jueves, 9 de mayo de 2013

Rojo - Capítulo XIV




Capítulo XIV
Oscuridad y silencio. No había nada más.
El tiempo se había detenido, congelando las imágenes que acababa de presenciar en un presente infinito. Mis ojos, clavados en las cortinas cerradas, seguían viendo el simulacro torturado de ese hombre que podía ser yo. Que era yo.
De pronto el universo se redujo a aquella habitación.
El mundo exterior, la vida que bullía más allá de esas cuatro paredes de piedra en las que estaba confinado, no eran más que entelequias de mi mente.
El sonido de mi propio corazón era lo único que me hacía sentir vivo. Un grito me ardía en la garganta, desgarrándola por dentro, deseando atravesar el aire viciado que debía respirar para seguir viviendo… pero me parecía imposible. Lo extraño era que no podía culpar a la mordaza de sofocar mis gritos, si no al terror  que me paralizaba por completo. Al terror y a una asfixiante tristeza.
Por un instante pensé en Tom, en su tierna mirada aquella noche en el jardín. Estaba preocupado por mí, y ahora se demostraba que con razón. Quizá tenía que haberle hablado más de esta peligrosa obsesión cuando tuve oportunidad. Ojalá lo hubiera hecho. Estaba bailando sin red al borde del abismo, sujeto sólo por una fina cadena que Nuit tenía en sus manos. Sólo una extraña fe en ella me sostenía; era esa confianza la que me impedía caer al precipicio de mis propios terrores.
Si ella me soltaba estaba perdido.               
Busqué la puerta en medio de la oscuridad. Sabía perfectamente la dirección que ella había tomado. Por un momento la imaginé regresando, envuelta en un halo de maravillosa ternura. De imposible ternura. Y me sentí aliviado.
Dejé caer la cabeza, consumido.
La atmósfera húmeda y espesa de la mazmorra se colaba por cada poro de mi piel hasta arraigar en los huesos. No podía sentir mis extremidades, ni siquiera el dolor de las heridas. Estaba entumecido, asustado, pero algo dentro de mi me pedía paciencia y luchaba por comprender. Todo lo que había vivido con Nuit hasta ese instante tenía algún sentido, aunque al principio no lo parecía. Me había dejado llevar por sus palabras, por sus caricias, y gracias a eso estaba conociendo una parte de mí que no creía posible. Recordé el sabor de su boca y me estremecí por completo, desolado. Entonces entendí que ningún castigo podía ser más doloroso que su ausencia.
Un suave resplandor apareció en el fondo de la estancia. Mis ojos estaban empañados por las lágrimas, pero creí ver como esa luz se hacía cada vez más intensa. Mi corazón dio un vuelco de esperanza.
De esa luz surgió una figura pálida y etérea, que caminaba majestuosa hacia  mi. Apenas podía distinguir su rostro, estaba deslumbrado por la blancura de su vestido y el resplandor dorado que enmarcaba su cabello. Poco a poco, mis pupilas dilatadas se fueron acostumbrando a su presencia, pero no fueron ellas las que reconocieron la esencia de este ser casi sobrenatural que se acercaba. Fue mi corazón. Era  Nuit.
Toda ella resplandecía como una llama helada en mitad de las sombras.
Cuando la tuve al frente a mí, el dolor que atenazaba mi pecho se fue desvaneciendo, permitiéndome respirar mejor. Me quedé inmóvil, contemplando su rostro de esfinge. Parecía tan suave en ese instante, tan delicada y serena, que me dolían los brazos de tanto querer abrazarla. Una lágrima rodó por mi mejilla, mansamente. Nuit siguió su recorrido curiosa como una niña, dejándola caer. Yo no podía apartar mis ojos de ella, estaba hechizado por su presencia. Apenas podía creer que aquella hermosa criatura hubiera vuelto por mí a la opresiva oscuridad de la mazmorra.
Después de la cruel sesión que me había hecho vivir, mi cabeza era un caos de temor y de dudas ¿Realmente merecía ese trato? Quizás mi comportamiento con ella no había sido el adecuado. La miré de nuevo, perdido en la serenidad de sus ojos. Me parecía imposible que este ser luminoso que tenía frente a mí pudiese ser injusto o sanguinario. No. Había fiereza en ella, pero sus gestos de violencia estaban cargados de una intensa dulzura. Era esa mezcla de emociones la que me había llevado a estar en esa silla, cargado de grilletes. Por más que lo intentaba, no lograba entender qué había cambiado entre nosotros. Quizás lo merecía…  o lo que era aún más humillante: yo, Bill Kaulitz, era sólo un juguete de sus caprichos.
