domingo, 24 de marzo de 2013

Sonidos de mi mente - Capítulo II


Capítulo II
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Ese complaciente aroma a limón que aún recordaba de mi sueño volvió a filtrarse por mi nariz, y me sentí de pronto emocionado, anhelando ir más allá. Avancé con rapidez hasta la entrada de aquella tienda, y no supe qué era lo que me hechizaba del lugar pero quería recorrerlo con ansia. Miré a Tom, esperaba encontrarlo tras de mí. Deseaba compartir esta fascinación pero él aún estaba en la puerta, apenas la había cruzado y se mantenía pegado a la parte interior de aquella reja de metal.
—¿No vas a entrar? —quise saber, con cierta curiosidad.
Tom me miró y supe que le pasaba algo. Regresé hasta él pero antes de que llegara, hizo una mueca de fastidio.
—Ve tú —me indicó con un gesto de su mano— …estos lugares me aburren.
De todos modos me acerqué.
 —Pero acordamos no separarnos —le recordé.
Se encogió de hombros.
—¿Qué te puede pasar ahí Bill? En este lugar sólo te encontrarás con alguna ancianita que no podrá hacer nada más que mirarte —intentó bromear.
—No es eso idiota —reí, aunque no dejaba de preocuparme la extraña reacción de Tom.
—Además, ese sitio debe de oler a viejo —continuó—, por eso han puesto tanto ambientador con aroma a limón.
Abrí los ojos, y lo observé sorprendido, mientras él rebuscaba entre sus bolsillos.
—¿Es ambientador? —quise saber.
Me miró, extrañado.
—Eso creo —se encogió de hombros.
Volví a centrar mis pensamientos, que comenzaban a divagar entre el aroma que recordaba de mi sueño y el supuesto ambientador del lugar.
—Vámonos —le dije—, ya vendremos mañana.
Me dispuse a salir. Si Tom no estaba cómodo yo no me quedaría.
Me sostuvo por el brazo. Lo miré.
—Mañana seguirá sin gustarme la tienda —aclaró.
Miré la blanca puerta hacia atrás. Quizás debía de plantearme el no venir, aunque la idea me disgustara.
—Entra —me alentó—. Yo me fumaré un cigarrillo aquí y si al terminar no has salido, entraré.
Eso me animó y creo que él lo notó, porque me sonrió ligeramente. No era lo mismo que Tom me esperase fuera, a que anduviera por ahí solo.
—Sólo será un momento —expliqué.
—No prometas lo que no vas a cumplir —me increpó, dándome un pequeño empujón en dirección a la tienda.
Así que volví a recorrer los metros que me separaban de la puerta y me adentré en el lugar.
Creo que mi capacidad para observar todo, se me hacía insuficiente para la cantidad de cosas que había. Miré a mi derecha, había unas estanterías que se apoyaban en la pared y que estaban llenas de tazas y tazones de diferentes colores y materiales; desde madera a porcelana, e incluso metal. Me quedé un momento observando una que me pareció hecha con el hueso de algún animal.
Continué caminando. Esquivé algunas mesas laterales que parecían muy pesadas. Comprendí  que serían de madera maciza. Había taburetes, pequeñas cajas de madera; relojes que no estaba seguro de si funcionaban.
Mientras miraba todo, escuché la voz de una mujer a mi espalda.
—¿Le ayudo en algo?
Cuando me giré en dirección a aquella voz, tuve que esquivar rápidamente un objeto que colgaba del techo. A continuación descubrí que se trataba de una gaita. Bajo ella encontré un brillante piano lacado, que haría las delicias de Tom. Él llevaba un tiempo practicando con ese instrumento también.
—Hola —saludé a la mujer, que me observó amablemente, manteniendo con una sonrisa cordial— Estoy recorriendo un poco —dije, cuando comprobé que no parecía conocerme.
Aquello se había vuelto algo habitual en mí, cada vez que me dirigía a un desconocido observaba su expresión para saber cómo debía comportarme y cuáles eran las normas de seguridad que debía adoptar. Poco a poco me iba convenciendo que Tom y yo estábamos seguros en el anonimato.
—Claro —aceptó ella, con la misma amabilidad— Si necesita algo, estaré por aquí —indicó un poco el entorno en el que ahora mismo se encontraba.
