lunes, 21 de enero de 2013

Cápsulas de Oro - Capítulo IV



Capítulo IV
.
Tomaba algunas notas en tanto mi paciente terminaba de fumarse el cigarrillo que le había traído. Me pareció que aquel era un momento tan esperado para él, que no quise interrumpirlo.
—¿No tienes preguntas hoy? —quiso saber.
Lo miré. Su postura era la habitual, permanecía sentado en el sillón con un pie sobre éste y abrazando su pierna contra el pecho.
—Claro que las tengo —contesté, volviendo a mis notas para que él no controlara mis actos.
—¿Por qué no las haces? Llevamos aquí cerca de diez minutos —insistió, volviendo al cigarrillo y a lo que sería su última calada.
Volví a mirarlo, esta vez sin levantar la cabeza. Al parecer quería hablar.
—¿Qué quieres contarme? —le pregunté, sabiendo que habíamos dejado pendiente el tema del daño.
Me miró un instante y luego apagó el cigarrillo con calma, mucha calma.
—Eres tú la que tiene que preguntar.
—Ya lo estoy haciendo —lo miré más directamente, preguntándome si estaría tratando a una persona realmente enferma. Me regañé mentalmente, yo tenía la obligación de ceñirme a los hechos— ¿Qué quieres contarme?
Él evitó mi mirada, paseándola por la habitación.
—Todas estás habitaciones son tan blancas —dijo.
—¿Te molesta el color blanco? —le pregunté.
Se quedó pensando un momento, aún sin mirarme.
—Me molesta el concepto.
—El concepto —intenté mantener su atención.
—Sí… blanco, inmaculado, intachable… perfecto… —parecía desilusionado.
—¿Te molesta la perfección?
—No —se apresuró a aclarar, mirándome nuevamente—, me fascina…
Se quedó en silencio, pensando. Sus ojos ya no me miraban a mí, parecían mirar un recuerdo.
—Bill —llamé su atención, pestañeó— ¿Por qué te molesta entonces?
Se giró hacia la ventana.
—Porque se diluye con demasiada facilidad —sentenció.
—¿Hablas de cosas o personas? —pregunté, notando el entusiasmo que iba creciendo en mí ante la fluidez que estaba teniendo esta sesión.
—Las personas también son cosas… a veces —en ese momento volvió a mirarme—¿No?
—Te refieres a que son utilizadas —intenté aclarar.
Él se encogió de hombros y volvió la vista a la ventana. El diálogo parecía estar muriendo y no podía permitirlo.
—Sabes que las personas perfectas no existen, ¿verdad?
—Oh, sí existen —sonrió con cierta ironía. Parecía tan tranquilo.
—¿Eso crees?
Bajó la pierna que tenía sobre el sillón y estiró la espalda, luego se puso en pie.
—No hemos terminado —le aclaré.
—Ya lo sé… necesito moverme—noté como miraba de reojo a la puerta.
No pude evitar sentir cierto desasosiego. Él se acercó hasta la ventana y observó el pequeño parque interior.
—Cuando tenía cinco años tuve una novia —sonrió—, se llamaba Alice —lo escuché pacientemente, esperando por lo que deseaba contarme—. Yo le llevaba caramelos y Tom se enfadaba porque decía que esos caramelos podían ser para él, que yo no tenía porque dárselos a una desconocida.
—¿Te causaba problemas con tu hermano? —pregunté, intentando comprender.
—No en realidad… —aún sonreía— es que a Tom también le gustaban los caramelos, y ella, claro.
Se silenció. Esperé un momento, pero no continuó.
—¿Y por qué me cuentas esto? —lo insté.
Bill se giró hacia mí, parecía algo desorientado, como si sus pensamientos hubiesen viajado muy lejos.
—Alice… —murmuró, volviendo a nuestra conversación.
—Sí, Alice.
—Ella me parecía linda —continuó—, era lo más bonito y perfecto que había visto hasta ese momento…
—¿Y qué pasó?
—Un día en el descanso de las clases la encontré regalándole los caramelos, que yo le había dado, a otro niño.
—¿Y qué sentiste con eso? —interrogué.
Se encogió de hombros.
—Que ella fue perfecta para mí hasta ese momento —expuso. Yo asentí lentamente, intentando comprender su punto—. Como tú ahora.
Noté la tensión en mi estómago.
—¿Yo?
—Sí, aún no te conozco, todavía me pareces perfecta —declaró.
Bajé la mirada, escribiendo aquello en mis notas con muy mal pulso. Si buscaba ponerme nerviosa, lo había conseguido.
—Bueno… en la sesión anterior me hablabas de cosas que te hacían daño —desvié el tema.
—No hablaba en realidad —me aclaro. Volví a mirarlo.