Bajé la cabeza, avergonzado.
Atisbé como sus sandalias plateadas se alejaban de mí, resonando con levedad en el suelo de piedra. Los viejos goznes del arcón volvieron a crujir al otro lado de la estancia, y enseguida sus pasos la trajeron de vuelta. Podía sentirlos uno a uno, haciendo eco en mi interior. No quise mirarla.
El dolor y la frustración arañaron mi corazón de nuevo. Apreté los puños y me revolví de rabia. En ese momento pensé que debía ser ella la que estuviese en mi lugar, encadenada a una silla de torturas por un capricho de mi voluntad.
Nuit se detuvo frente a mí. Un suave aroma a vainilla inundó mis sentidos.
--Mírame –su voz era serena y melodiosa. Me estaba invitando a obedecer, pero no lo hice. Clavé la mirada en el suelo. Todo mi cuerpo estaba en tensión, luchando por no caer en la seductoras redes que su dominio tejía a mi alrededor. No esta vez, aunque sólo fuera por esta vez.
--Mírame –me sorprendió escuchar su voz de nuevo. Hubiese esperado un golpe por mi desobediencia, pero no que repitiera su petición de un modo tan suave y firme. Nuit nunca daba una orden dos veces.
Me quedé inmóvil, al límite de mi resistencia.
Un profundo silencio se hizo a nuestro alrededor. La oscuridad parecía más extensa, más pesada. Mordí la tela de la mordaza, notando los nervios como agujas en la piel. Nuit acercó su mano enguantada de raso blanco hacia mi rostro, y yo me aparté casi por instinto, cerrando los ojos. Entonces sentí la extrema suavidad de sus dedos en mi barbilla, alzándola. Este pequeño toque fue el inicio de mi rendición.
Levanté la cabeza y la miré a los ojos. A pesar de estar atado y amordazado, necesitaba demostrarle un punto de desafío. Nuit me devolvió la mirada. Había en ella una mezcla de fortaleza y ternura que me atravesó de parte a parte. La crueldad había desaparecido de sus ojos transparentes, y casi bajé los míos en un gesto de sumisión ante la luz que irradiaba. Sostuve a duras penas su mirada azul, consumiendo las últimas fuerzas de mi voluntad.
Respiré despacio, sintiendo como la oscuridad de la mazmorra ya no me oprimía. La sola presencia de Nuit la había transformado en un escenario mágico e irreal. Estaba a punto de perderme de nuevo con ella, en ella. Cualquier resistencia era en vano, ahora lo sabía. Estaba maldito, condenado a entregar mi libertad a esa mujer que deseaba más allá de lo que yo mismo podía aceptar.
De pronto desapareció tras de mí,  devolviéndome a las sombras.
Sentí sus dedos en mi nuca, deshaciendo con ligereza el nudo de la mordaza. Su calidez me rodeaba como un halo, casi podía palpar la sutil energía que emanaba de sus manos. Dejó caer el pañuelo de seda, empapado de saliva y mordido de ansiedad. Moví un poco la mandíbula, aliviado, pero guardé silencio. No lo hice sólo por obedecer su tácita orden, sino porque me sentía incapaz de romper la atmósfera de callada oscuridad que nos envolvía. Era como si aquella mazmorra, perdida en las entrañas de un club que acogía prácticas atroces, fuese un lugar sagrado.
Cuando estuvo de nuevo frente a mí, vi que llevaba algo en las manos. Era una caja metálica, de bordes dorados y adornos de esmalte. Tenía el encanto de las antigüedades bien conservadas, incluso podría jurar que había visto una muy parecida en un selecto anticuario de West Hollywood. Era muy bella. Mi corazón volvió a latir de expectación.
—Puedes hablar –ordenó.
De repente sólo existía su voz.
Abrí la boca, pero ningún sonido salió de ella.
Nuit aguardaba mi respuesta con la serenidad de una diosa que ha bajado del Olimpo para satisfacer su curiosidad por un ser humano. Y ese ser humano era yo.
Cada segundo vivido en aquella sala de tortura acribilló mi mente. La sangre, los gritos, la angustia, el dolor, el terror… toda esa sinrazón revivió mi ansiedad. Sin embargo, entre esa vorágine de emociones, sólo recordé un momento de absoluta desolación. La miré a los ojos, buscando en ellos algo que yo ya sabía.
—No me abandones —. Mi ruego fue un susurro en la oscuridad.
El azul de su mirada resplandeció un instante.
