Capítulo VI
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Estaba tomando apuntes en mi portátil. El episodio que había
protagonizado mi paciente durante la noche, era algo importante dentro del
estudio que estaba efectuando. Mientras describía el tipo de alucinación que
parecía tener, no pude evitar distraerme recordando la forma en que sus ojos me
miraban. Sentía temor de sí mismo y de lo que podía ocasionar a alguien, pero
yo no sabía a quién ¿Alguna novia con la que había roto? ¿Alguna amiga de la
infancia?
Rebusqué en mi bolso y saqué los cigarrillos. Encendí uno, y
mientras el humo de la primera calada ascendía mis ideas iban con él. Miré por
la ventana, el día mantenía un extraño color gris para tratarse de Los Angeles.
De pronto la puerta se abrió y me giré en esa dirección,
sobresaltada.
—Oh, lo siento —dijo un hombre joven que traía en sus manos
un maletín.
—Oh, no… la que lo siente soy yo —aclaré, apagando el
cigarrillo—. Será tu turno.
Había olvidado el tiempo que llevaba en aquella oficina, que
era comunitaria para los estudiantes que veníamos a tratar pacientes.
—Puedo volver luego —insistió el chico, mirando la hora en
su reloj.
—No, ya está —despejé la mesa y tome mi bolso, lista para
salir.
Le dediqué una sonrisa cortés al pasar junto a él, y salí de
la oficina decidida a seguir con mis notas en la cafetería.
Encontré un rincón apartado. Me dispuse a continuar luego de
beber de mi café. Estaba amargo, pero era lo que necesitaba.
“Episodio psicótico
medio. El paciente presenta una confusión de la realidad. Se esfuerza por
mantener la lucidez…”
Llegando a ese punto, y como tantas otras veces, tuve que
detenerme. Miré por la ventana que había a mi izquierda, perdiéndome en las
divagaciones de mi mente ¿De quién estaría hablando? ¿Qué había en aquella
mujer que lo hacía odiarse tanto?... ¿Habría despertado ya?
—Buenos días Seele —escuché junto a mí. Era el doctor
Hayman.
—Buenos días —respondí en cuanto me encontré con su mirada.
—Hoy no tienes sesiones, ¿o me equivoco? —indagó.
Cerré mi portátil.
—No se equivoca —acepté, comprendiendo que esta era la parte
en la que tenía que informarle de lo sucedido a mi paciente.
—¿Quieres que hablemos en mi oficina? —preguntó.
—No hay mucho que decir —me puse en pie—, mi paciente tuvo
una crisis por la madrugada—recogí mis cosas—. Ahora iba a ver cómo seguía.
—¿No tenías turno en el hospital hoy? —consultó, caminando
conmigo fuera de la cafetería.
—Es mi día libre —le aclaré.
—¿Y lo vas a pasar aquí?
Dude un momento.
—Sí.
Me observó, y luego volvió a hablar.
—Seele, eres una buena estudiante, aprecio que te dediques
de este modo a tu trabajo —no pude evitar sentirme como una niña regañada—,
pero me parece que tienes un caso complicado entre manos.
—Puedo con él.
—¿Estás segura? —preguntó, deteniéndose.
—Sí —afirmé, con una convicción que esperaba llegar a tener.
Él me evaluó un momento. Parecía estar observando en detalle
mi seguridad. Agradecí el haber descansado algunas horas antes de volver.
—Bien, pero si tienes cualquier duda quiero que me la
comuniques —me pidió.
—Eso haré.
Ambos nos separamos en el pasillo, tomando caminos opuestos.
Sabía que debía ir con cautela en el caso. Hacer las preguntas correctas. Me
recordé el tener la mente fría, cuando estuve frente a la habitación de Bill.
El enfermero que la custodiaba era el de la mañana.
—¿Qué tal está? —pregunté.
—Ha despertado hace un rato. Le administramos la dosis de
medicación que usted indicó —fue el informe que recibí.
—Bien. Voy a entrar.
Lamentaba el haber tenido que inyectarle un tranquilizante,
pero el estado en el que se encontraba no me había dejado otra alternativa.
Ahora sólo me quedaba indagar en su mente con la información que su crisis me
había dejado.
Toqué la puerta dos veces y esperé un par de segundos. Cuando
abrí encontré a Bill mirando por la ventana, de espalda a la puerta.
—Buenos días —saludé, intentando mantener un tono cordial.
—Si tú lo dices —fue la respuesta que recibí. No me
extrañaba.
—¿Cómo te sientes? —pregunté, dejando la puerta entreabierta.
Él no respondió— Necesito mirarte las pupilas —le avisé.
Bill se giró hacia mí de forma refleja, como si aquello
fuera una parte más de una rutina para él. Sus ojos me miraron vacios.
