miércoles, 31 de julio de 2013

Mademoiselle Drácula - One shot


Mademoiselle Drácula
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“… les estamos profundamente agradecidos por aceptar nuestra invitación. No deben preocuparse por los detalles del lugar del evento, un asistente de Mademoiselle Drácula les estará esperando en el cruce de las serpientes.”

Tom leía la carta en voz alta, sentado en medio de Georg y Gustav en la parte posterior del vehículo que los transportaba.

—¿Quién mierda se llama Mademoiselle Drácula? —preguntó, aireando el papel que sostenía en la mano.

—Alguien que puede permitirse un concierto privado —respondió Georg, con simpleza.

—Y además ¿Quién vive en el cruce de las serpientes? —preguntó Bill.

—No vive ahí. En ese sitio nos esperarán —aclaró Gustav.

—Pues vaya, voy a llegar con el trasero plano como tenga que seguir viajando —reclamó Bill.

—Pero si siempre has tenido el trasero plano —lo molestó Georg, con una sonrisa radiante. Tom lo acompañó soltando una pequeña carcajada.

—¡Eso no es cierto! —rió Bill— Además, yo no soy el que se lo pasa haciendo ejercicios para tonificar glúteos.

Georg intentó defenderse, pero la diversión y las risas de Tom no se lo permitieron. Cuando ambos se calmaron, Gustav habló.

—¿Dónde dijo David que se reuniría con nosotros? —preguntó, observando el paisaje, que se iba haciendo cada vez más solitario. La última casa que vio, había quedado atrás hacía unos veinte minutos.

—En el castillo de Mademoiselle Drácula —respondió Bill.

—¿Vive en un castillo? —quiso saber Georg.

—No lo sé —se encogió de hombros Bill—, lo supongo, como se trata de una “Mademoiselle” —rió.

—No te rías, que tiene leucemia —lo regañó Georg.

—No me rio de eso, me rio de su nombre.

—Además, si no fuese por su enfermedad, no habríamos venido —acotó Tom.

—Tanto como no venir —continuó la conversación Georg—… nos ha pagado mucho.

—Esto es muy solitario —se quejó Gustav.

—No está, precisamente, animado —aceptó Bill.

—No es la primera vez que nos toca viajar por una carretera solitaria —quiso tranquilizarlos Tom, pero algo en el paisaje y en el profundo olor a humedad que anunciaba niebla o tormenta, los hizo callar.

Llegaron al cruce de las serpientes cuando el sol aún coronaba las montañas de los Cárpatos. El lugar era un punto en el que tres caminos se separaban, y cada uno de ellos ondeaba como si se tratase de tres serpientes. El conductor del transporte que los había trasladado, bajó un par de maletas y se las entregó a los dos guardaespaldas que los acompañaban.

—¿No se suponía que nos esperarían aquí? —le preguntó Georg a Tom, quien releía la carta con las indicaciones, manteniendo una expresión de enfado y concentración.

Bill se le acercó y releyó igualmente, luego sacó su teléfono móvil.

—Llamaré a David —dijo, comenzando a marcar, se lo llevó al oído sin llegar a escuchar el tono de llamada.

—Esos aparatos no sirven aquí —habló el hombre del transporte, desde el asiento del conductor.

—¿Qué? —preguntó Bill, algo incrédulo.

—La zona no tiene señal —continuó el hombre, indicando con el índice en el aire, creando un círculo que comprendía todo lo que les rodeaba.

—Bueno, y entonces qué hacemos —preguntó Bill a los demás.

Escucharon el motor del coche que los había traído, y todos observaron al conductor.

—Lo siento —dijo el hombre—, no quiero que me atrape la noche en el camino.

—¿Atrape? —repitió Gustav, como si aquella palabra tuviese un significado oculto. Bill lo observó, notando cierta angustia. Él no era, precisamente, de los que se dejaba llevar por las circunstancias.

—Si espera hasta que nos recojan, le pagaremos más —se dirigió al hombre. Éste bajó la mirada y negó reiteradamente.