—¿Confías en mi? —dijo, manteniendo su postura calmada, a pesar de un ligero quiebre en la voz que no pudo ocultar.
Sin esperar mi respuesta, abrió la caja y sacó de ella una gasa de algodón muy fina. Con la misma gracia y agilidad que siempre demostraba, comenzó a limpiar el pequeño corte que la daga había abierto en mi hombro. Parecía absolutamente concentrada en su tarea, como si todo el universo estuviese resumido en esa herida que ella misma había causado. Su pregunta seguía suspendida en el aire viciado de aquella estancia  ¿Qué debía decir? Estaba seguro de que mi respuesta podía cambiarlo todo.
Nuit se detuvo, arrodilládose para dejar la caja en el suelo. Su vestido se desplegaba como una corola de seda blanca a su alrededor. No podía dejar de mirarla, estaba hipnotizado por su delicada belleza. De algún modo la veía por primera vez.
Entonces, ante mi asombro, los grilletes de mis tobillos se abrieron con un par de sonoros clics. Sin decir nada, hizo lo mismo con las fuertes argollas de acero que me sujetaban las muñecas. Encontré de nuevo su mirada, y lo entendí. Su gesto era un símbolo . Poco a poco, el silencio y los símbolos iban creando nuestro verdadero lenguaje, uno en el que las palabras pasaban a un segundo plano. En nuestro mundo no había frases hechas ni conceptos vacíos. No había palabras huecas, manoseadas y sin sentido. No había vanas canciones de amor.
No, entre nosotros cada gesto estaba cargado de significado; cada golpe, cada acaricia, cada objeto, era una forma de estar conectados más allá de las letras y los conceptos. Era un lenguaje visceral, nuevo y puro como una melodía recién creada.
—¿Confías en mi? —volvió a decir, rompiendo el silencio por segunda vez. De pie, frente a mí, aguardaba.
Ella me había desencadenado, me había devuelto la voluntad un instante para que tomara una decisión: era libre de dar un paso adelante, o de arrancar a Nuit de mi vida.
Debía aceptar u olvidar. Para siempre.
Había llegado el momento de responder. Dolorido por la posición a la que había estado sometido tanto tiempo, alcé la mano derecha y la llevé hasta mi pecho desnudo. El gris pulido del anillo de hierro que ella me había dado destacaba sobre la piel blanca.
—Pertinent ad Nuit –dije, mirando sus ojos. Ella sonrió.
—Me perteneces —. Yo asentí ante sus palabras—Bien —. Todo estaba dicho. Confiaba en Nuit. Mi voluntad era suya de nuevo. Me sentía tembloroso y exultante, paradójicamente liberado— Entonces debo cuidar de ti.
Tendió su mano enguantada hacia mí, indicando que podía levantarme. Me moví despacio, dolorido, olvidando mi ropa hecha jirones en la silla de tortura. Las piernas me temblaron al primer esfuerzo, pero Nuit me sostuvo de la cintura y me ayudó a caminar. La suavidad de su vestido rozaba directamente la piel de mi cadera, causándome un placentero escalofrío. De pie, a su lado, me sentía aún más desnudo.
Nos acercamos a la puerta por la que Nuit había vuelto, y que iluminaba la severa mazmorra. Una nueva habitación apareció ante nosotros, radicalmente distinta a la que dejábamos atrás. Era un lujoso vestidor de planta circular, exquisitamente decorado. Las paredes estaban forradas de una tela satinada en color vino, que desprendía un brillo tornasolado a la luz de las velas. Un hermoso tocador de anticuario, coronado por un gran espejo que bordes tallados, presidía la estancia. Sobre él se acumulaban frascos de cristal de bella factura; parecían guardar esencias perfumadas o delicados aceites. Tarros de cremas y maquillaje, pinceles, sombras, polveras doradas con suaves pompones, espejitos de plata y algunos joyeros antiguos que eran tesoros por sí mismos, completaban la colección de objetos de tocador. Cada detalle estaba pensado para crear una atmósfera refinada y sensual, incluso el diván tapizado en terciopelo que vislumbré al otro lado del vestidor era una sutil invitación al deseo.
 Nuit cerró la puerta tras de sí, creando una cálida sensación de intimidad. La luz de las velas me hizo sentir de nuevo esa atmósfera irreal que tantas veces me había embriagado en la habitación roja. Me acercó una delgada copa de cristal llena de agua, y la tomé con ansiedad, de un solo trago. Beber un poco me reconfortó
—Siéntate —me pidió, señalando una especie de elevado taburete de madera. Así lo hice, contemplando como ella elegía algunos frascos y pinceles del tocador y los dejaba en una bandejita de plata.
