sábado, 27 de abril de 2013

Cápsulas de Oro - Capítulo XIV



Capítulo XIV
.

“Tantos suaves detalles que te convierten en lo que necesito, pero que no puedo tener.

La frase permanecía escrita en la tablet, cuya pantalla era la única luz interior en mi habitación. La ventana le permitía la entrada a una penumbra casi melancólica, que me recordaba todas las horas que aún faltaban hasta el amanecer.

No podía dormir, era algo tan habitual que ya no me sorprendía. Podía soportar las pocas horas de sueño.

El miedo era otra cosa.

Me mantenía sobre mi cama, con la espalda pegada a la pared. Tenía la mirada fija en la frase que había escrito, con la esperanza de que ésta fuese el comienzo de la letra para una canción. Tantas de ellas habían empezado por las fantasías rotas de mi alma.

Me pareció ver algo moviéndose en un rincón de la habitación. Fijé la mirada en las palabras con más ahínco que antes. Estaba en uno de esos momentos en los que necesitaba aferrarme a algo que me pareciera real, porque de lo contrario la realidad se distorsionaba y  el pánico se apoderaba de mí.

Noté la respiración agitada, y como comenzaban a sudarme las palmas de las manos. Todo mi cuerpo se tensaba, mientras la sombra en el rincón empezaba a tomar forma. Cerré los ojos, apretando los parpados con fuerza, inmovilizado. El terror era así, paralizante. Sientes, o presientes quizás, algo que está más allá de tu comprensión; y en ese momento tu mente colapsa. Ella se acercaba, la sentía en el aire que me rodeaba, en el frio que comenzaba a experimentar ¿Algún día se iría?

Escuché un ruido y me encogí de forma casi imperceptible, como un acto reflejo de protección. Luego escuché mi nombre. Abrí los ojos un instante después de comprender que no era la voz de Ella.

—Qué bien que no estás dormido —la figura de Michael se recortaba contra la luz del pasillo, y se perdió casi por completo cuando cerró la puerta.

—¿Michael? —pregunté, a pesar de saber que se trataba de él. Me sentí confuso. En el rincón predominaba la oscuridad.

Él cerró la puerta y se acercó. La cama se hundió ligeramente bajo su peso, estaba sentado junto a mí.

—Me han dicho que te vas —habló. Yo aún permanecía perplejo y agitado. El pánico no desaparecía del todo, pero al menos la compañía de Michael me servía.

—Las noticias vuelan rápido —respondí a modo de queja, pero sin la convicción necesaria para ello.

—¿Por qué te vas? —preguntó.

El resplandor de la tablet le iluminaba el rostro. Su pregunta me resultó increíble, y a la vez muy propia de Michael.

—Necesito estar fuera —intenté explicarle.

—Estar fuera te hace daño —aseguró, y me sentí transparente—, además…

—¿Además?... —pregunté. Michael me observaba con sus ojos claros y sombreados. Su atención, su efímero entusiasmo por mí, me hacía falta. Necesitaba del interés de él, de alguien; de cualquiera, de ese pequeño instante en el que me convertía en la fascinación de un desconocido y lograba darle algo de sentido a mi vida.

Necesitaba encontrar un valor en mí, aunque fuese a través de los ojos de otro ¿No era eso el falso amor?

—Te extrañaré —murmuró, acercándose un poco más a mí.

No me moví, no me acerqué ni me alejé, simplemente se lo permití.

—No te vayas —insistió. El calor de su cuerpo se encontró con el calor del mío. No nos tocábamos, sólo nos mirábamos. Podía ver en los ojos de Michael el deseo, ese truhán disfrazado de amor que tantas veces nos envuelve y nos empuja a la locura.

Suspiré y bajé la mirada. Era tan fácil olvidar todo y vivir el día a día. Vive el segundo, había sido mi lema durante un tiempo, y ahora mismo me habría aferrado a él como al oxígeno mismo, pero no podía.

—Necesito irme —susurré.

—¿Para qué? —sonó algo más ansioso, inquieto— Podemos salir cuando queramos, y puedo traerte lo que necesites —metió su mano al bolsillo y puso sobre mi regazo una tira de pastillas.

Las miré, ni siquiera podía decir qué tipo de pastillas eran, pero sabía que podían darme un escape provisional a esta vida. Arrugué el ceño. Tom me necesitaba fuera, no podía dejarlo solo, él era mi única ancla a tierra. Mi ancla a la vida.

—Tienes que irte Michael —le dije, devolviéndole las pastillas.
Las recibió. Se quedó un instante mirándolas como si éstas tuviesen que darle una respuesta. Luego me observó y acercó su boca a la mía, besándome. No se lo impedí, pero tampoco le respondí. Era el beso desesperado de la despedida. Conocía el tipo de caricia y el sentimiento. Conocía tantas cosas ya, que me sentía como un viejo.