—Gracias—dije sin más, volviendo a observar a mi alrededor.
Me encontré con un expositor lleno de joyas, y me incliné a mirar a través del cristal. Las piezas que pasaban de la plata al oro, de las piedras a los brillantes. Algunas tenían enormes engarces. Me detuve en una cruz de oro, que poseía cuatro piedras rojas en sus cuatro puntas, supuse que rubíes. Recorrí un poco más el expositor, que tranquilamente tendría tres metros de largo, y vi un anillo de plata envejecida sobre el que se podía ver una calavera. No pensé que una pieza como esa se pudiera considerar como una antigüedad, pero al parecer sí. En ese momento mi mirada se posó en un anillo de plata no demasiado ostentoso, tenía un engarce de color azul que estaba horadado de forma que otro engarce florecía desde dentro de él, con un brillante que parecía iluminar incluso en la noche. Noté que tenía una inscripción en la cara externa que no logré leer por el desgaste. A pesar de su sencillez y de no estar seguro de lo que esperaba leer en aquella inscripción, quería ese anillo.
Me giré para encontrar a la mujer que antes me había hablado, pero no estaba a mi vista. Comencé a deambular por entre los objetos expuestos, esperando encontrarla. Me sentí observado. Miré tras de mí pero sólo me encontré con una enorme estantería, completamente llena de libros. Era tan alta que casi tocaba el techo.
Seguí buscando a la mujer.
—¿Hola? —pregunté, sin alzar demasiado la voz. Tuve la absurda idea de no querer perturbar el lugar. Había demasiadas cosas con la historia de personas que estarían muertas.
Aquel aroma a limón de mi sueño volvió, y tuve que mirar nuevamente hacia atrás. La sensación de estar siendo observado volvía también. Alcancé a ver una mano femenina que se escurría lentamente por una cortina de madera, como si deseara ser vista.
—¿Hola? —insistí.
Hubo un momento de silencio, durante el que pude ver la figura de aquella mujer pasearse con parsimonia por entre los objetos, sin que pudiese llegar a verla claramente.
—¿Qué quieres? —preguntó, con una suave pero exigente voz.
—¿Atiendes aquí? —quise saber.
—A veces…  —se iba acercando.
Moví la cabeza hacia mi derecha, intentando encontrarla tras otra cortina de madera que la escondía de mí.
—Quiero un anillo —dije, y respiré profundamente a continuación. El aroma a limón se había acentuado.
Ella tocó con sus manos el final de aquella cortina. Sus uñas iban pintadas de un oscuro color rojo. Apareció desde atrás de la cortina, como un felino al acecho.
—¿Cuál? —preguntó, en el momento exacto en que su mirada se clavó en la mía.
“Encuéntrame”.
Escuché en  mi mente y el corazón me latió impetuoso.
—El del engarce azul con el brillante —respondí.
—Te pertenezco… —susurró.
La miré, y mi corazón inquieto como estaba apenas me ayudó a sostener la voz.
—¿Qué?—pregunté, algo confuso.
Ella continuaba mirándome.
—Arien —escuché a la mujer que me había hablado al entrar. Estaba tras de mí.
La chica dejó de mirarme para enfocarse en ella. Luego de un segundo se perdió en medio de la tienda, y salió por una puerta trasera.
—Perdónela, se divierte disgustando a los clientes —me habló la encargada.
Me giré hacia ella en el momento justo en que escuchaba unos escalones de madera crujir, y deduje que la chica estaba subiendo aquellas escaleras.
—No me ha disgustado.
—Me alegro —agregó— ¿Se ha decidido por algo? —preguntó, con la misma amabilidad que había ostentado hasta ahora, incluso en el momento en que nombro a la chica.
Me quedé en silencio un instante, recordando aquel nombre que nunca había escuchado pero que me sonaba poderosamente familiar.
Arien.
—Sí —me apresuré a responder.
—¿Qué es? —insistió la mujer.
—Un anillo.
—Oh, bien —se metió la mano al bolsillo de su pantalón mientras caminaba en dirección al expositor—. Son hermosos artículos los que tenemos.
—Eso he visto —dije, más por amabilidad que por otra cosa.
La mujer se acercó a la zona de los anillos.
—¿Cuál? —quiso saber.
—Aquel, el del engarce azul —le indiqué.