—No, no, no, no. No hay dinero que pague el peligro que encierran estás montañas —aseveró.

Bill no supo interpretar a qué se refería exactamente, pero sí supo que no lo harían cambiar de parecer.

—¿A cuánto estamos del siguiente poblado? —preguntó Gerard, uno de los guardaespaldas, tomando las riendas de la seguridad de los chicos.

El hombre hizo un gesto especulativo, mirando por el parabrisas a la distancia.

—Unos treinta o treinta y cinco kilómetros —dijo.

—¿Y el castillo de Mademoiselle Drácula? —continuó Gerard.

El conductor arrugó el ceño en un gesto de profunda contrariedad.

—No lo sé, nadie que yo conozca ha ido hasta ahí —respondió, echando a andar el vehículo sin esperar a nada más.

Todos se quedaron perplejos, demasiado sorprendidos por la actitud tan severa del hombre, y por la incertidumbre de estar en un sitio tan solitario y silencioso. Una capa de bruma fina comenzó a caer y a convertir el paisaje en algo lúgubre.

—No se escuchan ni pájaros —mencionó Tom, haciendo eco de los pensamientos de Bill.

Sabían que debían pensar en algo. El sol ya había abandonado la cima de los Cárpatos y la noche llegaría de un momento a otro.

De pronto escucharon un sonido que rompía contra las rocas afianzadas en el camino. Miraron a las tres serpientes ondulantes, y esperaron hasta poder definir alguna sombra en medio de la pesada niebla que se había formado, casi como la cortina de humo que se extendía sobre un escenario.

Bill distinguió, según miraba de frente a aquellos tres caminos, que desde su derecha aparecía la figura difusa de un carruaje tirado por caballos. Tuvo una sensación extraña de algarabía mezclada con temor. Una parte de él se sentía impulsado a la aventura y a la novedad, pero la otra parte, la más sensata, le hablaba de precaución.

—Pero… ¿A dónde hemos venido? —preguntó Tom, muy cerca de su oído.

Antes de que Bill pudiese responder, escucharon el sonido de otro carruaje, esta vez desde el camino central.

Los cocheros los guiaron de un modo silencioso y amable a ambos carruajes. En uno de ellos viajarían los cuatro músicos, en el otro los guardaespaldas. Pensaron en resistirse, pero los cuatro chicos decidieron que no se separarían.

De ese modo recorrieron el tercer camino de la serpiente, ondulando y ascendiendo por una alta montaña. Ninguno quería pensar en la niebla y en la altura, pero cuando Bill se asomó por la ventanilla, sintió un profundo vacío en el estómago.

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La entrada en el castillo fue casi teatral. Los carruajes cruzaron bajo una pesada puerta de hierro que parecía haber visto varios siglos. Los cascos de los caballos redoblaban sobre los adoquines del suelo transportando a los chicos a una época lejana y olvidada. Sus voces se escuchaban en susurros de incredulidad y diversión.

—¿Nadie averiguó nada de este lugar? —murmuró Georg, en medio de Bill y Tom.

—¿Lo hiciste tú? —le preguntaron al unísono.

—Creí que lo harían ustedes —se defendió— ¿No son los controla todo?

—No veo a David —se acercó, también entre susurros, Gustav.

—Estará dentro —contestó Tom.

—¿Tras las puerta de esta fortaleza? —preguntó Bill, observando como la pesada puerta de hierro descendía cerrando el paso a todo el que quisiera entrar o salir.

—¿Y el otro carruaje? —preguntó Tom, evidenciando que en aquel lugar sólo se encontraba el de ellos.

Bill comenzó a experimentar algo muy parecido al pánico. Apretó el móvil en su mano, sabiendo que no podía usarlo para comunicarse con el exterior. Se encontraron, de pronto, en el más absoluto desamparo.

Se escuchó el quejido agudo de las enormes bisagras de hierro de la puerta que permitía la entrada al castillo. Junto a ella había una lámpara con una llama oscilante que parecía alimentada con algún tipo de combustible. Bill miró hacia el cielo, intentando calcular la altura del edificio de piedra, pero sólo encontró oscuridad. La niebla que los había acompañado durante todo el camino en carruaje, parecía flotar a unos pocos metros sobre sus cabezas como una bóveda gaseosa.