—Mierda —su voz se rompió contra mis labios, y una de sus manos asió mi nuca para que el beso tuviese más fuerza.

Me pegué un poco más a la pared y giré el rostro, evitándolo.

—Michael —pronuncié su nombre, intentando que se centrara.

—Quiero que te quedes —jadeo, con la mitad de su cuerpo pegado al mío. Su boca volvió a buscar la mía.

—Déjalo ya —lo contuve, arrastrándome por la cama para alejarme.

Michael sujetó mi camiseta, intentando retenerme.

—No —sostuve su mano con la fuerza suficiente para subrayar mi negativa.

Sé que me miró aunque la luz de la tablet, perdida contra la cama, ya no podía iluminarlo.

—¿Por qué? —reclamó, alzando ligeramente la voz con una mezcla de desilusión y orgullo herido.

Había tantas razones, y una sola a la vez.

—Porque yo no puedo —acepté. Me sentía emocionalmente incapaz. Lleno de una vida amarga que no podía compartir. Imposibilitado de mostrarme tal cuál soy.

—Puedo ayudarte —ofreció, intentando abrir mi pantalón.

—No —alcé la voz, poniéndome en pie de un salto—. No es eso.

Por mucho que intentase explicárselo, Michael no sería capaz de comprender. Él estaba aquí, como quien está de campamento por un fin de semana. Él no tenía intención de curarse o de entender que estaba enfermo. No, Michael no me entendería.

Miré hacía el rincón de la habitación, con recelo. Estaba vacío.

—Es por ella —me acusó.

Lo miré algo asustado.

—¿Ella? —pregunté, notando la presión en mi pecho ¿Cómo podía Michael saber de Ella?

—Sí, la doctora que tienes —aclaró. Noté como se aligeraba el peso en mi pecho— ¿Te has acostado con ella?

Lo observé, se había puesto de pie frente a mí. Comenzaba a hablar como un amante engañado. No pude evitar reír ante lo absurdo de la situación.

—¿Por qué te ríes? ¿Lo has hecho? —comenzaba a alterarse.

—Claro Michael —ironicé—, en medio de una de nuestras sesiones en el parque, y de paso  formamos un trío con el enfermero.

Las palmas de sus manos golpearon contra mi pecho, empujándome.

—Mierda ¿Por qué te burlas? —reclamó.

Comencé a negar con un gesto, que se convirtió en palabras.

—No me burlo… es sólo que esta situación es absurda.

En ese momento su móvil sonó. Ambos supimos que era la señal para irse.

—¿Volverás a visitarme? —preguntó, bajando la mirada.

—Probablemente no.

Michael soltó una débil risa.

—Tanta sinceridad no es necesaria, al menos miénteme —me pidió, volviendo a mirar mis ojos.

Hacía mucho que había aprendido a enfocarme sólo en mis propósitos. Si tenía que ser cruel para conseguirlos, lo era. Si tenía que utilizar a las personas y desecharlas luego, lo hacía.

Me acerqué a Michael y toqué mis labios con los suyos, en un beso casto y casi dulce. Como si aún hubiese algo de inocencia en mí.

—Volveré a visitarte —dije.

Ambos sabíamos que era una mentira.

.
.

Me encontraba en la sala de descanso del hospital, hacía unos minutos que había terminado mi turno y aún tenía una media hora antes de ir al centro psiquiátrico para mi sesión con Bill. Me llevé ambas manos a cada lado de la frente y me masajee la sien esperando calmar la tensión que sentía. Llevaba días intentando dilucidar quién era Luther Wulff pero no obtenía respuesta.

Había revisado la lista de teléfonos de la ciudad. Luego la nacional, pero no encontré nada. Había puesto su nombre en el buscador de internet, encontrándome con varios resultados pero ninguno me llevaba a algo concreto. Había buscado, incluso, los nombres de los ejecutivos de la discográfica en la que trabajaba Bill, pero tampoco aparecía ningún Luther Wulff.

—¿Aún aquí? —escuché a Benjamín desde la puerta.

—Sí —hice el ademán de cerrar mi portátil, pero finalmente no lo hice.

—¿Trabajando? —preguntó, entrando en la sala.

—Algo así —mis respuestas eran demasiado escuetas. Sabía que podía confiar en él, pero sentía como si tuviese mucho que decir, y nada a la vez. Sólo tenía un nombre y una sospecha.

—A ver ¿Qué pasa? —preguntó, sentándose frente a mí.

Lo miré un instante. Benjamín podía ser la persona más exasperante del mundo, pero también la más comprensiva y equilibrada.

