarce azul —le indiqué.
La mujer giró una
llave en la cerradura luego levantó la tapa de cristal del mueble, tomando con
delicadeza el anillo. Me lo extendió, y lo puso sobre la palma de mi mano. Sentí
el frío metal en contacto con mi piel, como si acumulara la soledad fría
soledad de muchos años en desuso.
Lo tomé entre los dedos y quise leer la inscripción.
—Tiene algo grabado —dije.
—Sí, pero no hemos podido descifrarlo —me aclaró.
Me mordí el labio, sin saber porque me resultaba tan
importante saber lo que decía.
Escuché nuevamente los escalones crujir bajo unos pasos que
se acercaban rápidamente. Levanté la mirada en la dirección desde la que
provenían. Sabía de quién se trataba, y la ansiedad se instaló nuevamente en mi
pecho.
¿Y si era ella la de mi sueño?
Se detuvo cuando volvió a encontrarse con mi mirada. Enfiló
por el otro pasillo que se abría en la tienda. Llevaba un bolso cruzado sobre
el pecho. Nos ignoró a ambos.
—¿A dónde vas? —le preguntó la mujer.
—Por ahí.
Respondió secamente la chica, cuyos ojos estaban fuertemente
enmarcados por lápiz de color negro.
—Perdone —se disculpó la mujer.
Avanzó de forma paralela a la chica, intentando alcanzarla
en aquella especie de carrera que ésta había emprendido.
—¿A qué hora regresarás?—alcancé a escuchar que le preguntó.
Pero ya no supe lo que Arien le había respondido.
El metal del anillo seguía pareciéndome frío.
La mujer volvió a mi lado.
—Lo siento —suspiró.
—¿Es su hija? —me atreví a preguntar.
—Sí, una chica en una edad difícil —respondió ella, con
cierta resignación—. Aunque a los veintidós años ya no deberían serlo.
—Claro —dije, sin más.
Por mucho que quisiera comprender lo que acababa de
sucederme con esa chica, no podía esperar que una confesión de madre me lo
aclarara.
—Pero vamos a lo nuestro —prosiguió la mujer, componiendo
nuevamente su apariencia amable de antes— ¿Lo llevará?
—Sí, desde luego —sonreí, intentando infundirle tranquilidad
a la mujer mientras que acariciaba el anillo entre mis dedos.
—Por aquí —me indicó ella, y la seguí.
No había dado ni tres pasos cuando vi a Tom aparecer, por
entre las piezas de aquella abarrotada tienda de antigüedades.
—Bill —me habló cuando estaba a poca distancia, y noté
inquietud en su voz.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Me miró fijamente, como si buscara encontrar algo en mí que
yo no entendía.
—Tengo hambre —concluyó finalmente.
Pero yo sabía que no era eso lo que le sucedía. No estaba
del todo bien, quizás se le vendría uno de esas gripes estacionales. Su
carácter solía agriarse cuando se acercaba alguna enfermedad.
Terminé la compra, con toda la rapidez que me fue posible.
Podía notar la forma en que Tom se movía con impaciencia mientras me esperaba.
—Gracias —le dije a la mujer, que me sonrió amablemente.
—Espero que vuelvan pronto —nos invitó.
Y casi podría decir que Tom bufó fastidiado cuando la
escuchó.
Salimos de ahí con tanta celeridad, que me estaba
preguntando si no debería buscar a un médico para Tom.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté, en cuanto
estuvimos fuera de la tienda.
—Este lugar no me gusta —contestó, tajante.
—¿La ciudad o la tienda? —quise saber.
—Ambas.
No pude pasar por alto que a medida que nos íbamos alejando
de la tienda, Tom iba relajando el ritmo de su andar.
—¿Recuerdas que te dije que había tenido un mal sueño? —me
preguntó entonces.
—Sí.
Comenzaba a comprender la raíz de su extraño comportamiento.
Tom se quedó en silencio un instante, evaluando lo que iba a
decirme.
—Soñé que moría…
El corazón se me inquietó. La sola idea de pensar en la
muerte de Tom era algo que me angustiaba.
—No quiero saberlo —corté.
El se quedó callado, y yo me sentí culpable por no
permitirle desahogarse.
—Bien, cuéntame —le pedí, muy a mi pesar.
Continuará.
Un encuentro casual…
un sueño… una pesadilla…
Vamos avanzando con
la historia, espero que les guste y que me dejen ese ansiado comentario.
Besos.
Siempre en amor.
Anyara
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