Los cuatro se acercaron hasta la puerta, que se abría con una lentitud pasmosa. Finalmente vieron la larga y estilizada figura de un hombre que los esperaba con una lámpara en la mano. Las miradas de los cuatro chicos se cruzaron entre ellos, y la pregunta se quedó en el aire sin fuerza para ser formulada.

“¿Dónde estaban?”

—¿Entramos? —preguntó Georg.

—¿Alternativas? —recibió como respuesta por parte de Tom.

La tétrica figura de aquel hombre los esperaba, sin mediar palabra, a unos pocos metros.

—Vamos allá —se animó Bill.

Dio un paso hacia la puerta y se encontró con la mano alzada del hombre, que lo detuvo con una mirada fría como el hielo. Tras él, por el profundo y oscuro pasillo, vislumbró la luz de una lámpara que se acercaba. Quien la sostenía venía envuelto en una larga capa que le cubría hasta la cabeza. Las sombras que recortaban su pecho y su rostro, no le permitían distinguir si se trataba de un hombre o una mujer, hasta que la distancia se acortó tanto, y de forma tan violenta, que le pareció que había volado hacia ellos.

—Bienvenidos a mi casa —escucharon una suave voz femenina—. Entren libremente y por su propia voluntad.

La mujer, una joven de no más de veinte años, alzó la cabeza y les permitió ver bajo la luz cándida de la lámpara, una belleza calma. Bill casi si atrevería a decir que de otro mundo.

Tom aplastó la mano contra la espalda de su hermano y lo alentó a entrar.

—Sean bienvenidos a mi casa —repitió la mujer, cuando Bill dio un paso adelante— Entren y no tengan miedo, entren y dejen un poco de la alegría que traen.

—¿Es usted Mademoiselle Drácula? —preguntó Bill, al tener a la delicada mujer ante él.

—Mina, llámeme Mina —aclaró ella.

—Mina —repitió Bill, en tanto las bisagras que sostenían la puerta rechinaban, y un seco golpe le indicó que la conexión con el exterior estaba cerrada.

—Pasen —les pidió ella, con un suave gesto de su mano—. Encontraran el equipaje en sus habitaciones, y la cena sobre la mesa —sonrió.

—No tenemos hambre —objetó Gustav.

Ella lo miró directamente, y a Bill le pareció ver brillar sus ojos.

—No diga tonterías señor Schäfer, por la noche todos tenemos hambre —dijo la mujer, con la voz cargada de una sutil determinación, como si fuese una orden que no podía ser desobedecida.

Gustav bajó la mirada, para luego depositarla en Bill.

—Síganme hasta el comedor —habló, por primera vez, el alto hombre que les había abierto la puerta.

Lo siguieron en silencio por el profundo pasillo que parecía interminable. La luz de la lámpara que llevaba, sólo iluminaba un par de metros por delante de ellos. Gustav iba primero, acompañado por Georg. A éste le seguía Tom, y Bill iba medio paso tras su hermano. Al final del sequito estaba ella, Mina. Bill se giró para mirarla, parecía tan pálida y lozana que se preguntó si era posible que tuviese leucemia como les habían dicho. Ella lo observó detenidamente, manteniendo el silencio predominante, luego le sonrió con un gesto delicado. Bill le devolvió el gesto por amabilidad y volvió la vista al camino. El lúgubre pasillo parecía terminar ya que unos metros por delante se veían algunas lámparas más.

Bill ralentizó el paso, dejándose alcanzar por Mina. Ella era su anfitriona y por muy extraño que pareciera el lugar, su sentido común sólo le hablaba de excentricidad, algo que él ya había visto. Sabía que las personas excéntricas únicamente buscaban un poco de atención, que en cuanto se las dabas se convertían en personas simples y llanas.

—Este es un lugar muy antiguo —dijo, refiriéndose al castillo.

