sábado, 8 de diciembre de 2012

La sombra en el espejo - Capítulo IX



Capítulo IX
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Annie se fue y yo me quedé recostada, cubierta por la colcha como ella me había dejado. Me mantuve completamente inmóvil. Estaba cansada, pero a pesar de ello sabía que no podría dormir. En mi mente las imágenes de las últimas horas se recreaban como si se tratara de un rotativo de cine de esos que no dejan de pasar la misma película una y otra vez.
Adrián, Julián y yo paseando por el bosque a pesar del frío. Adrián apresándome contra un árbol para besarme, cuando Julián se nos adelantó.
—No podemos dejarlo solo —le susurré contra los labios, notando la presión de su cuerpo contra el mío.
—Sólo un beso… sólo un momento…  —insistió, con una petición tan sensual que no pude evitar aceptarla, entregándome al beso.
Sólo sería un beso. Sólo sería un minuto.
Pero entonces el frío bosque se abrió con la voz angustiada de Julián.
—¡Julián!... —grité, separándome de Adrián. Corrí hasta el lugar en el que lo había escuchado, pero su voz se alejaba.
Vi a Adrián adelantarse a mi carrera, era más fuerte y ágil. Luego el sonido del agua.
—¡El río!... —grité más aún, notando como se me estrangulaba la voz por la carrera y el miedo.
Y llegué a la orilla, alcanzando a ver a Adrián siendo arrastrado por la corriente del río, que luego de la intensa lluvia de los días anteriores tenía un torrente enorme. A Julián sólo lo divisé cuando su cuerpo salió a flote, para volver a hundirse.
Me quedé ahí de pie en la orilla mirándolos ¿Qué tenía que hacer? ¿Tenía que arrojarme yo también? Negué con un gesto rápido. No, eso sólo le daría a Adrián un motivo más de preocupación. Debía ir por ayuda, buscar a alguien que los sacara del agua.
En ese momento el suelo en el que pisaba amenazó con desprenderse, la corriente del río se estaba abriendo paso. Retrocedí asustada intentando aclarar mis propias ideas. Iría por ayuda.
Pero ahora que estaba inmóvil en mi cama, sabía que aquello no había servido de nada. Ni el haber corrido hasta quedarme sin aire y sin fuerzas. Ni las horas que pasé con la búsqueda río abajo habían sido útiles. Lo único que encontramos, fueron los cuerpos de un chico y un niño. Adrián y Julián. Ambos muertos, ahogados; sus cuerpos amoratados por el frío y los golpes.
Me senté en la cama, agotada. Tenía una sensación de vacío tan profunda, que nada la llenaría. Me quedé ahí un momento sin moverme, porque ahora mismo no había nada en este mundo en el que vivía que me empujara a hacerlo ¿Cómo podían las personas que me rodeaban perder de esta manera su importancia?
Me puse en pie y caminé hasta mi espejo, ese que tanto me gustaba y que estaba en casa gracias a mi abuela. Ella lo había obtenido de la suya. Siempre pensé que quizás un día se lo heredaría a alguna hija mía.
Observé mi rostro en el cristal. No me reconocía a mí misma en aquella imagen, parecía la cascara de algo ¿Dónde estaba mi alegría y mi optimismo?
Se había ido junto con la vida de Adrián y del pequeño Julián.
Me toque el rostro, del mismo modo que lo hiciera por última vez Adrián, mirándome con amor, porqué así debía ser la mirada de un enamorado ¿No? Luego acaricié a la que me miraba desde el espejo, pensando en si ella podía sentir más que yo la caricia.
Quizás si leía las cosas que había escrito sobre él, podría revivirlo en mi mente.
Me fui hasta el cajón en que guardaba mi cuaderno y de inmediato en mi mente jugó con aquella otra posibilidad ¿Y si me marchaba con él? Tenía que existir otra vida para el alma, porque en esta no podía vivir. Dolía mucho.
Busqué en medio de la ropa que tenía en el cajón, una navaja que me había regalado mi padre hacía algunos años. Él quería que me protegiera con ella. Lo haría sí, aunque quizás no de la forma que él pensaba.
Me dejé caer en la alfombra y comencé a leer. Las palabras que yo misma había escrito me resultaban tan profundas y lejanas a la vez. Cada concepto que encontraba en las líneas me rasgaba el pecho, eran experiencias que yo nunca más viviría. Las lágrimas comenzaron a brotar nuevamente a pesar de lo cansados y dolidos que tenía los ojos. Recogí con mi mano abierta las lágrimas, esperando despejarme la visión y poder leer un poco más, pero era inútil.
—Adrián… Adrián…  —lo llamaba, e inmediatamente venía a mí el recuerdo de Julián, el niño que cuidaba. Me hacía reír con sus travesuras, y me decía que se casaría conmigo cuando creciera— … pobre Julián… perdóname pequeñito…
Ahogué un nuevo sollozo por miedo a que me escuchara mi madre o alguien más. No quería que nadie viniera, quería estar con Adrián, que me protegiera del dolor. Tomé la navaja que descansaba en el piso junto a mí y la abrí. Acerqué mi dedo índice, y lo deslicé apenas tocando la hoja para probar su precisión. La reacción de mi cuerpo ante el dolor de aquel pequeño corte fue inmediata. Era buena, sólo bastaría con presionar un poco.
