lunes, 3 de diciembre de 2012

La sombra en el espejo - Capítulo IV



Capítulo IV
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Me había pasado toda la mañana y parte de la tarde anterior en la casa abandonada. Esperaba, quería comprobar si aquella aparición en el espejo era real, o simplemente un delirio de una mente que comenzaba a trabajar mal. Y bien sabía yo que no estaba en mi momento de mayor lucidez.
Hasta ahora no había obtenido resultado.
Sarah y Frederick compartían la mesa conmigo mientras nos servíamos uno de los guisados que ella había preparado. Ambos comían carne, para mí había un suculento festín de verduras al horno. De no ser por la sal que tenían y las gotas de aceite adicionales, no me habrían sabido a nada, pero me las comía en silencio.
—¿Está bueno? —me preguntó Sarah, con aquella expresión maternal que no era la primera vez que le veía durante los tres días que llevaba aquí.
—Sí —asentí, bajando nuevamente la mirada al plato.
Hubo un instante en el que sólo se escucha el sonido de los cubiertos contra los platos.
—¿Bill? —me habló Frederick. Alcé la mirada hacia él— ¿Te gustaría acompañarme al invernadero?
Negué con una sonrisa de aquellas que eran apenas una mueca.
—Prefiero quedarme aquí, gracias—volví a mirar el plato y un nuevo silencio nos envolvió.
—¿Vendrá Georg? —preguntó entonces Sarah. La miré.
—No ha llamado —volví al plato, para ese momento las verduras ya se me estaban atragantando. Quizás no tenía hambre.
Nuevamente nos encontramos en medio del silencio. Comencé a ponerme en pie.
—Gracias —dije, levantando mi plato a medio vaciar.
—Déjalo ahí, no te preocupes —dijo Sarah, acepté con un gesto
—Permiso —comencé a caminar hacía el pasillo en dirección a la habitación que ocupaba.
—Bill —la voz de Frederick me detuvo, me giré y lo miré—. Dice Sarah que pasas mucho tiempo en la casa de los Meier.
—No sé de quién es la casa —respondí.
—Claro —sonrió Frederick con cierta ironía –. Me refiero a la casa abandonada.
—Está vacía, no molesto a nadie —me defendí sin saber muy bien por qué.
Él bajó la mirada a su plato y removió un poco la comida que aún le quedaba.
—No es un buen sitio —agregó—, no hay una buena historia ahí.
—Pero ahora ya no vive nadie ¿No? ¿O tiene dueños? —quise saber.
Curiosidad ¿Comenzaba a experimentarla?
—Tiene dueños, pero no han vuelto por aquí desde —en ese momento Sarah tocó su brazo y Frederick la miro— … desde hace mucho —concluyó, tocando la mano de su mujer.
Comprendí que no querían contarme toda la historia.
—Lo consideraré —acepté. Lo que no significaba que dejaría de ir a esa casa.
De ese modo salí de la habitación. Me recosté en la cama y miré mi teléfono. Tenía dos llamadas perdidas, una de Georg y otra de Gustav, más un mensaje de mi madre.
“Llámame, te quiero”
Una madre casi siempre quería a sus hijos, eso era una especie de ley de vida. Supongo que habría excepciones. Casos en los que la madre tenía sus preferencias por afinidad o por su propia proyección a través de la vida de los hijos. Mi madre siempre se mostró equilibrada en su cariño hacia nosotros, aunque no podía negar que se comprendía mejor con Tom. Entre ellos las palabras fluían con libertad, en cambio conmigo siempre hubo ese exceso de protección que me convertía en una especie de pequeño al que había que cuidar ¡Por Dios! ¡Si eran sólo diez minutos!
Me giré en la cama, apoyando el peso del cuerpo en el costado izquierdo. Observé las maderas de las paredes sin mirarlas en realidad, perdido en mis pensamientos. Recordaba el modo en que mamá siempre le pedía a Tom que cuidara de mí, desde que éramos pequeños para ir a la escuela, hasta que nos cambiamos de lugar de residencia con veintiún años. Cerré los ojos un momento, buscando descansarlos. Notaba poco a poco el sopor del sueño. Vi ante mí los ojos grises de aquella chica en el espejo. Escuché su risa que me hacía sonreír igualmente, como si lograra contagiarme con aquella alegría que parecía poseer. Pero entonces me sentí angustiado cuando esa risa alegre se fue convirtiendo en llanto, y sus ojos enrojecidos frente al espejo reflejaron mis propios ojos, llorosos y cansados. Las lágrimas me mojaban las mejillas y tuve que cerrarlos, cuando me abracé a mi mismo sentado en el suelo. Sollozaba y gemía débilmente de dolor, esperando a que alguien, a que, Tom viniera y me abrazara para calmar la tristeza tan profunda que sentía.
Respiré profundamente cuando comprendí que sólo había soledad, y fue ese mismo respiro profundo el que me trajo de vuelta del sueño. La habitación estaba casi a oscuras. Yo mantenía los brazos en torno a mi torso, buscando un refugio que no encontraría. Me toqué con los dedos helados las mejillas mojadas, no sólo estaban húmedas, estaban completamente empapadas.
Aún podía notar la tristeza dentro de mí, y un par de lágrimas más brotaron por su causa, apagando poco a poco el sentimiento. Ceñí más mis brazos contra el cuerpo, esperando retener las sensaciones. Suspiré, una vez más estaba vacío, carente y apagado.
Me senté en la cama, observando por la ventana. El atardecer se había apoderado del bosque. La casa al otro lado casi no se distinguía, en unos minutos estaría completamente oscuro. La chica del espejo lloraba conmigo en mi sueño ¿O era mi llanto el que se reflejaba en ella?
Sí, podía reconocer esa pequeña punzada de curiosidad intentando brotar.
Salí hacia la sala, encontrándome con Sarah en uno de los sillones. Tenía una madeja de lana en las manos e iba tejiendo algo, con un movimiento acompasado de sus muñecas.
—¿Qué haces? —quise ser amable.
—Una bufanda —me respondió, mirándome por encima de los lentes que tenía puestos.
Me senté frente a ella junto al calor de la chimenea que había encendida.
—¿Cuánto tiempo te toma? —continué.
—Normalmente una semana, a veces menos —me sonrió con su gesto maternal.
Entonces reparé en algo que no había preguntado.
—Tu hijo ya no vive contigo ¿Viene a verte?
Sarah me miró, se quitó los lentes y suspiró acomodando la lana en una cesta que tenía en el piso junto a ella.
—Veo que no lo sabes —comenzó a decir—. Mi hijo murió hace años.
Me miró entonces, quizás esperando una reacción de mi parte.
—Ah… no, no lo sabía —confesé, y esperé por la reacción que debía llegar, pero que no aparecía. Ni siquiera podía decirle que lo sentía porque no era verdad. La miré, ella sonrió.
—Tranquilo, ya estoy bien —me contó—, con el tiempo se aprende a vivir con ello.
Quizás debía considerar aquellas palabras como una especie de consejo ¿No?
—Iré a preparar un té —me dijo, poniéndose en pie.
—Bien.
Me quedé ahí junto a la chimenea, en medio de la soledad de la sala. Escuchaba como sonaban las cosas que iba moviendo Sarah en la cocina. Comprendí la mirada maternal que ella solía darme, quizás de alguna manera le recordaba a su hijo.
El teléfono comenzó a sonar en mi habitación. Me puse en pie y lo tomé de encima de la cama. Era Georg, tendría que responder en algún momento.
—¿Sí?
—Al fin te encuentro —se quejó. Yo me silencié, y él pareció comprender que no quería dar explicaciones—, mañana quiero ir a verte pero necesito saber cómo llegar.
—Ni yo sé dónde estoy, quizás deberías preguntar a Gordon o mamá.
—Llevas tres días en el mismo lugar,  ¿y no sabes dónde estás? —preguntó incrédulo.