—Estas paredes albergan más de seis siglos de historia —aceptó ella.

—Eso es mucho tiempo —caviló— ¿Una herencia familiar? —continuó.

—Algo así —sonrió ella, buscando la mirada de Bill. Éste se la cedió, levemente impresionado por el tornasol que vio en sus ojos.

Cuando llegaron al salón, ante ellos se abrió un amplio espacio abovedado que conseguía que cada paso que daban produjese un eco. Cuatro arcos ojivales resguardaban el lugar, dando paso a oscuros pasillos que no podían definir a dónde los llevarían. La mesa estaba en el centro, era grande y estaba elegantemente decorada. El cristal de las copas y la cubertería de plata brillaban bajo la luz de los candelabros.

—Siéntense, por favor —pidió Mina.

A continuación, un sirviente la ayudó a despojarse de la capa que la había cubierto, dejando a la vista un largo vestido gris oscuro que destacaba aún más la palidez de su piel.

—¿No será una especie de cosplay? —murmuró Georg a Tom. Éste le dio un pequeño codazo, evitando reír, pero sin poder prescindir de la réplica.

—Dado el escenario, yo diría que es una convención —contestó en un tono muy bajo de voz.

La calma prodigiosa de la habitación, fue rota por un sonido escalofriante. Era como un grito lejano y agonizante que provenía de uno de los pasillos adyacentes. Los cuatro chicos miraron en aquella dirección, compartiendo en silencio la misma pregunta.

—Es un castillo viejo, escucharan muchas cosas y sus mentes elucubraran oscuras historias —dijo Mina—. Por favor, sírvanse —los invitó.

Ante ellos se encontraba una bandeja de plata cubierta por una campana, también de plata.

—¿Y nuestros guardaespaldas? —preguntó Bill.

—Ellos llegaron hace unas horas y ahora ya están descansado —respondió Mina.

Bill destapó el plató y se encontró con una extraña composición que no podía definir. El color predominante era el negro y el rojo. Miró la comida detenidamente, y pudo concretar que todo lo que había en el plato creaba la imagen de un ojo rojo y fijo, observándolo. Aquello se le hizo macabro.

—Mi hermano y yo somos vegetarianos —se dirigió a la anfitriona, a quién le servían una copa de un rojo vino.

—Y yo —dijo Georg.

—Y yo también —habló Gustav.

—Oh, es una pena —mencionó ella, con coqueta contrariedad—, es un plato que mis cocineros han preparado con esmero, los ingredientes llegaron hace sólo unas horas, y trabajaron arduamente —se lamentó.

—Lo sentimos —Bill quiso ser amable—, de todos modos comimos bien antes de venir hasta aquí.

—Ya veo —aceptó ella, indicando al sirviente que pusiera vino en las copas de sus invitados—. Pero no se negaran a brindar conmigo ¿No es verdad?

—Desde luego —aceptó Tom, mirando a los demás.

De ese modo todos brindaron y bebieron con ella.

Bill notó el modo en que el vino entraba cálido por su garganta. Le pareció, incluso, sentirlo llenando su torrente sanguíneo. Miró a su hermano, comprobando que compartían la misma sensación liberadora y burbujeante, como si todo alrededor fuese inconsistente. Parpadeo una vez, con toda la rapidez que la somnolencia que lo estaba invadiendo le permitía. Cuando abrió los ojos Mina ya no vestía de seda gris, su vestido ahora era rojo como la sangre. Quiso mirar a su hermano, pero se encontró solitario en aquel salón, acompañado únicamente por la belleza fría de su anfitriona.

Preguntó por los demás, con la voz enrarecida. Mina le indicó silencio, pegando un dedo a sus labios.

—Están descansando —le dijo.

Bill supo que debía sentir pánico, pero la seducción innata de una criatura tan perfecta y diabólica como Mina, lo apaciguó.