—¿Son para mí? —pregunté, esbozando una pequeña sonrisa. Siempre me ha gustado jugar con el maquillaje, pero con Nuit todo adquiría otra dimensión, una cargada de interrogantes. Ella no contestó. Muy despacio, comenzó a deslizar por su brazo el largo guante de raso que lo cubría, revelando la blancura de su piel. Dejó la prenda con cuidado sobre el tocador. Enseguida, tomó un pañuelo blanco y lo humedeció con unas gotas de tónico, acercándose a mi.
—Cierra los ojos —musitó en mi oído. Yo obedecí, feliz de hacerlo, por primera vez durante esa sesión. Confiaba en ella, en esas manos que refrescaban mi piel  y que iban borrando suavemente los rastros de mi angustia. Cada surco, cada lágrima derramada, eran trocitos de mi ser hecho pedazos. Nuit lo sabía, sabía que sólo ella podía reconstruir lo que sus propias manos habían destrozado horas antes. Quizás por eso enjugaba las huellas de mi llanto con una delicadeza que nunca le había conocido. Por un instante, pensé en si esas lágrimas que su pañuelo recogía no serían un orgullo para ella ¿Guardaría las pruebas de mi sometimiento?
Con una brocha de pelo suave, comenzó a extender polvos sueltos por todo mi rostro. Eran de un tono muy pálido, más que mi propia piel, y muy fragantes. Nuit se alejó un poco para admirar el efecto conseguido, y sonrió. Sus ojos azules volvieron a los  míos, brillantes y cálidos. Ésa noche estaba descubriendo otra faceta de mi Dom.
—¿Por qué haces esto? —Pregunté, animado por su cercanía y la suavidad de su mirada. Ella trazó la línea de mi pómulo con el mango de la brocha, sin dejar de mirarme ni un momento.
—Quiero… —dijo en un susurro, acariciando con sus dedos desnudos la misma fina línea que había marcado— mostrar tu belleza.
No pude evitar un jadeo ante el tono sugerente de su voz. Yo conocía mi atractivo, pero escuchar esas palabras llenó mi pecho de un glorioso sentimiento que no sabía nombrar. Nuit me deseaba, me deseaba tanto que no se conformaba con lo que yo quisiera darle, como otras chicas que había conocido. Nuit lo quería todo de mí. Debía ser todo y sólo suyo, en cuerpo y alma. Y yo quería ser su más valiosa propiedad.
Comenzaba a sentir el orgullo de la sumisión.
—Hazlo —dije, acercándome al oído y casi rozando su piel. Noté que ella se estremecía casi imperceptiblemente al sentir el choque cálido de mi aliento. Me miró,  con los ojos entornados y una sonrisa jugosa en los labios
—La sombra negra te sentara bien —dijo bajito, y el ardiente tono de su voz envió una descarga de excitación a mi vientre desnudo. Suspiré, dejando salir el aire muy despacio. Nuit me indicó con un gesto que bajara los párpados, y yo obedecí. Enseguida sentí el delineador, dibujando con gentileza el filo de las pestañas. Había seguridad y maestría en sus gestos, aunque también una cierta inquietud. La mezcla de perfumes que impregnaba cada partícula de aire, unida a la excitación y a calidez del lugar, comenzaban a embotar mis pensamientos.
—Ummm —jadeé con los ojos cerrados, entregado a su ir y venir de brochas y pinceles, extendiendo, marcando, sombreando. Nunca había creído que el simple acto del maquillaje podía ser tan placentero, tan íntimo. Mi rostro era suyo en ese instante.
—Eres un felino —musitó, contemplando mis párpados rasgados y oscurecidos por la sombra negra— lo veo en el fondo de tus ojos. Un felino audaz y peligroso. Ahora otros también lo verán—. De nuevo sus palabras me dejaban en suspenso, ¿qué quería decir con eso? Nuit guardó silencio unos segundos interminables, y entonces añadió—Vendrás conmigo a una fiesta… esta noche.
