Capítulo III
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Permanezco recostado en la cama. El techo blanco es como un
enorme lienzo en el que puedo pintar mis más oscuros pensamientos. Siento el
corazón acelerado, es una sensación permanente, uno de los síntomas de la
ansiedad. Me doy la vuelta en la cama y miro a la pared. No es tan blanca como
el techo, pero su función es exacta. Cierro los ojos buscando un escape para la
presión que siento. Tengo que soportar un poco más, en unos cuantos minutos un
enfermero traerá la medicación de la mañana y tendré unas pocas horas de calma,
o al menos lo más cercano a ella. Hace mucho que olvidé como se siente la
tranquilidad absoluta, y en los momentos más extremos sé que la única salida es
la muerte. Pero pensar en la muerte duele y soy demasiado cobarde para
enfrentarme a ese dolor.
Me encojo sobre mi propio cuerpo esperando sentirme
protegido.
Un par de golpes en la puerta me avisan que el enfermero
usará su llave y abrirá ¿Cuánto puede tardar en efectuar esa acción?, ¿dos,
tres segundos quizás? Ese es el tiempo que me dan para evitar encontrarme en
alguna situación comprometedora. No hay espacio a la privacidad aquí. Lo sé.
El enfermero entra. Yo me siento en la cama con un rápido
movimiento. Arrugo el ceño cuando noto que en sus manos no hay nada ¿Aún no es
la hora? No tengo modo de saberlo, no tengo reloj.
—Señor Kaulitz, tiene visita.
Me anuncia el hombre, cubierto con su uniforme de color
marfil.
Miro al suelo.
—¿Qué hora es? —pregunto, buscando ocultar mi ansiedad.
—Pronto será medio día —afirma el hombre, suponiendo quizás
la razón de mi pregunta.
Acepto su respuesta y me pongo en pie. Sé perfectamente
quién viene a visitarme. El único que lo ha hecho desde que estoy aquí.
Tom.
A medida que mis pasos me acercan a la sala de visita, la
máscara que necesito usar frente a mi hermano comienza a ocupar su lugar.
Cuando entro, él me observa desde uno de los sillones que
hay en el sitio. El enfermero me deja pasar y luego cierra la puerta, que como
todas las demás tiene una mirilla de cristal por la que me vigilan.
—Hola —dice Tom.
Yo me dejo caer en el otro sillón, conservando el silencio
hermético que ha protagonizado nuestros anteriores encuentros desde que estoy
aquí. Necesito que piense que estoy enfadado con él. Siempre será más fácil
para Tom encajar el enfado que la culpa.
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Escuchaba el ruido de la música amortiguado por la
distancia. Me encontraba en casa de Anne, tal como le había prometido a
Benjamín. El cigarrillo que fumaba me estaba ayudando a pensar, no había podido
dejar de hacerlo desde ayer por la tarde.
Distanciamiento.
Esa es una de las primeras cosas que debemos aprender a la
hora de atender a un paciente. Suponía que en la práctica eso mejoraba.
De pronto el sonido de la música se escuchó más claro, comprendí
que la puerta que había tras de mí se ha abierto. Miré en esa dirección y le
sonreí a mi amigo que había venido a buscarme.
—¿Te aburres? —preguntó Benjamín, extendiendo su mano para
que le diese una calada de mi cigarrillo.
—No… —respondí sin demasiada confianza.
Él soltó el humo del cigarrillo entre risas.
—Suenas muy convincente.
Ahora reí yo y recibí el cigarrillo de regreso.
—La fiesta está bien, la gente se divierte…
—Te preocupa algo —aseguró. Me conocía muy bien.
—Bueno… —me encogí de hombros.
—Tranquila, no me iré con Margaret —declaró. Lo miré ¿Quién
era Margaret? Benjamín me observó con suspicacia—. No te has dado ni cuenta.
Me encogí de hombros lentamente, casi como si me excusara.
—Lo siento —dije entre risas, antes de fumar un poco más.
No debía de olvidarme de llevar cigarrillos. Era una manera
de entablar un pequeño lazo de confianza entre el paciente y el médico. En este
momento era un lazo necesario para mí.
—¿Me contarás qué te pasa? —escuché a Benjamín.
Lo miré, regresando de la nota mental que acababa de hacer.
—No pasa nada —tiré el cigarrillo al piso y lo apagué.
—¡Eh! Que yo seguía fumando —me reclamo. Yo comencé a
empujarlo al interior.
—Anda, muéstrame a esa tal Margaret —le guiñé un ojo.
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Cerré el expediente que había estado revisando y miré la
hora. Aún me quedaban quince minutos para la sesión con mi paciente.
Observé la caja de cigarrillos sobre el escritorio y el
encendedor que la acompañaba. Esperaba que las preguntas que tenía planeadas
para hoy tuviesen una mejor recepción y, sobre todo, respuestas.
Quizás debería fumarme un cigarrillo antes de salir de la
oficina. Me regodeé en la idea unos segundos, para finalmente decidir que ya
era momento de ponerme en marcha. El cigarrillo esperaría.