La vio acercarse, la sintió acariciar con la punta de las uñas su cuello. Cerró los ojos notando el estremecimiento que lo invadía, pero no se movió. No podía. Ella se sentó en su regazo, se acomodó con la sutileza fina de una princesa de cuento. Lo abrazó y besó su cuello, la humedad fría de los besos contrastó con el calor de su piel. Bill suspiró y abrió los ojos, observando, en una de las lágrimas de cristal de un candelabro cercano, su reflejo; su único reflejo. El dolor de un par de punzadas en su cuello lo aletargó.

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Bill despertó cuando sintió que había dormido lo suficiente. La habitación permanecía casi a oscuras. La única luz que había se encontraba sobre un antiguo mueble de madera a varios metros de distancia. Se sentó en la cama e intentó situarse. Miró detenidamente el dosel de la enorme cama en la que se encontraba y distinguió a dos serpientes enrolladas en las columnas.

Cerró los ojos y apretó los parpados, deseando buscar sus recuerdos de la última noche. Eran algo borrosos, confusos. Pensó en los chicos, y se preguntó en dónde estarían. Se levantó y se calzó. Comprobó que aún llevaba puesta la ropa con la que había llegado. Se giró buscando una ventana, esperando que al abrir una cortina la luz del día llenara la estancia. Le dolió el cuello y se llevó la mano hasta a él. Notó dos pequeñas protuberancias similares a las que produce una picadura. Se las tocó con cuidado, sintiendo que el dolor no era superficial. Quiso hallar un espejo, pero no había ninguno. Caviló sobre sus posibilidades, sabiendo que sin teléfono estás eran escasas. Lo mejor sería encontrar a los demás.

Salió de la habitación, sosteniendo la lámpara, y comenzó a recorrer el pasillo llegando a una bifurcación que lo ponía en la primera encrucijada del camino. Avanzó por la derecha, muy pegado a la pared. Un sonido quejumbroso, que atribuyó al viento, se escuchaba a lo lejos. Se sorprendió al dar con una ventana sin cristal, que le permitió ver que aún estaban de noche. Miró su reloj y comprobó que eran más de las diez. Se sintió confuso, estaba descansado, como si hubiese dormido doce horas seguidas. Era imposible que aún fuesen las diez de la noche.

Un quejido cercano lo alertó. Miró a su espalda y vio una puerta entreabierta desde la que salía una rendija de luz. Se acercó sigiloso. Apoyó un hombro contra la pared y en cuestión de un instante sintió la camisa humedecerse. Miró su brazo y un oscuro líquido había ensuciado la tela. Decidió que aquello no era relevante, así que lo olvidó. Se acercó un poco más a la rendija de la puerta y comenzó a espiar.

Al principio, lo que le había parecido un quejido, se dividió en tres. Le costaba distinguir la escena, por la poca luz que había y por la complejidad de ésta. Comenzó detallando la forma de un muslo que se acariciaba contra otro y una mano sosteniendo con vehemencia el pecho de una mujer. Los quejidos eran autenticas muestras de placer que él no debería estar viendo. En ese momento alguien lo miró directamente, o al menos en la dirección en la que él se encontraba. Era Gustav. Sus ojos claros parecían desenfocados y diluidos en un océano de goce. Lo vio separar los labios y poner los ojos en blanco, cuando una de las mujeres que lo acompañaban le besaba en el cuello. Luego vio la sangre correr por su pecho.

—¡Gustav! —exclamó, y el dolor en su propio cuerpo lo detuvo. Un beso frío le humedeció el cuello y notó un pinchazo antes de perder la consciencia.

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Una suave caricia fue despertando a Bill de un aletargado sueño. No se sentía capaz de definir todo lo que había visto en él, pero sabía que las imágenes eran inquietantes e incluso terroríficas. Cuando abrió los ojos, pudo ver el rostro pálido de su anfitriona que lo miraba con una expresión dulce.

—Al fin despiertas —le dijo, continuando con la caricia que llevaba efectuando hacía un rato en su cabello.

Bill sabía que debía sentirse incómodo, ya que aquel grado de confianza e intimidad con una extraña lo ameritaba, pero algo en su interior se sentía pleno cuando ella lo observaba con sus ojos verdes.

