sábado, 8 de diciembre de 2012

La sombra en el espejo - Capítulo VIII



Capítulo VIII
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No estaba seguro de qué hora era. Me levanté en medio de la oscuridad, angustiado y con el dolor brotando por cada poro de mi cuerpo. Había soñado a Tom. Había visto su rostro en el momento exacto en que gritaba mi nombre, cuando aquel otro vehículo nos chocaba.
Caminé en medio de la penumbra, respirando agitadamente. Llegué hasta la cocina y dejé que el agua fría saliera del grifo. Me mojé el rostro con ambas manos, helándome. Esperaba que ese frío adormeciera lo que ahora me estaba ahogando.  Las lágrimas, que no habían dejado de salir de mis ojos, se mezclaban con esa misma agua, diluyéndose ambas entre mis manos.
Alcé la mirada y observé en dirección a la casa abandonada. Necesitaba tanto ver aquel reflejo que me indicara que Kissa estaba ahí. Necesitaba sólo un pequeño indicio de que la encontraría, y que esta tristeza profunda se adormecería otra vez.
Me senté en una silla, imposibilitado para estar de pie. Aún respiraba rápidamente a causa del dolor. Temblaba.
Era yo quién debía conducir, lo sabía.
Las lágrimas continuaban cayendo, y me dejaban surcos calientes en las mejillas heladas. Yo observaba a las distancia, suplicando por que Kissa apareciera. Necesitaba verla, oírla sonreír otra vez. Que su alegría apaciguara esta desesperación, esta soledad que de tan honda, me anulaba.
Un pequeño destello al otro lado del bosque me hizo sollozar abrazándome a mí mismo ¿Sería que ella podía sentirme? ¿Sabía que la necesitaba?
La idea era tan absurda, como necesaria para mí. Me aferré a ella como un naufrago a un único madero en medio del océano.
Me levanté de la silla, busqué la linterna que solía guardar Frederick en uno de los muebles, y me puse la chaqueta que colgaba tras la puerta sin siquiera preocuparme de si era la mía o no. La lluvia había cesado hacia algunas horas, dando paso a un cielo tan despejado que parecía irreal para esta zona y con ello a una temperatura bajísima.
Crucé el bosque casi sin mirar por donde iba. Llevaba tantos días haciéndolo que ya me había aprendido cada hendidura en la hierba y cada raíz que debía esquivar. Cada árbol al que sostenerme, y cada rama bajo la que agacharme. Nada era relevante, lo único importante ahora mismo era poder verla y adormecerme otra vez, como si se tratara de un instinto de sobrevivencia.
La casa estaba más fría que nunca, tanto que al subir la escalera con rapidez, la garganta se me cerró por el aire helado. Me apoyé en el umbral de la puerta de la habitación en la que se encontraba el espejo, sin mirar aún en el interior. Intenté respirar más calmadamente, llevándome una mano hasta la boca. Me cubrí también la nariz, permitiendo que el aire estuviese un poco más cálido.
Cuando mi respiración comenzó a calmarse, escuché pequeños sollozos ahogados dentro de la habitación. El dolor que hasta ese momento sentía dolió más aún. Me asomé en la habitación con cierto temor. Estaba ligeramente iluminada. Me enfoqué en el espejo que me mostraba la habitación de Kissa, como siempre.
Desde mi posición podía verla sentada en la alfombra que había junto a la cama. No estaba sola, su amiga Annie la acompañaba. Era extraño, sólo había encendida una pequeña luz sobre la mesa de noche, y ella lloraba. Lo hacía tan desconsoladamente que las lagrimas que antes derramara por mi propio dolor, comenzaron a caer por el suyo ¿Qué le pasaba? ¿Por qué lloraba?
Me acerqué al espejo, pensando que quizás desde más cerca podría escucharla mejor. Pero Kissa no hablaba, sollozaba quedadamente como si ya estuviese cansada de hacerlo. Como si ya no tuviese fuerzas.
—¿Qué pasa? —le pregunté en medio de mi propio sollozo. Quería tocarla, pero al extender la mano me encontré sólo con el cristal helado contra mis dedos igual de fríos.