 La mujer giró una llave en la cerradura luego levantó la tapa de cristal del mueble, tomando con delicadeza el anillo. Me lo extendió, y lo puso sobre la palma de mi mano. Sentí el frío metal en contacto con mi piel, como si acumulara la soledad fría soledad de muchos años en desuso.
Lo tomé entre los dedos y quise leer la inscripción.
—Tiene algo grabado —dije.
—Sí, pero no hemos podido descifrarlo —me aclaró.
Me mordí el labio, sin saber porque me resultaba tan importante saber lo que decía.
Escuché nuevamente los escalones crujir bajo unos pasos que se acercaban rápidamente. Levanté la mirada en la dirección desde la que provenían. Sabía de quién se trataba, y la ansiedad se instaló nuevamente en mi pecho.
¿Y si era ella la de mi sueño?
Se detuvo cuando volvió a encontrarse con mi mirada. Enfiló por el otro pasillo que se abría en la tienda. Llevaba un bolso cruzado sobre el pecho. Nos ignoró a ambos.
—¿A dónde vas? —le preguntó la mujer.
—Por ahí.
Respondió secamente la chica, cuyos ojos estaban fuertemente enmarcados por lápiz de color negro.
—Perdone —se disculpó la mujer.
Avanzó de forma paralela a la chica, intentando alcanzarla en aquella especie de carrera que ésta había emprendido.
—¿A qué hora regresarás?—alcancé a escuchar que le preguntó.
Pero ya no supe lo que Arien le había respondido.
El metal del anillo seguía pareciéndome frío.
La mujer volvió a mi lado.
—Lo siento —suspiró.
—¿Es su hija? —me atreví a preguntar.
—Sí, una chica en una edad difícil —respondió ella, con cierta resignación—. Aunque a los veintidós años ya no deberían serlo.
—Claro —dije, sin más.
Por mucho que quisiera comprender lo que acababa de sucederme con esa chica, no podía esperar que una confesión de madre me lo aclarara.
—Pero vamos a lo nuestro —prosiguió la mujer, componiendo nuevamente su apariencia amable de antes— ¿Lo llevará?
—Sí, desde luego —sonreí, intentando infundirle tranquilidad a la mujer mientras que acariciaba el anillo entre mis dedos.
—Por aquí —me indicó ella, y la seguí.
No había dado ni tres pasos cuando vi a Tom aparecer, por entre las piezas de aquella abarrotada tienda de antigüedades.
—Bill —me habló cuando estaba a poca distancia, y noté inquietud en su voz.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Me miró fijamente, como si buscara encontrar algo en mí que yo no entendía.
—Tengo hambre —concluyó finalmente.
Pero yo sabía que no era eso lo que le sucedía. No estaba del todo bien, quizás se le vendría uno de esas gripes estacionales. Su carácter solía agriarse cuando se acercaba alguna enfermedad.
Terminé la compra, con toda la rapidez que me fue posible. Podía notar la forma en que Tom se movía con impaciencia mientras me esperaba.
—Gracias —le dije a la mujer, que me sonrió amablemente.
—Espero que vuelvan pronto —nos invitó.
Y casi podría decir que Tom bufó fastidiado cuando la escuchó.
Salimos de ahí con tanta celeridad, que me estaba preguntando si no debería buscar a un médico para Tom.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté, en cuanto estuvimos fuera de la tienda.
—Este lugar no me gusta —contestó, tajante.
—¿La ciudad o la tienda? —quise saber.
—Ambas.
No pude pasar por alto que a medida que nos íbamos alejando de la tienda, Tom iba relajando el ritmo de su andar.
—¿Recuerdas que te dije que había tenido un mal sueño? —me preguntó entonces.
—Sí.
Comenzaba a comprender la raíz de su extraño comportamiento.
Tom se quedó en silencio un instante, evaluando lo que iba a decirme.
—Soñé que moría…
El corazón se me inquietó. La sola idea de pensar en la muerte de Tom era algo que me angustiaba.
—No quiero saberlo —corté.
El se quedó callado, y yo me sentí culpable por no permitirle desahogarse.
—Bien, cuéntame —le pedí, muy a mi pesar.
Continuará.
Un encuentro casual… un sueño… una pesadilla…
Vamos avanzando con la historia, espero que les guste y que me dejen ese ansiado comentario.
Besos.
Siempre en amor.
Anyara

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