—¿Qué hora es? —preguntó Bill, con la voz oscurecida.

—Ya es de noche —respondió ella, sin darle un tiempo exacto—. Es la hora de las bellezas nocturnas. Es tu hora —le sonrió con maravillosa complacencia.

—¿Dónde están —comenzó a preguntar, teniendo que pensar en a quienes se refería—... los chicos?

Se sentó en la cama, recordando parte del sueño que había tenido por la noche. Recordó los ojos de Gustav, desvanecidos, y la sangre que recorría su pecho. Miró la manga de su camisa, comprobando que estaba limpia.

—No te preocupes, ellos están descansando —fue la respuesta amable que recibió—. Ahora, tú deberías alimentarte —le propuso—. Bebe —dijo, ofreciéndole una copa de vino.

—¿Sólo bebes vino? —preguntó, recibiendo la copa. Mina sonrió. Bill bebió un trago.

—No, nunca bebo vino —la negativa resultó inquietante, pero la inquietud se fue disipando como el líquido que acababa de ingerir.

Bill vio las largas y afiladas uñas, abriéndose camino por la camisa hasta descubrir su pecho. Notó la caricia firme y delicada de sus dedos fríos sobre la piel. Mina se inclinó hacia él, manteniendo los ojos oscuros fijos en los suyos. Sintió sus labios besándolo y el sabor de su boca le resultó entrañable. La dejó vagar por su mejilla, por su oído y por su cuello. El dolor de aquel beso fiero lo llevó a retorcer los dedos sobre la sábana. La escuchó gruñir suavemente, casi como un ronroneo felino. Bill abrió los ojos y la habitación se movía junto con ellos. Las serpientes del dosel de su cama giraban en torno a las columnas, siseaban y enseñaban su lengua partida. Mina dejó de besarlo y cuando lo miró, Bill pudo ver un fino hilo de sangre descendiendo por la comisura del labio, hasta su barbilla.

Debía sentir miedo, pero algo en ella le resultaba familiar, le atraía. Le limpió la sangre con su pulgar.

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La luz que entraba por la ventana era la clara luz platinada de una luna llena, la única que había visto desde que llegó aquí. Bill sabía que las noches habían transcurrido una tras otra sin que llegase a recordar el tiempo que llevaba en el castillo. La figura sinuosa de Mina se agitaba sobre su cuerpo como una de las serpientes ondeantes del dosel. Ella lo miraba mientras le daba el placer más básico para el ser humano, agitando su pecho desnudo, hipnotizándolo con el vaivén imparable de su cadera. Cerró los ojos y se dejó llevar por la inconsistencia que prevalecía en su cuerpo luego de aquel exquisito vino que ella le daba a beber. Sintió la presión de las uñas femeninas abriendo surcos en su pecho y la vio lamer las heridas como si fuese un animal. El sonido de su boca al succionar el líquido caliente y rojo, le recordaba al de una criatura salvaje despedazando a una presa.

Aquello debía causarle pavor, sin embargo Bill estaba sumergido en una dimensión diferente a la que conocía. Bill ahora se entregaba a la oscuridad sin voluntad que se lo impidiese. Prisionero de la necesidad que ella había sembrado en él noche tras noche.

Sintió la lengua humedecida de Mina subir por su pecho, arrastrando su propia sangre caliente. Le besó la clavícula y compartió el sabor metalizado cuando lo beso en los labios. La miró a los ojos, y estos le otorgaron un resplandor rojizo. A continuación le clavó los colmillos sobre las mismas heridas que le hiciera aquella primera noche.

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Despertó en medio de la oscuridad. Ya no recordaba la última vez que había visto la luz del día. Se sentó en la cama y descolgó los pies, notando lo pesado que sentía el cuerpo. Bill sabía que había dormido por largo tiempo, pero no lograba recuperarse del estado constante de aturdimiento que lo invadía. Se puso en pie, intentando recordar lo más básico ¿Cómo había llegado hasta aquí?