—Pero lo haríamos… —estuve a punto de agregar un ‘¿no?’, pero me pareció que cederle una pregunta sería lo peor que podía hacer. Al parecer debía comenzar a repasar mis libros de segundo año, porque se me estaban haciendo cuesta arriba las sesiones.
—No quiero hablar de eso —volvió a enfocarse en el jardín.
Y otra vez estábamos en un callejón sin salida.
—Como quieras, mientras menos hables conmigo, más tiempo estarás aquí —casi me mordí la lengua cuando terminé de hablar. Él me miró, y yo clavé la mirada en una nota imaginaria que comenzaba a escribir.
—Así tendrá que ser —contestó.
Sentí como caía en mi espalda el peso del error que acababa de cometer.
Un pesado y poco adecuado silencio se produjo entre ambos. Volví a mirar a mi paciente. Puse en la balanza una idea que acababa de tener para romper la capa de hielo en la que nos habíamos envuelto.
—¿Has salido a pasear hoy? —pregunté, deseando que su respuesta fuese negativa.
—Sí —respondió, echando por tierra la primera fase de mi plan. Así que arrojé la segunda carta a la mesa de juego.
—Podríamos seguir con la sesión en el parque —me arriesgué. Él no respondió—… con un cigarrillo.
Sus brazos estaban cruzados contra el pecho y noté la forma en que sus hombros se tensaron ante mis palabras. Había dado en la diana, aunque no había merito en ello, ya conocía la debilidad.
—¿Está permitido? —preguntó.
—No estás registrado como paciente peligroso —le aclaré.
Él comenzó a reír. Al principio lo hizo suavemente, pero la risa se fue convirtiendo en una carcajada, y luego en varias, que no eran precisamente de alegría. No pude evitar que se me erizara la piel.
—Bill —le hablé, pero él no dejaba de reír— ¡Bill! —insistí poniéndome en pie.
En ese momento la puerta se abrió. El enfermero que había fuera consideró que debía entrar.
—¿Todo bien doctora Lausen? —me preguntó, sin quitar la mirada de mi paciente.
Por una fracción de segundo, dudé. Observé a Bill, que se había silenciado, y miraba al suelo con una sonrisa extraña.
—Sí, todo bien —me apresuré a responder—. Saldremos al parque —anuncié. El enfermero pareció contrariado, pero aún así, se limitó a aceptar.
—Muy bien.
—¿Vamos Bill? —pregunté.
Él me observó atentamente. La sonrisa se había convertido en un gesto sardónico.
—Vamos Seele —respondió con un oscuro tono de voz.
Pasó junto a mí al salir. Yo respiré profundamente, preguntándome si había tomado una decisión acertada.
El trayecto hasta la salida al parque lo hicimos en un hermético silencio. Me sentí ligeramente aliviada cuando el aire libre me recibió. Sólo habíamos dado un par de pasos fuera del edificio, cuando mi paciente me habló.
—Me ofreciste un cigarrillo —me recordó, el tono de su voz resultó mucho más rudo de lo habitual.
Tomé el cigarrillo en silencio y se lo entregué. Él espero, manteniéndolo entre sus dedos hasta que yo saqué el encendedor. El olor a tabaco me llenó la nariz cuando el humo comenzó a aflorar. Me resigné, yo tendría que esperar un poco más para disfrutar.
Luego de eso comenzamos a caminar. Yo retomé las preguntas.
—Háblame de la relación con tu gemelo —le pedí.
—¿Para qué? —quiso saber, alargando de ese modo el tiempo de respuesta. Era obvio que no era un novato en este tipo de conversaciones.
Se detuvo junto a un árbol y apoyó la espalda en él.
—Cuando termine nuestra sesión, me encontraré con él — le aclaré. Su mirada estaba perdida en el horizonte.
—No hay mucho que decir de Tom, es terco y muchas veces desesperante —dijo, fumando un poco más y observando a la distancia. Pensé que únicamente evitaba mirarme, pero noté como se dibujaba una leve sonrisa en su boca. Miraba a alguien.
Me giré, buscando a aquella persona. Me encontré con un chico de unos treinta años, que permanecía sentado escuchando música ¿Le gustaban los chicos? Arrugué un poco el ceño, sin poder evitar el desconcierto que experimentaba. Volví a mirar a mi paciente y él mantenía su intensa mirada en mí.
—¿Lo conoces? —quise saber, saliéndome completamente de los parámetros que yo misma me había impuesto. Dejé que mi curiosidad tomara el control.
—Hemos coincidido un par de veces —respondió con soltura.
—¿De tus anteriores intentos de rehabilitación? —era consciente de lo que esta conversación parecía.
—Sí.
Miré nuevamente al muchacho, que aún nos observaba. Cabello castaño, ojos claros. Esbelto. Por un momento me sentí como el ganso en el estanque de los cisnes.
—¿Te gusta? —pregunté en voz baja, apretando mis notas cuando me descubrí liberando la interrogante.
—Un poco.