—Adrián… quiero estar contigo… —supliqué.
Sabía que el dolor del corte no se podría ni comparar con el que sentía en mi alma. Descubrí con un movimiento mi muñeca izquierda. Deslizaría la hoja, y luego esperaría a que la vida se me fuese por aquella herida.
Tragué con cierta dificultad. Esperaba que mi familia me entendiera, ellos no podían esperar a que yo viviera de esta manera, medio muerta cada día ¿Verdad?
Descansé la hoja de la navaja sobre la vena. Su color ligeramente azulado bajo la piel, se veía claramente debido al frío. Tenía que ser fuerte, tenía que apretar.
—¡No lo hagas!
Escuché con claridad. Alcé la mirada al espejo de forma refleja.
Me quedé inmóvil y sin habla por un instante. Había alguien ahí, podía verlo. Sus manos apoyadas en el cristal del espejo como si fuese una ventana. Miré en la dirección contraría, casi por instinto, buscando la imagen que se reflejaba en el espejo pero sólo me encontré con la puerta cerrada.
—¿Kissa? —el corazón me dio un salto en el pecho cuando lo escuché decir mi nombre.
Lentamente comencé a girarme hacia el espejo nuevamente, olvidando la navaja en el suelo junto a mí. Miré a la figura, definiendo que se trataba de un chico, y que aún me miraba con las manos apoyadas en el cristal.
Y entonces comencé a reírme sin ganas.
—¿Me ves? —preguntó con cierta timidez.
Era extraordinaria la mente humana. Creaba mundos irreales que te protegían de todo lo que no eras capaz de asumir.
Asentí mientras me deslizaba de rodillas hacia el espejo, notando una ligera punzada de dolor en la muñeca. Me miré y comprobé, por el fino hilo de sangre que tenía ahí, que después de todo me había cortado sólo con apoyar la hoja de la navaja.
—Te has hecho daño —confirmó el chico, con la voz algo más tranquila.
—Sí —acepté, y me acerqué un poco más hasta llegar justo frente a él— ¿Por qué te veo? —comencé a cuestionarme— ¿Eres algún invento de mi cabeza?
Él rió suavemente, sin ganas, como lo había hecho yo antes.
—Ni siquiera sé porque te veo yo —me confesó desde su lado.
—Esto es irracional.
—Lo sé —sus hombros parecieron relajarse suavemente. Me costaba ver sus facciones ahora que se había alejado del cristal.
Comprendí que sólo la luz de mi lámpara lo iluminaba.
—¿No hay luz en tu casa? —quise saber.
—Esta no es mi casa.
—Oh…
—Sólo tengo una linterna —me explicó, moviendo el objeto en su mano.
Ambos nos quedamos en silencio, mirándonos.
—No eres real ¿Verdad? —pregunté.
—Sí lo soy —hablaba con suavidad, con amabilidad.
—Antes… bueno… —titubeé mirando al suelo. De alguna manera esta extraña aparición me tranquilizaba.
—Dime —me animó. Volví a mirarlo.
—Es sólo… que antes me pareció que decías mi nombre… ¿Lo hacías?...
—Kissa —murmuró él, de un modo tan suave y amable, como si mi nombre le gustara.
Parecía un ángel, quizás era el ángel de la muerte que me estaba esperando. Quizás sí me había cortado profundamente y ahora tenía que irme con él.
—¿Cómo sabes mi nombre? —continué preguntando.
Él se quedó en silencio un momento. Me miró, noté de pronto como temblaba.
—No sé cómo explicarlo —comenzó a decir—, un día simplemente te vi… no sé cómo pasó, ni por qué sigue pasando…
—¿Llevas tiempo viéndome? —seguí con las preguntas, sin saber muy bien que relevancia tenía. Comencé a negar con la cabeza ante mi propia incoherencia. Lo escuché afirmar, pero ya no estaba centrada en él—. Esto es absurdo —dejé de mirarlo. Me giré enfocando la navaja que había quedado en el suelo.
—Kissa —su voz sonó más clara y cercana para mí. Volteé a mirarlo nuevamente. Se había acercado al cristal, y una de sus manos descansaba contra él. Podía ver la forma en que sus dedos se presionaban y acerqué instintivamente mi mano hasta ellos, creando el reflejo.
¿Qué éramos?
Era la pregunta que se generaba en mi mente en medio del caos, en medio del por el tenue espacio de éste segundo. Sin notarlo comencé a llorar. Sólo lo supe cuando la visión de nuestras manos tocándose con el espejo mediante comenzó a hacerse borrosa, pero no dejaba de mirar nuestras manos.
—He perdido lo que más amaba… —le confesé.
—Lo sé… yo también… —me confesó, y lo miré a través de mis ojos humedecido.