Recorrí el camino enfundada en el traje de pulcritud que
solía vestir para trabajar. El pelo sostenido en un moño debía de agregarle
unos cinco años más a mi apariencia. Era lo que buscaba, parecer más adulta y
sería. Quizás, de un modo que aún no comprendía, necesitaba ocultar esa parte
rebelde e incluso salvaje que había en mi interior.
Crucé la puerta que daba acceso a las dependencias de los
pacientes internados, y saludé a Brett. Firmé el libro de ingreso, como era la
norma, y me despedí con una sonrisa amable.
Intentaba mantenerme concentrada en la sesión que debía
afrontar.
Cuando me hallé frente a la habitación en la que nos reuniríamos,
ésta se encontraba solitaria. Consulté mi reloj, comprobando que aún me
quedaban cinco minutos para la hora acordada. Me acerqué a la ventana que daba
a los jardines y repasé mentalmente las preguntas que tenía anotadas en mi
pauta de trabajo. Una por una fueron desfilando y me sorprendí creando diálogos
ficticios entre ese joven y yo.
“Seele significa alma”
Se repitió en mi cabeza ¿Quién lo diría? Nunca me había
molestado en buscar el significado de mi nombre. Me lo habían puesto y punto,
con eso me había conformado.
Escuché unos pasos a mi izquierda y me giré para ver quiénes
eran.
Me sorprendió la altura de mi paciente en comparación con el
enfermero. Sólo en ese momento reparé en que no lo había visto de pie. Me
erguí, casi inconscientemente cuando estuvieron junto a mí. Sus ojos
inteligentes me escrutaban con agilidad sin poder ocultar del todo la ansiedad,
mientras el enfermero abría la puerta.
—Buenas tardes Bill —me dirigí a él amablemente.
—Hola —se limitó a responder, entrando en la habitación en
cuanto la puerta estuvo abierta.
Lo seguí con la mirada, pronosticando una sesión muy, muy
larga.
—¿Qué tal has estado Bill? —dije, en cuanto dejé el
expediente sobre la mesilla junto a mi sillón. Él ya se había acomodado,
abrazando una pierna contra su pecho. Me miraba como si buscara algo. Yo sabía
muy bien qué era.
—Todo lo bien que se puede estar —contestó, bajando
ligeramente la cabeza, dándole a su mirada un toque más profundo.
—Habíamos hecho un trato ¿recuerdas? —hablé, en tanto
buscaba dentro de la carpeta con mis notas.
—No he podido olvidarlo —mencionó, como si llevase pensando
en ello los mismos cuatro días desde la primera sesión, hasta ahora.
Lo miré, mientras sacaba un cigarrillo de la caja que traía
y el encendedor. Se lo extendí.
El gesto involuntario de su lengua humedeciendo los labios
fue el que delató abiertamente su ansiedad. Recibió el cigarrillo y esperó a
que le acercara el encendedor.
Acto seguido, absorbió el humo como si se tratara de un
elemento fundamental para su sobrevivencia. Cerró los ojos y me permití
observarlo con algo más de detalle. Tenía la piel tersa y clara, más de lo
habitual para alguien que vive en Los Angeles. Una nariz que parecía cincelada
en mármol, y un sugerente lunar bajo el labio. Abrió los ojos cuando la
nebulosa con aroma a tabaco había abandonado sus pulmones.
Se quedó mirándome un instante, el mismo instante que yo
tardé en bajar la mirada.
—Gracias —dijo, refiriéndose al cigarrillo.
—No lo agradezcas, tenemos un trato —aclaré, buscando mis
notas.
—Claro. Pregunta.
Lo miré nuevamente. Había sonado despectivo, incluso
sarcástico. Supe que había recuperado cierto control, parcial, sobre sí mismo
gracias al cigarrillo. Noté también que se le estaba consumiendo con demasiada
rapidez.
Decidí abordar cuanto antes con las preguntas.
—¿A qué edad comenzaste a fumar? —lancé la primera pregunta.
—A los doce.
Apunté ese dato.
—¿Por qué comenzaste a fumar?
—Tú fumas, ¿por qué empezaste a hacerlo? —preguntó y luego
volvió a disfrutar del humo de su cigarrillo.
—Las preguntas no son para mí, Bill —quise redirigir la
conversación.
Soltó el humo suavemente.
—Nos reuníamos con chicos mayores, ellos lo hacían, nosotros
lo hacíamos —contestó con total liviandad.
—¿Nosotros? ¿Tu hermano y tú?
—Sí.
—¿Disfrutabas de fumar entonces como ahora? —continué,
buscando un punto de enlace para que él mismo vislumbrara sus adicciones.
Comenzando por la más suave.
—¿Lo disfrutabas tú? —me preguntó.
Lo observé un momento en silencio antes de retomar el
análisis.
—Ya te he dicho que las preguntas no son para mí, además,
¿cómo sabes que fumo? —pregunté, mal disfrazando mi curiosidad.
—Te vi… —aspiró nuevamente, contuvo el humo en la boca
deleitándose con él. No me atreví a interrumpirlo. Lo liberó y completó su
explicación— el otro día, desde el jardín.
Al parecer, ambos nos habíamos conocido antes de
presentarnos.
Crucé las piernas y él fijo su mirada, inexpresiva, en ese
movimiento. De alguna manera aquello me otorgó seguridad.
—Bill ¿Sabes por qué estás aquí? —mi pregunta fue directa,
sin matices ni consideraciones. Él me miró fijamente.
Rió.
—Claro que lo sé —desvió la mirada al cenicero en el que apagó
el cigarrillo.
Esperé, pero él no parecía querer decir más.
—¿Me lo puedes contar?
—Si lo hago, ¿me darías otro cigarrillo?
Sentí deseos de gritar de la frustración. No debí permitir
que viera la caja.
—En la siguiente sesión.
Miró por la ventana sin responderme, pero era obvio que el
canje no era el que deseaba.
—Aún no respondes a mis preguntas. Habíamos hecho un trato
—intenté presionar.
Él se tomó un momento y luego me miró.
—¿Quieres que te diga por qué estoy aquí? —preguntó. Yo
asentí para no interrumpirlo, parecía que lograba dar un pequeño paso— Estoy
aquí, para que tú, o alguien como tú, intente convencerme de que no necesito el
aire para vivir.
Me sentí abrumada por la convicción con la que había soltado
aquellas palabras. Él era mi primer paciente de cuarta etapa, y jamás imaginé
tanta lucidez en alguien con ese nivel de adicción ¿Lo habrían evaluado bien?
Separé los labios, con la esperanza de liberar de mi boca
algo que pudiera replicar su declaración.
—¿Necesitas de estimulantes para vivir? —quise enfocar sus
palabras.
—Veo que me comprendes —contestó, respirando profundamente,
sin perder la compostura.
—Pero sabes que eso te hace daño ¿no?
Arrugó un poco el ceño y miró al piso.
—Hay cosas que hacen más daño —respondió, noté como sus dedos
comenzaban a repiquetear sobre la pierna que tenía flexionada. La ansiedad
regresaba.
—¿Qué tipo de cosas? —insistí, esperando que no se notara mi
propia ansiedad.
Me miró fijamente. Tuve la sensación de estar frente a un
enorme y grueso muro que Bill deseaba empujar con todas sus fuerzas para que
cayera. Finalmente desvió la mirada.
—¿Qué hora es? —preguntó
Liberé el aire que había contenido. Consulté mi reloj.
—Cerca de las siete —contesté.
Él miró por la ventana.
Supe que había decidido mantener el muro en alto.
—Bueno Bill, dejaremos la sesión hasta aquí —comencé a
despedirme, acomodando las carpetas que traía—. Volveremos a vernos en dos días
y me gustaría que habláramos un poco más sobre lo que te hace daño.
Él se mantuvo en silencio. Me puse en pie y lo observé un
instante. Tenía el cabello rubio peinado hacia atrás y los ojos perdidos en el
horizonte.
Me giré, para salir de la habitación resignada a no obtener
respuesta.
—Seele —me habló y yo lo miré. Dudo un momento— ¿me podrías
traer un cigarrillo en la siguiente sesión?
No estaba segura de qué era lo que me transmitían sus
palabras pero en esta petición, al igual que la vez anterior, había una enorme
vulnerabilidad.
—Claro —respondí, ni siquiera fui capaz de pedirle algo a
cambio.
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Esa noche, dejé que el aire se colara por la ventana de mi
habitación mientras me fumaba un cigarrillo. El informe que había escrito
seguía abierto en la pantalla de mi computador. En mi mente se repetía
incansable la última frase que mi paciente me dedicara. No era la petición que
había hecho, era la forma.
Notaba dentro de mí, como las dudas danzaban tenaces. Las
preguntas me invadían y me sentía incapaz de esperar a una siguiente sesión
para encontrar respuestas. Cerré los ojos, sabía que debía calmarme. Mañana
insistiría en la cita con el tutor. Había demasiada vida encerrada en Bill
Kaulitz.
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Continuará…
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N/A
Espero que esta
sesión les haya gustado. Este Bill representa un reto, tanto para la Seele como
para mí. Iremos viendo como se desarrolla la trama.
Besos y muchas
gracias por leer.
Siempre en amor.
Anyara
me siento rara,como ansiosa.Tengo la manía de apropiarme,de vivir los personajes.Y saber a Bill como parte de algo nuevo,algo que me hará vivir una nueva experiencia,me da ansias. Conste,tengo los pies sobre la tierra...pero soy una soñadora.
ResponderEliminarUy, Maya, no sabes cómo te entiendo. Recuerdo que al escribir una de las historias que tengo (en la que como un mini homenaje a mí misma, la protagonista lleva mi nombre), al terminar el capítulo me sentí como si cayera en un abismo; por un segundo sentí que la realidad y la ficción se mezclaban al punto de confundirme y fue increíble y a la vez terrorífico :D
EliminarMuchas gracias por leer y acompañarme con esta historia ♥
Ya me lo imagino.Si yo que lo leo me siento así,cómo será para ti,que le das vida a lo tienes en el corazón ? es una hermosura.
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