—Tendrás que sentarte —le pedí. Este día no me sentía de ánimo
para llevar tacones, y él me quedaba demasiado alto para mirar bien sus ojos.
Bill obedeció, acomodándose en una esquina de la cama. La
luz que entraba por la ventana era suficiente para lo que necesitaba ver.
Pupilas ligeramente dilatadas, bulbo limpio.
—Bien —dije, ante el examen—. Ahora sigue mi dedo —le pedí,
posicionándolo frente a sus ojos.
—¿Tienes miedo? —me preguntó entonces.
Moví el dedo a mi derecha y él lo siguió.
—No ¿Por qué lo preguntas? —moví mi dedo a la izquierda.
—Has dejado la puerta abierta —notaba la forma en que
buscaba seguridad.
—Oh, eso… —sonreí suavemente. Mi dedo volvió al centro de su
mirada y entonces sus ojos se enfocaron en los míos.
—Sí, eso —se veía algo demacrado.
—Pensaba invitarte a pasear, a tomar un poco de aire —respondí
con sinceridad. El aire fresco le vendría bien para relajarse. Además, nuestra
última sesión en el parque había resultado productiva.
Él bajó la mirada.
—No me parece buena idea —dijo, alzando ambas manos hasta su
cabello, peinándolo con los dedos.
—¿Por qué no? —insistí, buscando nuevamente su mirada. La
encontré por un segundo, tímida y renuente. Se puso en pie.
—No quiero que me vean, ni ver en los rostros de todos allá
afuera: ahí va el loco que no deja dormir —se sinceró.
—Eso es lo bueno de los cambios de turno —lo animé—, nadie
ahí fuera estuvo aquí anoche —me miró, parecía estar planteándose mis
palabras—. Además, a todos nos pagan un sueldo por tratar a locos como tú —le
sonreí.
Esperaba suavizar el punto de vista que tenía sobre sí
mismo. No me esperé que la pequeña sonrisa que se marcó en sus labios me
emocionara tanto. Desvié la mirada un segundo, recomponiéndome, antes de volver
a observarlo.
—Bueno ¿Qué me dices? —pregunté.
Bill asintió, avanzando hacia la puerta.
—Me vendrá bien un poco de aire —aceptó.
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Recorrimos el parque en silencio. Bill, contrario a lo que
me había dicho en la habitación, no parecía querer ocultarse de las personas.
Pude interpretar eso como un esfuerzo por sobreponerse a sus circunstancias.
Aquella actitud abría aún más mi curiosidad.
—Tú hermano… gemelo… vendrá a verte más tarde —le expliqué,
buscando entablar una nueva conversación.
Bill arrugó un poco el ceño.
—¿Se ha enterado? —preguntó, manteniendo un tono neutral en
su voz.
—Es obligación del centro avisar al tutor —le aclaré.
—¿Se lo dijiste tú? —continuó preguntando.
—No.
Hubo un instante de silencio. Bill se sentó sobre el
respaldo de un banco. Había escogido un sitio apartado para nuestra
conversación. Miró al enfermero que nos acompañaba a poca distancia, y rió con
cierta ironía.
—Una de las cosas que más me gustó de Los Angeles, fue la
ilusión de libertad —comenzó a decir.
—Te escucho —me miró por un momento. Tenía la sensación de
que Bill siempre estaba midiéndome, como si me evaluara para saber si podía
decir más.
—Estaba harto de los guardaespaldas, y aquí ya no los
necesitaba —se encogió de hombros.
Miré al enfermero.
—No puedo hacer nada —dije.
—Ya lo sé.
Su mirada se quedó fija en un punto en la hierba. Yo intenté
dilucidar qué veía.
—¿Qué pasó anoche Bill? ¿Una pesadilla?—pregunté finalmente,
y esperé.
—Se podría decir que sí —afirmó.
—¿Sueles tener esa pesadilla a menudo? —continué, deseando
que la fluidez de nuestra conversación no se rompiera.
—Es como vivir con ella —continuaba mirando la hierba.
—Cuéntame quién es esa chica, la de tus pesadillas —insistí.
Bill me miró.
—Las personas necesitan poder guardar
sus secretos Seele —habló con calma. Su voz era pausada, y logro filtrarse en
mí de forma incisiva.
Supe que tenía razón, y en ese momento
comprendí que debía cuestionar mi propia determinación.
—Lo comprendo —dije con sinceridad—,
pero cuando los secretos te hacen daño necesitas contarlos.
Sus ojos no abandonaban los míos. Mantenía
una expresión cálida, pero cansada.
—A veces te miro, y me pregunto si
puedo confiar en ti —sus palabras parecieron empujarme a huir.