Me sentí tan inútil, tan absolutamente incapaz. Me arrodillé frente a ese espejo sin saber si me mostraba imágenes reales, o era simplemente la podredumbre de mi alma la que recreaba otra vida igual de miserable en aquella cubierta cristalina.
Encerré con mis manos mi cabeza, llorando tanto como lo hacía la chica de mis alucinaciones. La hacía sufrir, quizás mi dolor era el que la hacía sufrir. Me ovillé, arrodillado como estaba, escondiéndome de ella y de todo a mi alrededor. Me escondía de mí mismo porque sabía que era mi culpa.
Todo lo era.
Tom había muerto, y sabía que el muerto debía ser yo. No, ni siquiera eso, sabía que debía haber muerto con él. Nos lo habíamos prometido, nos iríamos juntos, nunca nos dejaríamos. Yo lo había abandonado, me había anclado a la vida y lo había dejado partir. Por eso me aferraba a la soledad, lo sabía, porque no merecía más compañía que la que mi propia mente creara.
“Kissa, hija… deberías descansar”
Escuché una voz maternal junto a la receptora de todas mis pesadillas y alcé la mirada. Noté como mi pobre alma necesitaba de la caricia de una madre.
Kissa simplemente negó con un gesto apresurado de su cabeza, rechazando la caricia de su madre.
—No la rechaces, acéptala… —le supliqué, casi sin voz.
Su madre la observó. Se mantenía en cuclillas para poder mirar su rostro.
“Te traeré un té”
Le ofreció.
Kissa no respondió. La mujer se puso en pie y miro a Annie.
“Te traeré uno a ti también”
Annie asintió y la mujer salió dejando la puerta cerrada.
“Has caso a tu madre, tienes que descansar”
Insistió la amiga.
“No puedo…” —la voz de Kissa sonó desfigurada por las lagrimas— “esto no habría sucedido si yo no…Adrián…”
Rompió a llorar nuevamente, abrazándose a su amiga que suspiró profundamente y la acarició ¿Le había sucedido algo a su novio?
Los ojos me ardían. Creo que ya no me quedaban lágrimas para compartir con Kissa. Sin embargo, el frío de la soledad seguía ahí tan vivo y punzante como cuando me había despertado.
“Dios Annie…” —la abrazó más fuerte— “el pobre Julián…”
¿Quién era Julián? Recordé al niño que cuidaba ¿Le habría sucedido algo a él también?
Kissa sollozó, hundiéndose más en el abrazo de su amiga. Parecía tan pequeña y dolida, y yo me sentía tan imposibilitado de ayudarla.
Habían pasado unos minutos y Kissa se había bebido a medias su té, Annie había hecho lo mismo.
“¿Segura que no quieres que me quede?”
Le preguntaba su amiga a Kissa. Esta negó con un gesto suave, sentada ahora en el borde de la cama en lugar del suelo.
“Me siento muy cansada…”
Confesó Kissa.
“Me imagino…”—habló comprensiva Annie— “descansaré un poco en casa y vendré a verte” —le ofreció.
Kissa simplemente asintió sin mirarla. Annie se tomó una pausa, mirando atentamente a su amiga como si debatiera el dejarla sola o no.
“¿Estarás bien?”
Insistió.
“No Annie, no lo estaré… creo que nunca más podré estarlo… tengo algo roto aquí dentro…”—se tocó el pecho— “y no podré recomponerlo nunca más”
Casi me ahogué con esas palabras. Las entendía muy bien.
“Kissa…” —murmuró Annie.
“Si lo que quieres saber es si seguiré viva…” —se tomó una pausa— “Tranquila, ahora mismo no tengo fuerza, ni física, ni mentalmente para idear nada… sólo quiero dormir… “
“Entiendo…”—aceptó su amiga, su rostro no estaba carente de preocupación.
Kissa se dejó caer sobre la cama aún vestida, y Annie la cubrió con parte de la colcha antes de salir y cerrar despacio la puerta.
Me quedé muy quieto observando el bulto que formaba ella sobre la cama. La luz de su lámpara estaba encendida y no parecía querer apagarla ¿Se habría dormido? No me extrañaría con todo lo que había llorado. Entonces recordé mis lágrimas, me llevé las manos a las mejillas que estaban heladas y secas. Había dejado de llorar. Un estremecimiento me hizo notar el frío que comenzaba a hacer. Aún estaba oscuro fuera, no sabía qué hora era.  