No podía negar que me aturdía.
Quedé frente a él otra vez, e intenté buscar en mis notas un hilo para que la conversación fluyera por un camino menos escabroso. Sentí ganas de huir de ahí y darme de golpes contra alguna pared, por el papel tan patético que estaba haciendo como doctora.
—Anda, has la pregunta —me instó él, entonces lo miré.
—¿Qué pregunta? —quise salir del paso. Noté como disfrutaba del control que en este momento ejercía sobre mí, y agradecí que mi parte científica tomara el mando.
—Esa que te estás formulando ahora mismo —insistió.
Comprendí que su mayor obstáculo era la falta de control. Necesitaba tener todos los hilos en sus manos, ese era el momento en el que se sentía capaz y fuerte. Cuando eso no sucedía, se evadía con las adicciones.
—¿Responderás con la verdad? —le seguí el juego, esperando utilizar su respuesta a mi favor.
—Claro —contestó con seguridad.
Lo miré directamente, olvidando por ese instante mi reciente fallo.
—¿Por qué necesitas tanto tener el control?
La pregunta estaba hecha.
Me miró con ímpetu, casi con violencia. Sus ojos veían más allá de los míos, tal como me había pasado en algún otro momento. Su mirada parecía divagar en medio de alguna memoria.
—Porque somos animales, y necesitamos del control para ser humanos —dijo, evadiendo la mirada que probablemente le estaría dando el chico a mi espalda.
—Explícame, por favor —lo insté.
Él fumó una última vez y tiró el cigarrillo, pisándolo. Soltó el humo con calma, como si aquello lo ayudara a pensar en su respuesta.
—¿Has hecho el amor alguna vez, Seele Lausen? —preguntó de pronto. Mi primera reacción fue la de un consternado ‘que te importa’, pero mantuve a raya mi reacción emocional y dejé que hablara la profesional.
—Claro.
Él bajo la mirada y sonrió sin ganas.
—No —se atrevió a contradecirme—. Has tenido sexo, como todos. Has respondido a lo único que respondemos, a los estímulos placenteros. Somos incapaces de controlarnos y de alguna manera siempre sucumbimos a ellos.
Me miró, estaba evaluando el resultado que sus palabras habían tenido en mí.
—¿Y para qué te sirven las drogas? —pregunté. Sabía que era una pregunta que estaba dentro de lo que ameritaba la situación, pero también tenía claro que había sido un ataque directo.
Quizás, y después de todo tenía razón, sin control no somos más que animales. Comemos cuando tenemos hambre, o en este caso, atacamos cuando nos sentimos agredidos.
Se quedó en silencio. Yo sabía que había jugado en el límite. De todas formas la sesión estaba por terminar.
—Me ayudan a sobrellevar lo que no he sabido controlar —contestó finalmente.
Lo observé. Continuaba apoyado contra el árbol. Mantenía la mirada baja, mientas jugueteaba con la colilla aplastada del cigarrillo que se acababa de fumar.
—Bill…
—Sí, la sesión ha terminado —aclaró su posición, intentando anular mis opciones.
—Lo imaginé —acepté sin máscaras.
Él volvió a mirarme, alzando muy levemente el rostro, y me sonrió. Su sonrisa era amable y cálida. Cercana ¿Por qué me dejaba ver esa parte de él, cuando ya no había tiempo para explorarla?
.
Avanzaba por el largo corredor que me llevaba hasta la sala de reuniones. Bill y yo nos habíamos separado en el parque, y la imagen de su última sonrisa me acompañaba como una diapositiva que pasaba una y otra vez por mi mente. Quizás debía pensar en sesiones más largas, en las que él se abriera y el tiempo no fuese un limitante. Quizás debería plantearme hablar con el doctor Hayman y buscar nuevos escenarios para las sesiones.
Tuve que detener mis divagaciones, cuando estuve frente a la sala de reuniones. Sabía que me esperaba el tutor de mi paciente, me lo habían avisado desde secretaria.
Tomé aire, algo muy habitual en mí cuando se trataba de enfrentarme a alguien nuevo. Giré la manilla y entré. Cuando lo hice, el joven que había en el interior se puso en pie.
—¿Doctora Lausen? —preguntó. El tono de su voz era amigable y firme. También noté que se asemejaba mucho al de Bill.
—Sí —cerré la puerta— Tom Kaulitz ¿no? —pregunté, terminando con las presentaciones y rompiendo de ese modo el hielo.
—Sí, ese soy —aceptó, sonriendo con el mismo deje amable y cálido de su gemelo.
.
Continuará…
N/A
Aquí, con otro capítulo más y otra sesión. La historia es un tanto lenta, pero va recogiendo puntos de vista y dejando pistas que deben recordar. Espero que les haya gustado.
Un beso y muchas gracias por leer.
Siempre en amor.
Anyara.

2 comentarios: