Capítulo V
.
El lápiz se movía inquieto entre mis dedos, mientras
repasaba las notas que acababa de tomar sobre mi paciente. Su hermano me
observaba, su mirada estaba puesta en mí como si tuviese que deliberar algo. Lo
observé. Tom pareció aún más atento, haciendo más obvia su preocupación.
—Según lo que me explica —comencé— los cambios en Bill han
sido paulatinos.
—Sí —aceptó Tom. Notaba como intentaba cooperar, pero
entregando la información justa.
—¿No notó nada relevante? ¿Nada que marcara una diferencia
en su conducta? —insistí, mientras continuaba moviendo el lápiz entre mis
dedos.
Tom se dejó caer en el respaldo de la silla, un gesto que
había repetido varias veces cuando tenía que darme alguna respuesta. No pude
evitar hacer un pequeño análisis de eso: tomaba distancia.
—No en particular. Nuestro trabajo es voluble, tiene
momentos altos y bajos —se encogió de hombros. Su mirada se posaba en los
objetos a su alrededor—. En ocasiones no tenemos tiempo ni para dormir, y en otros
contamos con todo el tiempo del mundo—entonces me miró—. Como comprenderá los
estados de ánimo fluctúan mucho.
—Claro —acepté, escribiendo aquello en mis notas.
Él se mantuvo en silencio en tanto yo terminaba de apuntar.
Sus manos permanecían unidas sobre su regazo y hacía chocar los dedos índices
entre ellos. Parecía inquieto. Medité si correspondía hacerle una pregunta
personal.
—¿Le puedo hacer otra pregunta? —interrogué.
—Adelante —me invitó con un gesto de su mano.
—¿Usted fuma?
—Sí —su respuesta fue acompañada de un mohín que mostraba
cierta sorpresa.
—¿A qué edad comenzó a hacerlo? —continué.
Él se sentó erguido nuevamente, apoyando ambos brazos en la
mesa.
—¿Está tratando de analizarme? —preguntó, con una sonrisa
socarrona.
—No, intento ayudar a su hermano —aclaré.
—Gemelo —me aclaró él. Yo sonreí y bajé la mirada.
—Gemelo.
—¿Qué es lo gracioso? —quiso saber, en su tono había cierta
molestia.
—Que él me hizo la misma aclaración —escribí aquello.
—Mmm… —volvió a recostarse en la silla.
—Tom, dígame ¿Cuál es la actual relación que tiene con… su
gemelo? —me sonrió suavemente, aceptando el golpe. Podía notar en él una
frescura que no poseía Bill, o al menos no mostraba.
—¿Eso también se lo ha preguntado a él? —quiso saber.
—No —negué con un gesto.
Pareció meditar su respuesta, y pude constatar que el
control también hacía mella en él.
—Bill está enfadado —se encogió de hombros—, siente que lo
he traicionado al meterlo aquí.
—Comprendo —agregué eso a mis notas.
Una pequeña pausa se produjo en nuestra conversación. Luego
él habló.
—¿Cómo lo ve?
—No puedo dar una evaluación, aún es muy pronto —contesté
con sinceridad. Tom apretó ligeramente los labios—. En cuanto saque algo más en
claro, le avisaré —ofrecí, esperando que él también confiara más en mí.
—Bien.
—De todas maneras, cualquier dato que recuerde será
importante —le expliqué—. Necesito que Bill quiera hablar.
Tom asintió en silencio. No parecía querer aportar nada más.
—¿Tiene alguna otra pregunta? —quise saber, él negó.
Entonces me puse en pie—. Si le parece bien, podemos dar por finalizado este
encuentro.
De ese modo ambos caminamos hacia la puerta. Una vez en el
pasillo, Tom me habló.
—Bill siempre fue muy alegre —me detuve y me giré hacia él
cuando lo escuché, prestándole la atención necesaria—, siempre lo ha sido —la
pausa me hizo temer, pensé que dejaría de hablar, pero a pesar de ello, esperé—
…cuando teníamos diecisiete, pasó una semana entera sin hablarme más que para
lo necesario, eso es muy extraño en él. Supe que le había pasado algo, pero
nunca quiso decirme qué… de hecho, nunca aceptó que hubiese un algo.
Me sentí emocionada. No sabía qué era lo que tenía en este
momento, pero estaba segura de que era más de lo que había conseguido en las
sesiones que había tenido con mi paciente.
—Muchas gracias Tom —le extendí la mano, esperando ocultar
la alegría desmesurada que tenía ahora mismo. Una alegría poco apropiada de
enseñar.
—No me las dé —estrecho mi mano—, quiero que mi hermano esté
bien.
.
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La habitación está sumida en la oscuridad. Hace horas que ha
anochecido, y aunque he intentado dormir no lo consigo. Tiro de la manta que me
cubre en la cama. Intento protegerme del frío que me atenaza, pero sé que es
inútil ya que es un frío que nace dentro de mí. Es mi cuerpo inservible y
codicioso el que no se calma, el que tiembla.
Aprieto los parpados en un intento por encontrar ese limbo
que visito cuando el sueño me vence, pero sé que será imposible. Esta noche
será una de aquellas en las que no podré rescatar a mi pobre alma de la
angustia.
Respiro agitado, puedo escuchar mi respiración como la de un
animal perseguido. Me cubro la cabeza con la manta, mis manos la sueltan con un
temblor errático.
—Mierda —me quejo, casi sin separar los labios, con los
dientes apretados y la mandíbula tensa.
¿Cuánto falta para que amanezca? ¿Cuántas horas para la
siguiente dosis?
Me ovillo un poco más en la cama. Siento miedo de abrir los
ojos. Sabía que este temor me aferraría, lo presentía desde hacía horas. No
quiero que ella aparezca otra vez, no quiero que me toque. Noto el aire helado,
me duele la nariz al respirar, la garganta.
—No, por favor… —suplico al silencio.
Mi cuerpo tiembla con tanta fuerza, que apenas puedo
mantener la posición. Y entonces siento su mano sobre mi hombro. Mi garganta oprimida
por el frío se abre en un grito que la rasga. Y mi espalda choca contra la
pared dolorosamente. Huyo de ella.
.
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Escuché un sonido suave e insistente. Me hundí un poco más
en la almohada, esperando a que ese ruido molesto cesara, pero no lo hace. Un
instante después, mi mente va comprendiendo que se trata de mi teléfono y logro
reaccionar.
—¿Si? —pregunto con muy poca voz.
—¿Doctora Lausen? —escuché a un hombre al otro lado de la
línea, pero a pesar del esfuerzo que hice no logré reconocerlo.
—Sí, ¿quién habla?
—Llamo del centro de reposo —la voz del hombre parecía
controlada, pero podía notar la tensión en ella. Me senté en la cama, esperando
despejarme—, hay un paciente suyo que nos está ocasionando problemas.
Pestañeé al encender la luz de la mesilla para mirar la
hora. Las dos treinta y cinco de la madrugada.
—Voy para allá —le avisé. Iba a colgar cuando lo escuché
hablar otra vez.
—No es necesario que venga podemos someterlo con algún
medicamento, pero necesitamos su autorización —me explicó.
—¿Someterlo? —repetí, incomoda por aquella palabra. De
pronto en mi mente apareció la imagen de mi paciente envuelto en una camisa de
fuerza, y me resultó inadmisible— Espérenme, estaré ahí en media hora.
—Bien —escuché la voz cortante al otro lado.
Me levanté y me puse lo primero que encontré. Nada de
tacones o blusas delicadas. Algo muy casual. El tráfico de esa hora en Los
Angeles hizo el resto, permitiéndome llegar más o menos en el tiempo
estipulado.
Cuando estuve ahí, el guardia que custodiaba la entrada por
la noche me permitió pasar sin problemas. El resto del recorrido lo hice casi
corriendo. Nunca había estado frente a una emergencia psiquiátrica que
estuviese bajo mi responsabilidad. Apreté el teléfono en mi mano, preguntándome
si debía avisar al doctor Hayman.
Cuando llegué a la última puerta que debía cruzar pasé la
tarjeta por la cerradura. Ésta se abrió y por un momento no se escuchó otra
cosa que el suave eco de mis pisadas.
—Buenas noches —me saludo el guardia que reemplazaba a Brett.
—Buenas noches, soy la doctora Lausen —me expliqué de
inmediato, esperando ahorrar tiempo.
—¿Tiene su identificación? —me preguntó. Comprendí que no me
permitiría saltarme el protocolo. Le extendí la tarjeta con la que había
abierto la puerta. En ella aparecía mi foto y mi número interno. El hombre me
miró para comprobar que se trataba de mí y yo le sonreí, conteniendo la mueca de
fastidiada diversión que me sentí tentada a hacer— Bien —dijo, y comenzó a
escribir.
—¿Qué sabe del paciente de la habitación ocho? —pregunté,
observando a la distancia por el pasillo.
—Que no deja dormir a los demás —me aclaró, entregándome la
tarjeta y extendiendo el libro en el que había apuntado mis datos, para que lo
firmara.
—¿No ha dejado dormir? —insistí con las preguntas.
—Eso me dijo un enfermero que salió a fumar —se explicó.
Firmé. Me sentía preocupada y esperaba que la situación no
me desbordara. Sabía que podía pedir que le inyectaran al paciente algún
calmante, pero ¿Sería eso un avance?
—Gracias —me dirigí al hombre y comencé a caminar a paso
rápido, agradecida porque las zapatillas que calzaba me lo permitieran.
Poco antes de llegar al final del pasillo, y tener que tomar
el único camino hacia la izquierda, escuché un grito que aunque lejano sonaba
estridente. Por un momento ralenticé el paso ¿Había sido ese un grito de Bill?
Volví a retomar el camino con más decisión. Sabía que los
pacientes en estadios cuatro, y aún más en el cinco, presentaban crisis a la
hora de dejar sus adicciones. Sabía también que no tenía experiencia en esto.
—¿Doctora Lausen? —se dirigió a mí uno de los enfermeros.
Por el tono de su voz, presumí que era quién me había llamado.
—Sí.
Ambos caminamos en dirección a la puerta de la habitación de
mi paciente. Observé por la mirilla y vi a Bill sobre la cama, arrinconado
contra la pared. Otro auxiliar se le acercaba.
—¿Qué le va a hacer? —pregunté con cierto punto de
indignación. El cuerpo del hombre no me permitía ver el rostro de mi paciente.
—Intentar sacarlo del rincón en el que está. Usted se negó a
que lo medicáramos —contestó.
Ambos fuimos testigos de cómo el auxiliar tocó la manta con
la que Bill se cubría, y del grito que ese gesto provocó.
—¿Cómo se suponía que iban medicarlo? —le pregunté al
encargado junto a mí— ¿disparando dardos?
Le solté la ironía sin pensarlo demasiado. Desde luego,
inyectarlo en el estado en el que estaba no parecía una tarea fácil. La
alternativa, según yo lo veía, pasaba por la fuerza y no era algo que
aplicáramos habitualmente. Este no era cualquier centro. Giré la manilla y
entré.
—Doctora, no creo que sea prudente —escuché la voz de mi
acompañante.
—¿Y para qué me llamó entonces? —pregunté, dejando que
saliera mi mejor parte médica. O al menos era lo que yo creía.
—Peter —le habló al otro hombre. Éste se alejó de mi
paciente, pero no salió de la habitación.
Sólo en ese momento pude ver a Bill. Estaba encorvado y
temblaba. Sus manos metidas bajo la manta la apretaban a la altura de su
barbilla. Tenía la cabeza agachada, pero sabía que de reojo miraba a quien se
le acercara. Di un pequeño paso hacia él, esperando por su reacción. No gritó,
al parecer no lo hacía si no querías tocarlo, pero se pegó más aún a la pared.
—Bill —le hablé con suavidad. Él movió la cabeza—… soy la
doctora Lausen —por un momento pensé que me respondería, pero sólo conseguí que
se ocultara más. Avancé un paso, y él respiró con fuerza—… soy Seele —volví a
insistir, esta vez buscando su mirada con la mía. Él quiso responder, pero no
alcanzamos a hacer contacto.
—No, no, no, no —comenzó a negar de forma reiterada.
—No qué, Bill… soy Seele… —insistí.
Lo cierto es que me estaba costando separar a la persona de
la profesional. Verlo tan vulnerable y de alguna manera dolido, me costaba. Me
había acostumbrado a encontrarlo con la coraza siempre en alto.
Noté como se tensaban los músculos de su rostro, y el
esfuerzo que estaba haciendo por no temblar. Parecía buscar la fortaleza
necesaria para mirarme a los ojos. Quise acariciarle el cabello, pero me
contuve. Cuando finalmente me miró, pude ver su lucha. La realidad, y la
angustia de una fantasía de su mente peleaban dentro de él. Bill estaba
exhausto.
—Dime qué pasa —hablé con sutil seguridad.
—No la ves, ¿verdad? —me preguntó, para luego asegurar—
Nunca la ve nadie.
—Sólo la ves tú —aseguré, sabiendo que hablaba de su ilusión.
Él asintió— ¿Te hace daño? —le pregunté.
Negó suavemente. Luego su voz brotó como un dictamen.
—Soy yo quien se lo hace… siempre… todo el tiempo…
En ese momento comprendí la profundidad de su mirada. Bill
se sentía reflejado en la maldad.
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Continuará…
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N/A
Hola a todas.
Este capítulo ha
tenido un poquito de todo, espero que se comprendieran bien las diferentes
partes. A ver cómo continuaremos, creo que Seele tiene más material para
ayudarse.
Besos y muchas
gracias por leer.
Siempre en amor.
Anyara
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