Suspiré.

—Es mi paciente —confesé, esperando por su parte el reclamo correspondiente, pero él ni se inmutó. Decidí continuar—. Sé que le están entregando informes de su estado a alguien que no es su tutor, y no sé de quién se trata.

Benjamín se echó atrás en su silla.

—Tu trabajo no es investigar. Céntrate en curar a ese paciente —objetó.

—Es que siento que curarlo pasa por saber este tipo de cosas —intenté explicarme.

—Sientes… —repitió.

—Sí.

En ese momento se inclinó hacia la mesa, mostrándome cercanía. Se miró las manos como si evaluara sus palabras, luego me observó.

—¿Recuerdas cuando en sexto discutiste conmigo porque decías que eras más afín a las ideas de Freud? —preguntó con calma.

—Sí, pero ¿Qué tiene que ver aquello con esto? —no comprendía su punto.

—Entonces te dije que tú eras más de Jung —continuó.

Arrugué el ceño y volví a enfocarme en la pantalla de mi portátil.

—No me estás ayudando —me quejé.

Él volvió a apoyar la espalda en la silla.

—No busques a ese alguien de forma independiente, búscalo a través de tu paciente —me sugirió.

Entonces lo miré directamente.

—Eso es lógico —acepté.

—Gracias —sonrió Benjamín. Yo le sonreí también— ¿Te vienes a comer conmigo?

Miré la hora en mi reloj, y negué.

—Lo siento, no me da tiempo —me disculpé, comenzando a recoger mis cosas— ¿Mañana? —le ofrecí.

—Mañana no puedo yo —se puso en pie sin mirarme.

Me sentí malvada. Llevaba un tiempo sin prestarle a mi amigo la atención que él merecía.

—El domingo —solté. Él me miró—. Será en casa de mis padres eso sí —me encogí de hombros.

—Me agradan tus padres —sonrió.

—Y tú les agradas a ellos —me encogí de hombros—. No sé por qué.

.

Rato más tarde, mis tacones resonaban contra el mármol de los pasillos del centro. Abrazado contra el pecho llevaba mi carpeta de informes y la caja de metal con lo necesario para la muestra de sangre que le tomaría a Bill hoy. Sabía que era absurdo, pero ese pequeño momento en el que él extendía su brazo hacía mí y yo introducía la aguja, me resultaba de una intimidad abrumadora.
Quizás debía considerar el ir a terapia yo también.

Cuando llegué junto a la puerta de la habitación en la que efectuábamos las terapias, el enfermero de día me saludó con un gesto que respondí. Lo siguiente fue tocar mi cabello y comprobar que estaba ajustado en un perfecto recogido.

Entré y me encontré a Bill observando por la ventana, del mismo modo que hiciera la última vez que nos habíamos visto.

—Buenos días —dije, cerrando la puerta.

—Traes cigarrillos —fue la respuesta que recibí.

—Vaya, parece que alguien no ha tenido buena noche —me animé a bromear, mientras dejaba mis cosas sobre la mesilla, junto al sofá.

Bill no respondió. Lo observé un instante, continuaba con la mirada perdida en el parque.

—Si quieres, te tomo la muestra de sangre y salimos —le ofrecí.

Entonces me miró y asintió sin palabras. Estaba retraído, encerrado en sí mismo.

Se acercó al sofá y se sentó en él, ofreciéndome su brazo. Cuando me acerqué pude ver las pequeñas señales, levemente amoratadas, de las muestras anteriores.

—Bill —murmuré su nombre, cuando comencé a hundir la aguja en su piel.

—¿Qué? —su voz sonaba cansada.

Busqué sus ojos durante el instante en que el tubo de cristal se llenaba de sangre. Me miró. Me mantuve reflejada en su mirada un instante antes de volver a la aguja y comenzar a quitarla.

—¿Quién es Luther Wulff? —pregunté.

Bill retiró el brazo con rapidez, antes que terminara de quitarle la aguja. La sangre comenzó a brotar desde el pinchazo que se había abierto más de lo necesario.

—¡¿Qué haces?! —me alteré, sosteniendo su brazo para poner el algodón con alcohol en la pequeña herida.

—¡¿De dónde has sacado ese nombre?! —exigió, poniéndose en pie.

—Bill —le hablé, intentando que se calmara. Él pareció comprenderlo.

—Dime Seele —insistió. Esta vez no levantó la voz.

Continuará…

N/A

Hola!!!... aquí estoy con un capítulo más de esta historia que me cuesta un tanto construir. Lamento el retraso. Espero que les haya gustado.

Un beso.

Siempre en amor.

Anyara.


No hay comentarios:

Publicar un comentario