Sus pensamientos eran confusos, no sabía qué hacía encerrado en medio de una habitación fría y solitaria. Recordó que sobre una mesa lateral había una lámpara y la encendió. La llama anaranjada parecía burlarse del frío interior que sentía.

¿Cómo había llegado hasta aquí?

Volvió a preguntarse, envuelto en una nebulosa de contradicciones.

Pensó en su hermano, y quiso recordar si venían juntos. Pensó en Georg y en Gustav. En ese momento una imagen se instaló en su memoria, y caminó hasta una silla en la que se encontraba algo de su ropa. Comprobó que una de las camisas estaba manchada con algo oscuro y seco.

No lo había soñado, era real y había visto como hacían sangrar a su amigo. Sabía que debía sentir miedo por Gustav, por Georg y por Tom. Pero no lo sentía. Dentro de él se había roto algo, y se sentía demasiado cansado para saber qué.

Miró a su alrededor y se sintió sólo, ella no había venido hoy. Entonces sí sintió miedo.

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Bill caminaba por los solitarios pasillos del enorme castillo, arrastrando el cuerpo contra las paredes para sostenerse. Ya no sabía muy bien qué dirección había tomado, ni como regresar a la habitación en la que dormía de día. Llevaba demasiado tiempo paseándose en medio de aquel adusto espacio sin ventilación, sudando de angustia y desesperación. Había perdido la cuenta de la cantidad de noches desde que Mina no venía a despertarlo con caricias y palabras dulces, pero ya no podía esperarla más. Salió en su búsqueda, aunque no supiese muy bien dónde encontrarla.

Un chillido, como el de una enorme rata, amenazó con romperle los tímpanos. Se dejó caer y el chasquido de sus rodillas contra el suelo martilló en sus oídos con fuerza. Todo lo que escuchaba, olía y veía se había intensificado. Ni siquiera había encendido la lámpara, pudiendo ver el camino sin ayuda.

Escuchó un quejido agónico al final del pasillo. Se puso en pie y llegó a una escalera de piedra que descendía hasta lo que le pareció una catacumba. El sonido era débil pero persistía, guiándolo. Cuando bajó todos los peldaños se encontró con la imagen de Mina, completamente desnuda y con el pecho manchado de sangre. Cabalgaba sobre un hombre que desfallecía, emitiendo agónicos quejidos. La vio tomar la muñeca ensangrentada de aquel desdichado, y llevársela a los labios. Escuchó la forma en que la piel era rota por sus dientes y como la sangre entraba en ella, calentando un cuerpo muerto.

En ese momento Mina lo miró.

—No debes verme —le ordenó.

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Bill observaba las serpientes ondular por los pilares del dosel de su cama. Notaba el frío de la noche en su piel, mientras la vida parecía serle arrancada gota a gota desde las muñecas. Sentía los dientes, las lenguas y los labios que efectuaban su trabajo, absorbiendo poco a poco su sangre. Se había abandonado a su destino, sin luchar, porque ella ya no venía y él no era nada sin su ama.

Sintió la caricia fina de unas uñas subiendo por sus muslos, y aquello le otorgaron algo parecido al placer. Ya no recordaba el modo en que el instinto de un hombre respondía a ciertos estímulos. Su cuerpo estaba cambiando y el placer llegaba de otro modo, por otros caminos.

Las serpientes ondeaban, subiendo por los pilares del dosel, mostrando sus lenguas viperinas como si se burlaran de él y de su destino. El abandono era un estado calmo que precedía a la muerte, Bill lo sabía y no luchaba, porque su mayor miedo se había cumplido; ella había dejado de venir.

Escuchó la puerta al abrirse y un rugido poderoso llenó la habitación. Lo primero que pensó fue que se trataba de un lobo. Las bocas que bebían de él se desprendieron de sus manos ensangrentadas, aullando de dolor. Cerró los ojos y espero a que la bestia que las había espantado se arrojara sobre él y le abriera el estómago para masticar sus entrañas. Respiró profundamente y reconoció su aroma en el aire, era ella: su ama.

Abrió los ojos lentamente, con apenas fuerza para hacerlo. Miró los de ella, tornasolados y vivaces, conservando aún el aspecto fiero de una bestia.

—Tú me perteneces —le dijo.

Bill supo que había perdido el alma cuando lo aceptó.

—Sí.

Mina sonrió, mostrando sus afilados colmillos. Bill se retorció cuando los clavó en su yugular sin miramientos. La fuerza con que ella le succionaba la vida, convulsionó su cuerpo con más fuerza que un orgasmo. Dejó que un último suspiro humano escapara de su boca, dejando los labios entreabiertos. Se perdió a sí mismo en medio de recuerdos confusos sobre cuatro chicos y una banda de música. Era como estar viendo una especie de cuento contado a los niños para dormir. Luego sintió el dorso de la mano de Mina sobre sus labios, y un líquido tibio y metalizado llenando su boca. La sed que sintió fue tan violenta que sostuvo su mano y bebió hasta que un gruñido animal le dio el aviso de que debía parar. La miró a los ojos, sus ojos rojizos llenos de veneno, y ella le sonrió.

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Un carruaje emprendió el camino de regreso a una civilización alejada de las leyendas y los mitos que aún se esconden en algunos rincones del mundo. En su interior viajan tres jóvenes cuyas mentes han confundido la realidad con la fantasía. Uno de ellos siente que deja una parte de sí mismo atrás.

A su gemelo.

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Fin.



Este one shot participó en un reto "basado en...". Espero que lo hayan disfrutado.

Siempre en amor.

Anyara

4 comentarios:

  1. Casi me parece escuchar el Muuaaaajjaaaajaaaa al final de este impactante shot; me encanta la forma en que combinaste el mítico personaje de Mina con Bill y la banda, muy original y mi Any *__*....

    MIna y Bill q combinación mas apasionante; Mina es uno de mis personajes adorados de la historia original, siempre me rindo ante su dulce y perverso encanto.

    Besitos sangrientos para mi escritora vampiresa *__*


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  2. Woooow... lo he leído de un tirón...supongo que el reto tenía que ver con la adaptación de un libro o un guión cinematográfico...me encantan este tipo de superposiciones porque te dan un referente claro como hilo conductor de la historia. Además alguno de los looks antiguos de Bill encajan a la perfección con la idea del vampiro sofisticado. Me ha gustado mucho la inversión de papeles, que Mina sea la vampiresa y Bill esta especie de Jonathan Harker desprevenido. La escena de los carruajes con los cocheros huyendo antes de llegar al castillo siempre me ha dado mucho pavor: es como una antesala del infierno por venir. Cuando hizo su aparición Mlle.Drácula me recordó un poco a Nuit, que tiene algo de vampiresa, depredadora pero torturada tanto o más que sus víctimas. Besos, mi Andrea ♥

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  3. Que bien ahora puedo pagar mis deudas, sabes con la anterior presentacion del blog no podía pero esta nueva presentación me deja babeando, luego pues la historia me ha encantado por que tu reto ha quedado mas que perfecto, suspirando es como he quedado, también viví con la banda cada momento triste que se quedara el flaquito con mina y los demás lo olvidaran pero es que ese flaquito entra mas que perfecto en el papel del vampiro.

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  4. Mi Anya siempre hay una imagen y una frase en tus escritos que queda irremediablemente adherida a mi ser y este caso no ha sido la excepción, esa escena de Gustav siendo sangrado y la mirada dirigida a Bill...no sé por qué no puedo sacármela de la cabeza!! y luego está esto:

    "Ya es de noche —respondió ella, sin darle un tiempo exacto—. Es la hora de las bellezas nocturnas. Es tu hora —le sonrió con maravillosa complacencia."

    Precioso, cruel, sensual...ainsss...lo adoré. Estos retos son muy interesantes, hacen que la pluma cree maravillas!

    Mis tulipanes rojos para ti, querida.

    Pd: Creo que ahora sabemos quién es la que envía las botellas de vino rojo al club Eternidad…

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