—Sí.
Se quedó un momento en silencio, como si intentara comprender la respuesta que le acababa de dar.
—Bueno… mañana estaré por ahí y te sacaré a dar una vuelta—sentenció.
—No necesito que vengas, estoy bien —aseguré, con la misma tranquilidad con la que le había dicho que hablara con Gordon o mamá.
En realidad me daba igual.
—Bill…
—¿Qué?
Se tomó una pausa.
—Tienes que hablar con alguien —suspiró—. Si no quieres hacerlo conmigo, hazlo con Gustav o con Andreas… todos hemos perdido a Tom.
¿Qué debía decirle?
—Estoy bien —insistí—, ya te llamaré.
Corté y observé por la ventana. Busqué, en medio de la abrumadora oscuridad, un pequeño indicio de la casa que había más allá de los arboles pero no podía distinguirla ya.
—Bill, está listo el té —dijo Sarah desde la puerta.
Dejé el teléfono dentro del bolso en el que traía mis cosas. Quizás, inconscientemente, quería olvidarme de él.
Esa misma noche, y cuando la casa estaba en completo silencio, yo permanecía recostado en mi cama en medio de la oscuridad intentando dormir. Una caja con pastillas para ello, jugueteaba en mi mano sin decidirme a comenzar a tomarlas. Hasta ahora no las había necesitado, aunque había dormido tanto en el hospital y en los primero días aquí, que no me extrañaba que el sueño ya no quisiera hacerse presente.
Encendí la luz de la lamparilla y me senté en la cama. La habitación ya se había enfriado, así que me abrigué con una manta por la espalda mientras buscaba mi libreta. No estaba seguro en realidad de qué quería escribir, o de si lo haría. Me quedé una vez más observando la hoja en blanco y mirando a través de la ventana, que con la poca luz que había en la habitación, me permitía observar un poco mejor el exterior.
Quizás podía escribir de la carencia de emociones que estaba experimentando, pero qué se podía decir de eso cuando te sentías como me sentía yo. Vacío.
En ese instante me pareció distinguir un destello de luz a la distancia. Extendí la mano hasta la lámpara y la apagué. Me quedé un par de minutos observando la ventana y la oscuridad al otro lado de ella, comenzando a pensar que había sido mi imaginación. Y el destello apareció otra vez, manteniéndose como una tenue luz justo en el lugar en el que debía estar la casa abandonada de los Meier.
Encendí nuevamente la luz de la lámpara, y comencé a vestirme con lo primero que tuve a mano. Salí de la habitación en silencio, intentando mantenerlo hasta llegar a la cocina. Una vez en ella comencé a registrar el lugar con la mirada, buscando algo con qué iluminarme en el camino y luego en la casa. Miré por la ventana de la cocina, encontrándome con que aquella suave luz aún permanecía en la casa. Abrí una tercera alacena, encontrando en la parte baja lo que buscaba, una linterna de largo alcance. Le di al encendido, para comprobar que tenía batería y cuando la luz fluyo, noté cierta alegría. Tomé mi chaqueta desde el perchero y me la ceñí, abriéndome paso por el bosque en dirección a aquella casa que me llamaba con su luz.
El camino no se me hizo difícil, tampoco es que fuese demasiado largo, simplemente había que tener cuidado con las ramas, raíces y matorrales.
Una vez que estuve frente a la casa, miré hacia la ventana en la que estaba la habitación del espejo. La suave luz seguía ahí ¿Y si era alguien que se había guarecido por una noche? ¿Y sí era peligroso?
No me importaba, quería subir a esa habitación y saber.
Empujé la puerta que había cedido desde el primer día que entré. Caminé hacía la sala, con la linterna apuntando hacia el suelo. No parecía que hubiese alguien, al menos toda la parte baja estaba sumida en la oscuridad. Antes de subir la escalera comencé a escuchar murmullos en el segundo piso. Apagué la linterna justo después de tomar en mi mano una de las piedras que había tirada en la sala.