Una fiesta…
No dejaba de repetir esas dos palabras una y otra vez en el fondo de mi mente. Nuit me estaba preparando para ir a una fiesta como su acompañante. Su orden era clara: “vendrás conmigo” Eso significaba que iba a estar con ella más allá de las cuatro paredes del club. La excitación volvió a golpearme con fuerza, y de nuevo la conciencia de mi desnudez me hizo sentir incómodo. Ella pareció adivinarlo
Tiró de un cordón oculto en la pared, abriendo una de las cortinas que había junto al tocador. Una enorme variedad de trajes y disfraces de todo tipo apareció ante mí. Había levitas, gabanes, uniformes; teatrales capas negras confeccionadas en seda, plumas, blusas bordadas, pañuelos… la mirada no permitía abarcarlas todas. En otras circunstancias, hubiese entrado en ese vestidor y examinado cada prenda hasta saciar mi curiosidad, pero sabía cuál era mi lugar en aquella habitación. Sólo Nuit podía elegir.
Lo que más me impresionó, fue un gran expositor de madera en el que pude contemplar una maravillosa colección de máscaras venecianas. Algunas estaban modeladas en forma de gárgolas y animales grotescos, otras eran delicadas y elegantes,  orladas de perlas, encajes y plumas de pavo real. Cada una de las piezas tenía una pareja que compartía su diseño, pero de forma más discreta y sencilla. Eran máscaras gemelas.
Nuit dejó la ropa que había elegido  para mí en la silla que había frente al espejo, conservando  unos pantalones negros, que a primera vista parecían de estilo formal, un par de calcetines, y unos clásicos botines de charol en blanco y negro. Mi reacción inmediata fue levantarme del taburete para ponérmelos, pero ella me detuvo con un gesto de su mano. Me miró a los ojos, y sin apartarlos un instante se arrodilló ante mi, descansando el cuerpo sobre sus talones como una geisha. Quise pedirle que se incorporara, gritarle que su actitud me confundía, que ése no era su lugar, pero guardé silencio.  Nuit cogió mi  pie derecho y lo puso en su regazo, acariciándolo con la punta de los dedos. Me sentí exaltado y avergonzado ante su toque, era una mezcla de sensaciones nuevas para mí. Cuando comenzó a colocarme el calcetín, no pude evitar removerme un poco en el taburete, incómodo. Ella lo notó.
—Olvida tu orgullo —dijo, subiendo la fina prenda por mi pierna— Sé que a veces es más difícil aceptar una caricia que un golpe de fusta, pero son las dos caras de una misma sumisión. Déjame cuidar de ti.
Asentí con la cabeza, dejándome llevar por la sensación de sus manos en mi piel.
Nuit me hizo dejar atrás la autosuficiencia por unos instantes; fue ella y sólo ella la que se encargó de vestirme con cada una de las piezas que componían un traje de gala. Lo hizo despacio, recreándose en cada movimiento, en cada cremallera y botón. Esa noche aprendí que dejarse vestir por la mujer que deseas puede ser tan seductor e incitante como desnudarse frente a ella.
La camisa blanca de cuello almidonado, el chaleco gris de seda y la levita de largos faldones, se ajustaban a mi cuerpo como hechos a medida. No tenía permitido mirarme en el espejo, pero intuía que mi apariencia era magnífica. De todas formas, había algo que me inquietaba: ¿cómo conocía Nuit mi talla exacta, tanto de ropa como de calzado? Porque esas prendas estaban en el vestidor esperando por mí, de eso estaba seguro. Suspiré. Las interrogantes martilleaban en el fondo de mi mente, pero si quería encontrar respuestas tenía que seguir por el camino que Nuit me marcaba. Siempre adelante. Nos miramos de pie, frente a frente, como dos iguales. Ella sonrió, satisfecha de su obra.
—Un momento —dijo, sujetando el pañuelo de seda blanco se adornaba mi cuello con un alfiler de plata. En el último detalle de mi vestimenta— Ahora sí —musitó— Perfecto.
—Gracias —la palabra se escapó de mis labios sin apenas pensarla. Sonreí, y pude ver sus ojos azules resplandecer a la luz de las velas. Se apartó de mi lado, renuente, para tomar un par de máscaras gemelas del expositor. Eran blancas, decoradas con un delicado esmalte craquelado, aunque la suya era más barroca y estaba adornada por un suave penacho de plumas de marabú. Colocó la más sencilla sobre mi rostro maquillado, ajustándola bien por detrás con una lazada, y me advirtió—: “no te quites la máscara bajo ninguna circunstancia, a no ser que te lo ordenen” Yo sólo pude asentir en silencio.
Salimos del vestidor por una puerta secreta. Mientras seguía los pasos de Nuit por el laberinto de pasillos que conducían a la salida del club, la imagen de ambos frente al espejo, vestidos de gala, y las palabras que me había susurrado en ese instante, no dejaban de repetirse en mi mente: “eres hermoso y eres mío. Muy pronto todos lo sabrán”

Continuará...

Archange~Anyara

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