 Vi sus lágrimas y comprendí de un modo enigmático, quizás de un modo abstracto e irreal, que aquello nos unía. Era el vínculo que nos había conectado.
—¿Tienes un nombre? —deslicé mi mano por la superficie del espejo, liberándolo.
—Bill —murmuró.
—Bill —repetí.
—Sí.
—Estoy cansada —hablé, dejándome caer en el suelo junto al espejo, aún podía verlo desde esta posición pero los ojos se me cerraban.
—Ve a tu cama —me alentó.
—Mmm…  —murmuré.
Una parte de mí quería dormir para siempre, y la otra temía dormirse y no ver más al extraño chico al otro lado del espejo.
—Te enfriarás —me advirtió.
—Tú ya estás frío, te veo temblar —continué hablando, mirándolo a intervalos en los que podía mantener mis ojos abiertos.
Él sonrió ligeramente.
—No importa, quiero que tú estés bien —lo escuché decir—, vete a la cama.
Me quedé un momento en silencio. Notaba la pesadez del sueño. Recordé nuevamente a Adrián, la tristeza por lo sucedido seguía ahí. Quizás mi madre había puesto algo en el té, porque me sentía demasiado extraña. Tal vez por eso lo estaba viendo a él.
—Somos patéticos —me reí forzosamente ante mis propias palabras. Me senté otra vez frente al espejo— ¿Sabes?... ellos no estarían muertos de no ser por mí —le confesé— ¿Sabes cómo murieron? —él simplemente negó cubriéndose un poco más con la manta que llevaba—… tienes frío —le hice ver mi observación.
—Un poco…
—Eso no es poco, tiemblas mucho ¿Es invierno dónde tú estás? —pregunté con voz cansada. Él asintió – Me iré a la cama —sentencié finalmente—, pero tú debes ir a la tuya ¿Tienes una cama? —de pronto sentí que me preocupaba su bienestar. No estaba segura de sí me importaba el mío tanto como me estaba importando el suyo.
—Sí, tengo —asintió en medio de los temblores.
—Vete a ella entonces —lo apremié, casi como una madre.
—¿Y qué harás tú? No quiero perderte… de vista… —temblaba cada vez más.
—Estaré bien —me apresuré a decir para tranquilizarlo. Necesitaba que él dejara de temblar, notaba como comenzaba a desesperarme su estado.
—Lo… mismo le dijiste… a tu amiga —rió torpemente, la voz se le entrecortaba por el frío— … y mira… lo que querías hacer…
—Bill, estaré bien —quise darle credibilidad a mis palabras. Acerqué mi mano al espejo tal como lo había hecho él antes. Extendió la suya y la reflejó.
El dolor seguía en mi interior, no se mitigaba, pero compartirlo con él resultaba más llevadero.
—No quiero dejar de verte —murmuró, sus labios parecían más oscuros. Si seguía inmóvil ahí le daría una hipotermia. No, no, no podían morir más personas— … ni siquiera sé por qué… te veo…
—Yo tampoco quiero dejar de verte —le confesé, sintiendo de pronto deseos de recostarme contra el espejo y con ello contra su pecho—, quizás estoy loca…
—Quizás… lo estoy yo… —susurró.
De pronto pensé en algo. Absurdo incluso, pero qué importaba ya ¿No?
—Ahí dónde tú estás… ¿Hay teléfonos? —le pregunté.
—Sí.
Sabía que me estaba sumergiendo en una inmensa laguna de imposibilidades, pero ahora mismo que mi mundo se había desbaratado pieza por pieza, el chico al otro lado del espejo parecía un refugio en el que quería permanecer.
—¿Te lo sabes? —pregunté, él asintió con un gesto—. Espera.
Me moví hasta dónde estaba mi cuaderno, busqué un lápiz en el cajón y regresé al espejo con la última página abierta.
—Dímelo —lo miré. Parecía algo adormilado ya—. Bill —lo apremié. Me sentía responsable por él, quería que estuviese bien.
De ese modo comenzó a dictarme los números con lentitud y la voz comprimida por el frío.
—Lo tengo, te llamaré mañana cuando despierte —le ofrecí, mirándolo directamente. Él asintió—, ve a dormir si no me ves aquí al menos te llamaré…
Bill aceptó y comenzó a ponerse de pie con dificultad. Me observó una vez más.
—Llámame —me pidió, y con esa suplica oculta me hizo comprender que su alma sufría tanto como sufría la mía.
¿Sería él, un reflejo de mi dolor? ¿Simplemente una imagen creada por mi mente para liberarlo?
No lo sabía.
—Te llamaré…
Se dio la vuelta para marcharse.
—Bill —dije su nombre con prisa, con ansia. Se giró desde la puerta con la linterna encendida y la luz hacia abajo.
—Gracias —hablé, alzando la muñeca para que comprendiera a lo que me refería.
—No me las des… —contestó, aún con la voz temblorosa— … agradécemelo manteniéndote viva hasta mañana…
Yo asentí rápidamente porque sabía que la voz no me iba a salir. Las lágrimas me lo impedían.
Continuará…

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