Había tanta emotividad en ellas. Sabía
que yo misma estaba en un límite desconocido. No había experimentado, hasta
ahora, una cercanía emocional con ningún paciente. Y aunque ésta recién
comenzaba, era peligrosa. Pero era un reto. No se ganan los retos huyendo de
ellos.
—Soy tu doctora, puedes confiar en mí
—argumenté.
—Sí, por tu título sé que debería ser
así —bajó la mirada nuevamente.
—Cuéntame sobre esa chica.
Él negó con un gesto.
—¿Es alguien de tu pasado? —insistí,
pero él no respondió— Tom dijo que algo te había pasado cuando tenías unos
diecisiete años.
Se puso de pie, molesto.
—¡Tom no sabe nada! —exclamó. El
enfermero se preparó para intervenir. Yo le hice un gesto con la mano para que
no lo hiciera.
—Sí, dijo que jamás se lo habías
contado —continué— ¿Por qué no se lo contaste?
Bill me miraba. Respiraba agitado, y
daba la sensación de querer confesar algo terrible.
—No puedo.
—¿Por qué?
Apretó los labios. Sus fosas nasales se
abrían y cerraban por la fuerza de su respiración. Por un momento temí que
tuviera otro episodio.
—¿Cómo le dices a tu gemelo, a esa
persona que eres tú mismo… que todos tus deseos y tus ilusiones, y las suyas
claro, se han evaporado? —preguntó.
—¿Qué evaporó tus ilusiones, quién? —me
mantuve atenta, esperando a que su límite se mostrara.
Me miró fijamente. Me miró y su
tristeza comenzó a estrujarme el pecho. Soltó el aire, como si se tratara de un
último aliento, y casi hago lo mismo.
—Ella… ella, y lo que le hice
—contestó.
—Le hiciste daño —dije, ajustándome a
su propia declaración.
—Sí —respondió escueto.
—Cuéntame Bill —me acerqué un poco más
a él.
—No… no, no, no —comenzó a negar,
acentuando la negativa con un gesto. Por un momento temí que volviera al estado
en el que lo había encontrado durante la madrugada.
—Tranquilo —dije, sosteniendo su
antebrazo izquierdo. Buscando darle un ancla en medio de su temor.
—Estoy cansado… quiero dormir —habló
algo más calmado.
En ese momento comprendí que la raíz de
su problema parecía estar relacionado directamente con esa chica.
—Si tomas tranquilizantes para dormir,
no sueñas —aseguré.
Él se encogió de hombros.
—Al menos no recuerdo los sueños
—aceptó.
Resultaba lógico que luego necesitara
estimulantes para anular el efecto de los tranquilizantes.
.
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Benjamín me observaba desde el otro
lado de la mesa, mientras yo me comía la barra de cereal que me había traído.
Le había contado parte de lo que sucedía con mi paciente, pero principalmente
le había hablado de mis inquietudes.
—Seele, creo que no te estoy
entendiendo bien o es que tienes la boca llena —comenzó a hablar— ¿Me estás
diciendo que tu paciente te emociona?
—Bueno… algo así —acepté, aún
masticando el último trozo de mi barrita.
—Mmm —hizo un sonido especulativo—…
tienes claro que no te puedes involucrar emocionalmente ¿No?
—No es esa clase de sentimiento —quise
aclararle—, es… bueno… es como algo que —de pronto me sentí absurda, sin
encontrar adjetivos— …otra cosa.
Benjamín se limitó a mirarme.
—¿Qué? —pregunté, inquieta.
Él suspiró.
—¿Te das cuenta que no lo puedes
definir? —me preguntó.
—No es fácil de definir —me defendí,
poniéndome en pie dispuesta a seguir con mi mañana de trabajo.
—¿Por qué?
Ahora suspiré yo.
—Ya te lo he dicho —volví a sentarme
frente a él—, es un paciente con adicción en estado cuatro, pero parece tan
entero y seguro, aunque frágil también… y hasta dulce…
—Seele.
—¿Qué?
—¿Tú te oyes?
—Que no, Benjamín —me puse en pie—, que
no me gusta. Es sólo que me causa… curiosidad.
—Si no supiera lo racional que puedes
llegar a ser, diría que te estás mintiendo a ti misma —dijo, con una risa
demasiado rígida para ser de alegría.
.
Continuará…
.
Bueno,
aquí estamos con un capítulo más de Cápsulas. La historia se tiene que
desarrollar poco a poco, y como base principal tiene que usar la confianza que
lleguen a tenerse paciente y médico. A ver cómo sorteamos esto.
Espero
que les vaya gustando y que me dejen sus impresiones.
Muchas
gracias por leer.
Siempre
en amor.
Anyara
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