Subí la escalera, temiendo que el crujido de la madera me delatara pero el ritmo de los murmullos continuaba sin pausa. Me detuve poco antes de llegar al segundo piso, cuando descubrí que la voz que escuchaba era la misma que escuchara el día anterior, era la voz de aquella chica. Casi podría asegurar que el corazón me dio un golpe fuerte contra el pecho.
¿Me había inquietado?
Caminé lentamente hasta la puerta de aquella habitación, desde ahí salía una suave luz iluminando parte del pasillo. Me asomé en ella, y me quedé de pie en el umbral cuando pude ver nuevamente la figura de la chica moviéndose dentro del espejo. Una parte de mi mente comprendía la posibilidad de estar convirtiéndome en un desequilibrado.
Me acerqué a la imagen, y la observé. Se reía y se movía junto al espejo. Sólo lograba ver parte de su costado, y su cabello que se mecía con los movimientos que ella hacía. Parecía contenta, de hecho sus palabras lo confirmaban.
“Sí, yo también te quiero”
Al parecer hablaba nuevamente por teléfono. Me quedé en silencio observando el espejo, como si se tratara de la pantalla de un televisor.
“… Mañana… ¿irás por mí al instituto?... ¿de verdad?...”
 Instituto, debía de ser una chica muy joven, en el caso de que existiera claro. Dieciséis, diecisiete años quizás.
“Espera, que sube mi madre…”
Una mujer apareció a través del umbral de la puerta.
“Kissa ¿Qué haces? ¿Sabes la hora que es?”
Dijo la mujer. Así que la chica se llamaba Kissa.
“Enseguida me duermo mamá”
Se defendió ella, intentando ocultar el teléfono tras la espalda, pero su madre la descubrió a través del espejo.
“Dame ese teléfono”
“Sólo un poco más mamá… por favor…”
Suplicó. La madre la observó un instante.
“Dos minutos”
Le concedió, saliendo de la habitación.
“Dos minutos…”
Repitió a su interlocutor. Para ese momento yo ya había decidido sentarme en el suelo, frente al espejo, a pesar del frío que hacía en aquella solitaria casa.
“Sí, descansa tú también… sueña conmigo…”
Agregó con una sonrisa nerviosa.
“Te quiero…”
Qué extraño se me hacía escuchar hablar de amor.
La vi dejar el teléfono sobre el pedestal que había en su mesilla de noche, junto a la puerta. Luego se dejó caer en la cama. Suspiró profundamente, susurrando algo que no alcancé a comprender. Me arrastré, acercándome un poco más al espejo como si con ello fuese capaz de oírla mejor.
Volvió a suspirar y se puso en pie de un salto, soltando el broche de su pantalón mientras iba tirando de él con los pies. Pisó las puntas de la tela para quitarlo. La observé en todo momento, sabiendo que estaba ejerciendo de voyeurista, en el caso de sentir excitación o placer al verla. Pero no había nada de eso ahora mismo, a pesar de estar viendo su brasier volar hacia un rincón de la habitación. Al parecer intentaba que quedara sobre una silla, pero cayó al suelo.
“Mierda”
Se quejó y se puso la parte de arriba de un pijama bastante abrigador. Caminó descalza y casi corriendo para recoger la prenda de ropa. Por un instante estuvo tan cerca de mí, que me pareció que su cabello iba a traspasar el cristal y extendí mi mano hacia ella. Noté dentro de mí un pequeño cosquilleo parecido a la ternura.
Continuará…
Bueno… mi pobre y amado Bill, de tan insensible como está, ya ni siquiera se cuestiona cosas como ver a una chica a través de un espejo, o se las cuestiona mínimamente. Mientras escribo pienso en cómo se siente uno cuando tiene un problema muy grande, o un dolor, y se entrega completamente a lo que venga sin que te importe mucho qué puede pasar contigo.
Espero que les guste como va quedando la historia.
Su comentario es mi sueldo.
Siempre en amor.
Anyara

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