Extendí la mano hasta la manta que había traído hacia días, y me cubrí con ella sin importarme lo sucia que podía estar. Me quedé sentado frente al espejo, mirando por largos minutos la figura inmóvil de Kissa. De pronto se sentó en la cama, y se quedó muy tranquila en la esa posición como si le pesaran los hombros. Los parpados caídos y los labios entreabiertos. Casi no podía verle el rostro, cubierto por su largo cabello claro cayendo por los hombros. Por un instante llegué a pensar que continuaba dormida, y que aquella reacción era la de un sonámbulo.
Pero entonces se puso en pie, camino hasta el espejo y se observó un instante. Tenía los ojos tan rojos e hinchados, que no llegaba a ver el gris de sus pupilas. Se acarició con una mano el pómulo derecho y luego la mejilla, suspirando profundamente al hacerlo, parecía estar recreando una caricia recibida. Luego su mano viajó al espejo y tocó lo que imaginé sería su propio reflejo sobre el cristal, repitiendo la caricia. Dejó caer la mano y se mantuvo ahí, muy quieta, observándose. Yo la miraba también. Me parecía casi imposible que toda esa alegría y dulzura que siempre veía en ella se hubiese esfumado de forma tan violenta.
Se giró de improviso. Lo hizo más rápido que ninguno de los movimientos que había tenido hasta ahora, y abrió uno de los cajones del mueble que había a un costado de su habitación. Sacó el cuaderno que la solía ver escribir pero no descanso al encontrarlo, continuó buscado hasta que mantuvo algo en su mano que no llegué a ver. Se sentó en el suelo, sobre la alfombra que había junto a su cama y abrió el cuaderno. Comenzó a leer, y poco a poco empezó a sollozar otra vez.
—¿Por qué te haces esto? —quise saber, con la voz entumecida por el frío y la congoja.
Se llevó una mano abierta hasta el rostro, y se frotó con fuerza y desesperación.
“Adrián… Adrián…”—se quejaba, dejando salir un profundo gemido contenido. Seguramente para evitar que alguien dentro de casa la escuchara— “…pobre Julián… perdóname pequeñito…”
Un nuevo sollozo rompió, ahogándose de inmediato. Luego de él, un silencio largo e inmóvil. Finalmente la vi tomar el objeto que antes sacara del cajón y manipularlo.
Un gemido se me escapó del pecho cuando vi que se trataba de una navaja. La observó y probó su filo, acariciándolo suavemente con un dedo. Se quejó cuando aquello le provocó un fino corte.
—Kissa… Kissa… —comencé a llamarla con angustia, notando como mi corazón se disparaba ante la expectativa de lo que ella pudiera hacer.
Observó la hoja metálica y la movió ligeramente de un lado a otro, logrando que la escasa luz de la habitación se reflejara en ella y le iluminara por un segundo el rostro.
“Adrián…quiero estar contigo…”
La escuché suplicar.
No, no, no.
Se repetía en mi cabeza.  Ella extendió el brazo izquierdo y descubrió de ese modo parte de su muñeca, llevando la navaja hasta la piel desnuda.
—¡Kissa! ¡Kissa! ¡Kissa! —me arrodille frente al espejo con ambas manos apoyadas en el cristal, y  el pecho hundiéndoseme por la fuerza con la que respiraba. Podía notar como su mano temblaba intentando decidirse a presionar la hoja contra la piel— ¡No lo hagas!
Supliqué con toda la potencia que mi estrangulada voz me había permitido.
Entonces ella se giró hacia el espejo, y sus ojos encontraron los míos. La navaja había alcanzado a romper la piel, lo supe cuando la sostuvo en el aire manchada de sangre.
Continuará…

Ufff con Kissa… me dejó el alma en un hilo. La verdad es que las emociones de esta historia me aprietan el corazón en un puño.
Espero que les vaya gustando la historia y que me dejen sus opiniones.

Siempre en amor.

Anyara

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